EL ALCAZÁR DE TOLEDO «LIBERADO» POR FRANCO

Tomado de la novela «Una memoria sin rencor»

Una vez conquistada Maqueda —con la polémica e histórica decisión de Franco de sustituir a Yagüe— las tropas sublevadas marchaban hacia el objetivo marcado, Toledo. El comandante Mizzian cruzó el río Guadarrama por un vado próximo al puente recién volado por los republicanos —en una maniobra muy parecida a la realizada, con éxito, por el comandante Castejón para sortear el río Alberche por Cazalegas—. Una vez salvado este obstáculo se puso al mando de las tropas invasoras el general Varela, quien estableció el puesto de mando en una casilla de peones camineros de la carretera de Toledo-Ávila.  Sus moradores señalaron el mapa de carreteras Michelín que los mandos desplegaron sobre la mesa de la cocina.

—¿Y ese mapa? —preguntó un peón caminero.

—No tenemos otra cosa, pero con él llevamos desde Andalucía y no nos hemos perdido.

Tropas conjuntas de legionarios y regulares lograron adentrarse hasta Bargas, en una acción que les permitió controlar la carretera de Madrid y cortar esta línea de comunicación estratégica; impidiendo así que las tropas republicanas que combatían en la capital hicieran uso de ella. Por esa vía vieron pasar a cientos de hombres, mujeres y niños, con todas sus pertenencias encima de un burro y el desánimo a cuestas.

—Con esas pintan que llevan, ¡seguro que han votado al Frente Popular! —afirmó un falangista andaluz—. Esos serán nuestros enemigos cuando leguen a Madrid.

—¡Es población civil!, ¿cómo quieres que nos liemos a tiros con ellos? —respondió otro de mayor edad.

—Por supuesto ¿Quién ha dicho lo contrario? Solo digo que a los hombres les darán un fusil en unas horas. ¡Nada más!

Franco había urgido a Varela acelerar la operación sobre Toledo y el Alcázar, donde el coronel Moscardó y sus defensores  se encontraban en una situación crítica, acuciados por el hambre y los sucesivos asaltos que estaban siendo transmitidos al mundo por los medios de comunicación. La situación para los asediados no había hecho más que empeorar después de la voladura de gran parte del edificio tras una explosión de una  mina el día 18 de septiembre.

—¡Tenemos el tiempo justo, no nos sobra ni un minuto! —decía Franco a Varela —. El mundo está pendiente de nosotros.

—Sí, somos la noticia —dijo Varela mientras leía la portada de un periódico francés.

Alrededor del Alcázar se concretó un perímetro de parapetos a base de colchones y otros enseres, reforzados con sacos terreros, alambres de espino y reflectores.  Un lugar crítico era el Hospital de Santa Cruz, atendido desde el paseo del Miradero por donde llegaban las municiones republicanas que disparaban contra la fortaleza. El centro de la ciudad era el foco más peligroso y, en consecuencia, el más desolado. Muchos residentes huyeron a un lugar seguro, dejando sus negocios que pronto serían saqueados. En ocasiones, grupos de milicianos viajaban a los pueblos a buscar productos básicos, como patatas, leche, legumbres, jabón…

Desde Bargas emprendió Mizzian el ataque sobre la capital, llegando al cementerio. Aquí, en la misma puerta, debajo de unos pinos se sentaron en el suelo a descansar. Otros se apoyaban en el casco mientras liaban un cigarrillo, y algunos moros se tumbaron en las húmedas cunetas para aplacar el calor.

—¿Aún estamos lejos del río? —preguntó un legionario con acento andaluz, sentado junto a las tapias del cementerio.

—¿Del Guadalquivir? —respondió otro de Granada, para hacer gracia a los compañeros.

El río Tajo constituía una defensa natural estupenda y, además, era la frontera que dividía la zona republica de la zona nacional. Ambas se comunicaban a través de dos únicos puentes, uno romano y otro medieval.

—¿Cuándo cruzamos el puente? —preguntó otro.

—¡Que no hay puente que cruzar! —respondió el granadino —. Ahora tenemos que llegar hasta aquella fortaleza que ves en lo más alto de Toledo y liberar a los nuestros.

Desde aquí observó el mando nacional cómo parte de la columna republicana del comandante Bernal se retiraba por la carretera de Ávila para evitar ser copada y desbordada. Sin embargo, la huida precipitada ocasionó un gran número de bajas republicanas del Batallón del teniente Castillo —y también a los milicianos del Batallón Dimitrov comandado por el comunista torrijeño Sixto Agudo— y no tuvieron más remedio que darse la media vuelta en dirección a Toledo.

—No podemos aguantar más tiempo aquí porque nos van a copar —ordenó Castillo—. Hay que irse para atrás.

—¿Está seguro, mi teniente? —pregunto un sargento.

֫—Dispón a la gente: tres toques cortos de cornetín y…

—Entendido.

—Haremos fuego de cobertura durante dos minutos después del cornetín.

—A la orden.

—Adviérteles también —añadió el teniente republicano— que al que abandone su arma lo mando fusilar.

Por otra parte de la ciudad,  Barrón avanzaba con sus unidades por Buenavista y el comandante Mizzián ya ocupaba el colegio de Huérfanos, el Hospital de Tavera y la Puerta de Bisagra, que fue dañada por un mortero caído muy cerca.

Con todo, la operación de asaltar Toledo no era fácil para el ejército atacante. En la ciudad y sus alrededores el gobierno republicano había desplegado una gran fuerza de bélica de cerca de trece mil hombres, muchos de ellos llegados de refresco desde Madrid. Al mando de esta fuerza se hallaba el general Asensio Torrado, militar profesional con una brillante hoja de servicios y uno de los más capacitados del Ejército Popular. La mayoría superioridad manifiesta gubernamental se equilibró, sin embargo, cuando las columnas de Uribarri y Fernández Navarro —en total unos seis mil hombres— se retiraron al sur del Tajo nada más comenzar los enfrentamientos. Ahora, las tropas de Varela se enfrentaban a un enemigo similar en proporción numérica, pero abiertamente inferior en cuanto a su preparación y experiencia.

—¡Qué cojones hace Uribarri!, ¿por qué se retiran? —preguntaba sorprendido Varela, ante la alegría del resto de mandos rebeldes que se abrazaban entre sí.

—¡Parece un amigo, ese rojo de mierda! —se reían a carcajadas.

—¡El jefe de los rojos le dará un buen correctivo! —se refería Varela a Asensio Torrado.

El domingo día 27 de septiembre se dio orden de atacar Toledo. La operación coincidió con el último intento de tomar el Alcázar. El definitivo plan republicano consistía en incendiar la fortaleza mediante el bombeo de seis mil litros de gasolina. La operación, no obstante, fue desbaratada por una granada lanzada desde el interior del recinto que incendió el combustible y provocó la muerte de los atacantes.

—¡Dame el teléfono! —solicitó Varela, rodeado de cables y clavijas, con los auriculares pegados a sus oídos —. ¡Pásame con Luis!

—A la orden, aquí el teniente Luis Lahuerta, 1º Tabor —contestó al otro lado, desde la orilla del río, muy próximo a unas ruinas árabes que podrían tratarse de unos baños.

—¡Tenéis que llegar al Alcázar en cuestión de minutos, antes de que sea tarde! —ordenó con energía Varela—. ¡Cueste lo que cueste!

—A la orden mi general…

Mientras una parte del 1º Tabor de Tetuán consiguió infiltrarse por la orilla del río Tajo hasta rodear a los defensores republicanos, otra sección del  teniente legionario, Luís Lahuerta Ciordia, intentaba romper las líneas enemigas. Los proyectiles republicanos llegaban en andanadas, uno tras de otro, sin parar, con crujidos que desgarraban los oídos. Con estampidos ensordecedores, levantando una gran polvareda que olía a explosivo y a tomillo quemado. De los baños árabes surgían gritos de hombres heridos, que maldecían las explosiones, haciendo vibrar las rocas del suelo y multiplicando esquirlas de piedra que llevaban dormidas más de quince siglos.

Piuum, piuum.

Cloc, cloc.

Zag, zag.

Al teniente Lahuerta le dolían los músculos y la cabeza, como si fuera a reventar por dentro. Sabía que no podría salir de aquellas ruinas. Sin embargo, de pronto llegó el silencio. El legionario no se lo creyó y dio la orden a sus hombres de seguir parapetados entre las piedras.

—¡Es una trampa para que salgamos!, ¡seguid escondidos!

Cinco minutos y ninguna nueva explosión. Pasaba el tiempo, y ya más de diez minutos sin bombas. De pronto, se oye una voz que blasfema en árabe. Un moro corría ladera abajo, herido en una pierna, para advertir a sus compañeros que el camino estaba despejado ya: una escuadra de marroquíes, que hacían la guerra por su cuenta, se habían desmarcado de su Tabor para acabar con el enemigo que tenía enfilado al grupo de Lahuerta.

—¿Estar bien aquí, paisa? —preguntó el moro mientras se desangraba y seguía su camino abajo, hacia el río, en busca de sus compañeros de Tabor.

Tras dirigir una mirada rápida, Lahuerta de acercó a ver la herida del moro. Puesto de rodillas, la mira y no dice nada. Después se levantó y hizo un ademán de agradecimiento.

—¿Quieres agua? —ofreció otro moro.

—Un poco, gracias chivani…Solo un poco.

Inshalah

—¿Cómo te llamas, soldado? —se interesó Lahuerta.

Abdelali Amri.

—Te buscaré cuando acabe esto.

—Dios es grande —rió Abdelali, mostrando muchos los dientes—. Él  seguir a mí a todas partes.

Por fin, llegaron al píe de las ruinas del Alcázar. Al tomar contacto con los asediados de la fortaleza, la alegría y las lágrimas invadieron a todos. Sin embargo, el resto de unidades no llegarían hasta el día siguiente.

—¡Viva Franco! ¡Arriba España! —gritaban desde la fortaleza.

—¡Estáis salvados!, ¡ya estamos con vosotros! —respondió un sargento de regulares.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!…

—¡A mí la Legión, arriba España! —gritó un legionario, exhausto, al límite de sus fuerzas.

Al día siguiente, domingo, Barrón consiguió, con el concurso de Mizzian, tomar la Fábrica de Armas y aproximarse a la Puerta del Cambrón, así como al puente de San Martín. Para este paso estratégico, Barrón encargó su defensa a la 1ª Bandera del Tercio, mientras que un destacamento de la Academia de Infantería defendería el Puente de Alcántara. En ese tiempo, las columnas republicanas de Bernal y Burillo se retiraron desordenadamente hacía el sur y el este de la ciudad.

A la confusión del momento se unieron el bombardeo por parte de la aviación republicana, que por error batió con fuego amigo a sus tropas en retirada, y los lanzamientos de mortero realizados desde el propio Alcázar. En pleno desorden, un grupo de milicianos quedó aislado entre las ruinas del Seminario, donde, después de incendiar el edificio, decidieron poner fin a sus vidas. Con los prismáticos rusos pegados a sus ojos, un mando republicano enfocaba al edificio religioso y adivinaba cual sería el final de sus hombres. Desde la Ermita del Valle, la distancia no era muy larga y podía apreciar la polvareda de las explosiones y el resplandor de los fogonazos. El sonido llegaba distante y, a veces, se interponía otro más lejano, lleno de ecos. El agua del rio seguía su curso, ajeno a aquella sangrienta batalla, como si la guerra no fuera contra la naturaleza y fuera solo cosa de humanos.

—¡Estamos copados por los fascistas! —gritaban atemorizados los milicianos del Seminario.

—¡Pégame un tiro en la cabeza, o me lo pego yo! —dijo uno de ellos, mientras se introducía el cañón por la boca.

—Adiós, madre, hasta siempre —susurraba otro en voz baja, besando una fotografía que sacó de un bolsillo del mono.

De esta manera, una vez tomada la capital por las fuerzas del general Varela, quedaron establecidas dos cabezas sobre los puentes citados para evitar —sin éxito, como ya veremos— posibles contraataques enemigos.

—Creo haberlo hecho todo bien —decía Varela, con satisfacción, pasándose la correa de los binoculares por el cuello y después dejándolos colgar sobre el pecho cubierto por una chilaba mora.

—Pero esto no ha acabado, mi general.

—Ya lo sé, aún tenemos a miles de rojos armados hasta los dientes al otro lado del río.

El martes 29 de septiembre,  a las once de la mañana, Franco llegaba a Toledo acompañado de Millán Astray, en medio de una profunda exaltación que los noticieros de todo el mundo recogieron con todo detalle. Sobre las ruinas del Alcázar, Moscardó supo por boca de Franco que iba a ser ascendido a general de brigada por decreto. Sin embargo, el todavía coronel había dado a Franco un rédito personal y definitivo: lograr la Jefatura del Estado. Ahora, Yagüe, no muy lejos de allí, empezó a comprender su destitución en Maqueda, ocho días atrás, al mando de la Columna Madrid.

La defensa del Alcázar constituyó uno de los episodios más célebres de la guerra civil. La conocida como liberación del Alcázar, después de más de dos meses de asedio, fue un suceso que conmocionó a la opinión pública mundial. La toma de Toledo no fue un hecho de armas más destacado en otros anteriores, pero supuso un impulso a la figura del general Franco y saldría fortalecido dentro del directorio militar que en aquellos momentos lideraba la sublevación.

La importancia y trascendencia dada a los hechos relacionados con el Alcázar, consiguieron eclipsar el resto de la guerra civil en Toledo. Sin embargo, los combates continuaron en el Cerro de los Palos y el campamento de los Alijares, así como en las zonas limítrofes, en intentos fallidos de romper el Frente Sur del Tajo y recuperar la capital.

 

 

 

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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