Joven jusista uniformado. en 1936

Secuelas de una guerra

 Secuelas de una guerra.

Capítulo 15

 Toledo, 1940.

Se acomodaron estrechamente en dos camiones descubiertos, en compañía de guardias armados con fusil y pistola, y rompieron a hablar tan pronto como se pusieron en marcha.

—¿Nos pueden decir adónde nos llevan? —preguntó Justino a uno de los guardianes…

—Sí, hombre; a la Audiencia Provincial de Toledo.

La voz del guardia, que parecía sincera, tranquilizó a aquel grupo de más de treinta presos que ya temían por su vida.

—Consejo de guerra, sumarísimo, de urgencia…—murmuró aquel soldado de reemplazo.

—Pero ¿cómo nos van a juzgar tan rápido, sin conocer a nuestro abogado defensor?

—Porque tendremos a alguien que nos defienda, digo yo.

—No puede ser, hombre —dijo otro, sorprendido.

—Claro que no —terció otro—, y como somos más de treinta, tendremos más de treinta abogados.

—No hemos podido avisar a nuestras familias para que asistan al juicio, esto no es justo —se oyó decir al fondo.

La mañana de aquel mes de junio de 1940 era cálida. Al paso del camión militar por el puente de San Martín, algunos transeúntes saludaron con el brazo en alto. Circulaban pocos automóviles y se veían muchos árboles mutilados que querían volver a germinar. Por todas partes, en muchas señales, se evidenciaban las huellas del estado de guerra de una ciudad que había padecido una lucha feroz durante meses, y no solo antes de ser liberado el Alcázar. Miseria, desolación, hombres y mujeres mal vestidos… Por todas las callejuelas del casco histórico parecían rondar los fantasmas del miedo. El tronco de un arbusto, las ventanas sin marcos, los hoyos de las bombas en el pavimento, y las rejas retorcidas, revivían la larga lucha en los cigarrales del Valle. Toledo aparecía tatuada de cicatrices.

Los presos perdieron pronto las ganas de hablar. El miedo les había callado. La situación de algunos era mucho peor que la de Justino y Mariano. A todos les quedaban sus ideales, aunque hubieran perdido todo lo demás. Justino suspiró y abrió los ojos, tras recibir un codazo de Mariano.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Ya hemos llegado —advirtió el conductor.

El camión se detuvo al pie de un edificio gigantesco construido a finales del siglo XIX, frente a la plaza de la Merced, con vistas privilegiadas a la Vega Baja del río Tajo. A las tres amplias puertas centrales, que adornaban la espléndida fachada, rematada con el escudo imperial, se accedía a través de una escalinata que ahora estaba repleta de militares uniformados.

Se oían voces y el crujir de las botas.

—Saltad al suelo de uno en uno —ordenó un militar armado—. ¡Vamos, de prisa!

—Nunca he estado aquí —reconoció uno de Torrijos.

—¡Silencio, joder! —ordenó un guardia mientras contaba a todos los presos—. No hemos venido aquí de juerga.

Una ancha puerta y, luego, una espectacular escalera de mármol, con ese típico olor de los edificios públicos, recibió a la cuerda de presos. Después, giraron a la derecha, sin subir las escaleras, y tras pasar por un corredor sombrío accedieron a un patio repleto de más presos de otras cárceles. Los reclusos respiraron aire libre por primera vez.

—Si alguno tiene una necesidad, que dé unos golpes en la puerta. Pero solo para eso. ¡El que se lo haga en el patio, lo lamerá con la lengua!

Se sentaron en el suelo, apoyando la espalda en los muros. Después de darse el nombre de la prisión de la que venían, una voz gritó:

—¿Conoce alguno de vosotros a Justino de la Concepción? Es de mi pueblo y está preso en Toledo.

—¡Camarada, Maseli! —dijo Justino mientras se abrazó a su paisano.

—¿De qué te acusan?

—De no haber evitado quemar la ermita del Bosque. ¿Y a ti?

—A mí me piden la Pepa. Me acusan de todo… De haber pertenecido al comité, de asaltar el convento de frailes, de pertenecer al Socorro Rojo, de dar la lista de los que mataron en La Puebla…

—¿La Pepa?

—Sí, la pena de muerte. La piden por nada que hayas hecho.

—Entonces, ¿te van a fusilar?

—¿Os ha visitado el abogado defensor?

—No. ¿Y a vosotros?

—Tampoco.

—¿Tenéis miedo al consejo de guerra?

—Menos que a las diligencias, porque aquí no nos pegarán de hostias.

—Digo yo que, por lo menos, sabremos quién ha sido el hijo de puta que nos ha denunciado en este consejo de guerra…

Más preguntas y respuestas incongruentes:

—¿De qué cárcel venís vosotros?

—¿Es verdad que piden la Pepa por nada?

—¿Y de la amnistía qué?

—¿De la amnistía?, ¡leches!

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—Que no sé nada, hombre.

—Pero se rumorea.

—Lo dice todo el mundo, es verdad.

—¿El qué, lo de la amnistía?

—También dicen que ponen la Pepa en broma, pero luego te fusilan de verdad.

—¡Qué van a fusilar!, lo hacen para meternos miedo en el cuerpo. Pero de ahí no pasan, ya lo veréis…

Un guardia gritó:

—¡Silencio, joder!

Siguieron cuchicheando.

—No se puede fusilar a un enemigo sin un juicio previo.

—Aquí estamos, para eso, aunque el resultado ya esté previsto.

—¿Esto es también asesinato?

—¿Entonces? Entonces, ah, entonces… ¿No estaremos aquí para que nos maten como a conejos? Ello, quiere decir que, tras la guerra, todos somos culpables. ¿Y ellos?

—Ellos son los ganadores…, no tienen deudas que pagar.

—¿En qué piensas? —susurró Justino al oído de Mariano.

—Pues estaba pensando en… eso de la Pepa. Sí.

—¿Un cigarrito? —propuso Justino.

—Vale.

—Partieron por medio un Ideales y se entretuvieron en fumar.

—¿Adónde nos llevarán desde aquí? —preguntó Mariano.

—A las tapias del cementerio —bromeó Justino.

De pronto se abrieron las puertas del patio y se ordenó que pasasen los que venían de la prisión de San Bernardo. La sala de audiencias tenía estrados para los jueces militares y asientos para el público. Hicieron sentar a los presos en las primeras filas, Justino y Mariano juntos. Detrás de los guardias, unos curiosos desperdigados entre el poco público. El mecanógrafo empezó a escribir, aporreando torpemente la máquina, las primeras respuestas de Justino, concernientes a su nombre y apellidos, fecha y lugar de nacimiento, estado, profesión y demás generalidades. Fueron preguntas rápidas, seguidas de respuestas concisas de los acusados.

—¿Quieren decirme sus profesiones? —preguntó el secretario.

—Jornalero —dijo Justino.

—Jornalero —repitió Mariano.

¡Jornalero!, contestaron la mayoría.

La farsa de juicio comenzó con rapidez. Por una puerta del estrado entraron varios hombres uniformados.

—¡En pie todos! —ordenó alguien desde atrás.

Cuando los jueces se sentaron, la misma voz repitió:

—¡Siéntense! El teniente coronel de artillería, don José Carnero Salva, presidente de este juicio, acompañado de los señores vocales y los señores ponentes, va a abrir el acto —repitió de forma solemne.

El presidente era un hombre larguirucho, escuálido, con la nuez del cuello muy saliente, ojos saltones tras las gafas negras. Declaró enérgicamente, con voz castigada por el tabaco, abierta la audiencia pública y acto seguido, un vocal relató los delitos cometidos por cada uno. Los nombres de Justino y Mariano sonaron mezclados con el resto, pero no podían comprender cuál es la parte que le tocaba a cada uno. Y, ahora, ¿qué?, se decían con los ojos unos y otros. ¿Y nuestro defensor?

—La acusación tiene la palabra —dijo el presidente.

Y el fiscal comenzó a hablar:

—Con la venia. Los hechos citados son constitutivos de un delito de adhesión a la rebelión, tipificados en los artículos 238 y 239 del Código de Justicia Militar…

Cuando leyó su alegato, en la sala se hizo un silencio sepulcral y Justino sintió que Mariano le daba un codazo.

—¿Pena de muerte para mí?

—No, eso es para los de Torrijos; los del cura don Liberio.

—Y ese joven moreno sentado a la izquierda del tribunal, ¿quién es?

—Debe ser nuestro defensor.

En la expresión de los reos se advertía una cara de asombro, con la boca abierta. Todos aguardaron, sin respirar, las palabras de aquel hombre que parecía su abogado.

—La defensa tiene la palabra —ordenó el teniente coronel.

El abogado defensor comenzó el informe, sin mirar a sus patrocinados, y el silencio se desplomó sobre todos ellos. Cuando terminó dijo:

—…y pido para los acusados la pena inmediatamente inferior a la solicitada por el ministerio fiscal.

Ahora ya sí, aquel chico moreno, vestido también de militar, miraba tímidamente a sus representados.

—¿Qué ha pasado? —susurró Justino—. ¿No ha pedido nuestra absolución? Yo no hice nada malo.

—¿Tiene algo que alegar alguno de los procesados? —preguntó el presidente.

—¡No quiero que me fusilen! ¡Soy inocente! —gritó uno de los acusados de matar al cura párroco de Torrijos, don Liberio González Nombela.

—Alguno quiere alegar algo más…—insistió el presidente—. Las sentencias os serán notificadas dentro de unos días.

Nadie dijo nada porque nadie entendió de lo que allí había ocurrido. En vista de ello, los jueces se pusieron en pie y desde el fondo se oyó otra orden de hacer lo mismo al resto de personas que ocupaban la sala.

—¡En pie!

Después, los procesados salían de la sala de audiencia formados en filas de a dos. Se abrían paso entre el público y se dirigían nuevamente al patio.

—¿Qué, muchas Pepas? —preguntaba uno de los que esperaban su turno.

—La tira —respondió Justino.

—Esto es un sueño, ¡no puede ser verdad! —respondió uno para quien el fiscal solicitó su condena a muerte.

 

 

 

Cuando pasaron unos días, de nuevo en la cárcel de San Bernardo, Justino observó a sus compañeros que acusaban un gran cansancio. Mariano, sentado frente a él, fumaba en silencio, con los ojos cerrados. Santurino era el que parecía menos afectado. Hizo un signo negativo con la cabeza, y se encogió de hombros. Miró de reojo a su cuñado Jesús e hizo como que no estaba preocupado.

—Me han condenado por pertenecer al Partido Comunista y de reclutar gente de Gerindote para el asedio del Alcázar. ¿Qué delito es ese para que me caigan diez años?

—Nos han condenado porque éramos concejales del Ayuntamiento de Gerindote —puntualizó Santurino.

—Seguro estoy de que el cabrón del alcalde fascista, Pedro Rivera, no está muy lejos de todo esto. Nos hizo la vida imposible en el año 35 y ahora sigue tocándonos los cojones —supuso Jesús.

—He oído decir que ese alcalde organizaba las cacerías de la duquesa en el palacio de La Ventosilla… —decía Santurino—. Es una venganza de ese cabrón, por haberle echado del pueblo cuando ganamos las elecciones…

—Te lo dije, Santurino, no tuvimos que apoyar su destierro, ni el del cura… Nuestro alcalde de entonces, Adrián Rodríguez, se opuso a ello. Y nosotros, erre que erre…

Allí estaban todos, relatando cómo les había ido en el juicio. Algunos parecían no entender lo que estaba pasando o que no querían creer lo que habían oído en la Audiencia Provincial.

—¡Qué tonto he sido! —dijo uno de Toledo, que ya había sido juzgado el año anterior, mientras enrollaba la manta cuartelera—. Lo peor fueron las diligencias en el cuartelillo, y no el juicio. Aquel día, unos falangistas en mangas de camisa me zarandearon y me metieron la cabeza en un barreño de agua, diciéndome mientras tanto: “Como no digas la verdad te vamos a mullir y no te va a conocer después ni la madre que te parió”. A renglón seguido, el que estaba con el cubo me soltó la preguntita: “Vamos a ver, cabrón, ¿a cuántos has matado?”. Me eche a temblar, porque yo sabía cómo se las gastaban allí. Alguien entonces me atizó un culatazo que me hizo caer al suelo, al tiempo de preguntarme: “Ahora nos vas a contar cómo mataste al cura de Santo Tomé, ¿verdad que sí? Sé buen muchacho y no nos hagas de emplear otros métodos”. Comprendí que para evitarme lo peor no me quedaba otra salida que la de complacerlos. Ya se me presentaría en algún momento la posibilidad de deshacer el equívoco. Y conté, blanco por negro a los que me interrogaron.

—¿Es que no te dieron en el consejo de guerra la oportunidad de demostrar tu inocencia? —le interrumpió Santurino.

—Claro que sí…

—Pues entonces…

—Espera y verás. El fiscal, que tenía muy malas pulgas, la tomó conmigo. Me puso de vuelta y media. Bueno, yo era la muestra del criminal marxista, sin piedad, un sádico. Un monstruo, vamos. Y, claro, pidió para mí la pena de muerte.

—¿Y qué pasó?

—El presidente del tribunal preguntó al jefe del comité, un tal Paquito, que si sabía quién había matado al cura: “Y qué tiene usted que alegar?” Y Paquito dijo: “Que al cura le he matado yo”.

—¡Ahí va! —exclamó Justino—. Como pa cagarse de risa.

—El fiscal se quedó pálido como un muerto. Los vocales empezaron a cuchichear con el presidente. El muchachito defensor, que no se enteraba de nada, con la boca abierta, nos miraba asustado. Después de unos momentos de confusión, el presidente preguntó a Paquito si podía probar lo que acababa de decir. Paquito, ya más tranquilo, contestó que sí, que había testigos en la sala, y en el banquillo, que podían decir la verdad.

—Y, ¿qué declaró Paquito?

—Que él no había empezado la revolución, que se la habían impuesto los que dieron el golpe militar. Que nos había cogido desprevenidos, sin preparación, y pasó lo que pasó, la justicia del pueblo…

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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