Yo era un mocoso, en aquellos años un niño débil…
Tomado de la novela histórica, Una memoria sin rencor.
Capítulo 5
Mis abuelos nunca me contaron nada de la guerra porque les traía recuerdos de su hijo Andrés. Jamás supe por sus bocas lo que ocurrió en este o aquel sitio, o con fulano o mengano. Mis inocentes preguntas eran respondidas con un “hace tanto, que ni me acuerdo”, o un “yo, de eso no se nada”… Respuestas que no hacían sino aumentar mi curiosidad por aquellos terribles hechos que ocurrieron una veintena de años antes de que yo llegara al mundo. Como tantos otros jóvenes de aquella generación que crecimos en democracia, conocí personalmente a los hombres y mujeres que pasaron la contienda, la lucharon, la ganaron y la perdieron. Pero no todos callaban, afortunadamente para mí. Pronto comprendí que la guerra se iba reinterpretándose con los años y aún distaba mucho de ser un conflicto del pasado.
La primera imagen del conflicto que me viene a la cabeza es una conversación de hace muchos años. Yo era un mocoso, en aquellos días un niño débil y enfermizo que no tenía apetito, propenso a cogerme todas las enfermedades que los médicos se inventaban y que enseguida trataban con penicilina. Por entonces, la muerte no vivía aún en el anonimato y se la podía oler devorando almas que todavía no habíamos tenido tiempo ni de pecar. Cuando caía enfermo y no quería comer en casa, mi madre acababa perdiendo la paciencia y solía dejarme dormir con los abuelos, o con la tía Morena —no era mi tía, sino una señora mayor que me cuidaba con mucho cariño—. Siguiendo el pronóstico de siempre, en unas horas rompía a comer aquellos cocidos de garbanzos que mi abuela y la tía Morena hacían en lumbre de paja y puchero de barro.
Estaba sentado al amor de aquella lumbre de paja, con mis abuelos, cuando llegó una vecina de visita. Después de sus habituales chismorreos, cuando ya no tenía a nadie más a quien criticar, se puso a relatar una de las decenas de ejecuciones que sufrieron los vecinos de nuestro pueblo. Ante las palabras de aquella anciana, los abuelos agacharon la cabeza y le chistaron para que no continuara escupiendo más sangre por la boca.
—Aquellas cosas pasaron, sin remedio ya, y no conviene que el chaval crezca con esos recuerdos —objetó mi abuela Isidora, muy sorprendida de que la vecina no fuera más prudente en hablar de la guerra al haber un niño delante.
—Perdone usted —contestó la vecina—. Pero lo que estoy contando de Adrián lo sabe todo el pueblo, era el alcalde.
—Ya, pero no quiero que metas miedo a mi nieto —replicó Isidora, que tenía el carácter más fuerte que su marido.
—Y a los que fusilaron ahí arriba, también lo sabe todo el pueblo —añadió la vecina mientras se removía sobre la silla, como si esos muertos fueran de su familia.
—¡Y a mi hijo Andrés!, ¿quién mató a mi hijo Andrés? —mi abuela se levantó con tanto ímpetu que tiró la silla al suelo y ni si quiera se paró a levantarla.
—El bueno de Andrés murió en el frente, Dios lo tenga en su gloría —se excusó la mujer entre amenes y persignados—. Menos mal que en mi familia no mataron a nadie.
—¡Pues no hables más de la guerra delante de mi nieto! —advirtió, midiendo con los ojos a la vecina, desde la cabeza hasta los pies.
—. Yo sabré lo que tengo que contarle y lo que no tengo que contarle.
—Doña Isidora, pero es mi casa nunca hemos sido rojos. ¡No sé cómo se pone usted así! —se seguía disculpando al salir por la puerta, sin saber el motivo de las iras de mi abuela.
—¡La guerra me enterró a mi hijo Andrés, y ni tan siquiera sé dónde está! —acabó gritando atormentada, siendo este el motivo de su indignación, del que la vecina no tenía culpa alguna.
Mi abuela se enfadó, ladeó la cabeza y me miró a los ojos, su marido siguió comiendo aceitunas, y yo me callé haciendo que ignoraba de qué iba la cosa. Nos miramos los tres, amparados en una infinita complicidad que ya no necesitaba palabras, porque sabían que con el tiempo lo descubriría todo. La historia de aquellos hombres, que una noche fueron sacados de sus casas para ser fusilados en algún camino, junto con la muerte del tío Andrés, encendió en mí la llama de la fascinación. Mi abuela volvió a ocupar su sitio en la lumbre, yo el mío, y entre los tres volvimos a comer aceitunas. A la vista de mi curiosidad desmedida, los abuelos comenzaron a contarme historias de sus vidas, pero no de la guerra.
—Tu abuelo y yo vimos morir a Joselito en la plaza de toros de Talavera? —dijo mi abuela, sonriendo con amarga tristeza.
—Vaya, cuéntame.
—Hicimos casi sesenta kilómetros en un coche de caballos que teníamos —continuó—. Corría el año 1920, más o menos.
—Vaya afición.
—Sí, era la figura del momento y nos gustaban los toros.
—Y que más…
—Hablaban de supersticiones, de mal fario, de malos augurios, de que alguien predijo su muerte, de que si paró en la estación de tren en Torrijos y rompió un velador en una pelea que provocó él mismo porque estaba muy nervioso…
—¿Y tú crees en esas cosas?
—No, pero ahí están.
—Después de la cogida, murió en la enfermería. Y cuando arrastraron al toro sonó un pasodoble.
—¿Recuerdas cuál?
—¡El Relicario! —exclamó mi abuelo Julián, rompiendo su silencio, llevándose las manos a la cabeza, como si quiera mostrarnos cuánto trabajo le había costado recordar el pasodoble.
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