Una memoria sin rencor.

Una memoria sin rencor, novela histórica que narra la vida y muerte de un cura a manos de la furia miliciana. Este es un pasaje de la misma, en el que el párroco de Torrijos, Liberio González Nombela, intenta redimir a una prostituta:

 

“Liberio comenzó sus estudios en Toledo a los once años. El nuevo seminarista devoró cuatro cursos de latín, tres de filosofía y cinco de teología en los que obtuvo la máxima calificación de meritissimus, y en el resto de asignaturas la segunda de beneméritus. Se le veía con sotana negra por las calles de la Ciudad Imperial, como signo de renuncia a lo mundano; parecía un seminarista de provincia en excursión de fin de semana. Trabajaba todos los días excepto los domingos, que se dedicaba a callejear y casi siempre acababa en alguna iglesia a la espera de almas solitarias que necesitaban ayuda. Y aún tenía tiempo de practicar deporte, sobre todo el frontón, y jugar al billar.

Fue durante una de aquellas tardes de paseo por los recovecos del barrio judío, cuando llegó casi sin resuello a su cita con el periódico. La lectura de El Castellano era amenizada con un humeante tazón de chocolate espeso en los salones del Café Español. Tras los ventanales contempló cómo una prostituta, con generoso escote, apenas una niña, se arrimaba sin decoro a cuanto hombre bien vestido pasaba a su lado. No dio más importancia al asunto hasta que la chica, excediéndose en sus acercamientos, recibió un insulto y una bofetada de un hombre que la tiró al suelo. Liberio, sin pensárselo dos veces, acudió en su ayuda y sosteniéndola por los hombros, entre llantos de la muchacha, entraron en el café. Ella era joven, guapetona, llena de salud y poderío, pero con la ostentosidad propia de una mujer de su condición. Los ojos pintados hasta los rabillos, tacón alto y un vestido ceñido que marcaba su esbelta figura. Todo su ropaje era de flores, a juego con el colorete.

—¡Deje!, ¡deje!, que no tengo tiempo. Que estoy haciendo la calle, y aún me quedan dos horitas de trabajo —acertó a decir, sin dar las gracias a la persona que salió en su ayuda.

—Permita, señorita, no está usted en condiciones. ¿Qué cobra por acompañar a un seminarista durante media hora? —intentó Liberio retenerla un poco más de tiempo en el café.

Escamada la joven, miró con un agradecido descaro tras la ayuda recibida y pensó la respuesta, porque en ese momento recordó que ya había realizado trabajos de media hora para seminaristas de poca fe. Mientras tanto, la cafetera niquelada borboteaba sin cesar, pariendo tazas de café exprés, a la vez que una registradora de cobriza antigüedad sonaba constantemente.

—Pues eso depende —contestó después de unos segundos en silencio.

Pidieron un par de tazas de chocolate caliente, sentados el uno frente al otro, como jugando a ver quién abría la boca antes. Mientras, un camarero de cara tristona y chaquetilla blanca abrochada hasta el cuello, apoyó la bandeja sobre el mármol. Ella tenía hambre y no esbozó palabra alguna hasta que no devoró un plato de churros recién hechos.

—¿Qué quieres de mí?, ¿un trabajito gratis?, ¡el chocolate da brío y te ha puesto cachondo!

—No tiene ni idea de lo que pienso —replicó con humildad Liberio.

—Está bien —se encogió de hombros—. Hable por esa boquita de piñón, curita guapo.

—Pienso que usted no hace lo que siente y  no está en paz por hacerlo —dijo Liberio, yendo rápidamente al grano por temor a que se marchase la chica.

—¿Ser puta?, ¿a eso se refiere? —preguntó mientras se limpiaba la boca con una servilleta para después pintarse los labios con carmín.

—Tus pecados quedan perdonados, Dios es misericordioso.

—¡Amén! —respondió a la vez que comenzaba a perfilarse un ojo en un espejo de miniatura, mientras el cerillero ofrecía tabaco a la mesa con un gesto de galantería.

—La prostitución no solo destruye vidas, matrimonios y familias, sino también destruye el espíritu y el alma. El deseo de Dios es que permanezcamos puros y utilicemos nuestros cuerpos como herramienta para su uso y su gloria —se apresuró Liberio en sus consejos al ver que su acompañante hizo ademanes de levantarse.

—¡Vaya sermoncito!, como se nota que estás enterito aún. Cuando hayas catao el pecado verás como no piensas igual. ¡Ya me conozco yo a los curas! —dijo en voz alta para que todos la oyeran.

—Tengo prohibido disfrutar de esos ardores primarios del instinto —apuntó un hilo de voz del seminarista.

—¡Ya!, eso decís todos, pero mi madre dejó a mi padre porque se lío con un cura.

—No se marche, ¿qué opina de la sociedad actual?

—Eso de que haya ricos y pobres está mal —dijo mientras se ponía en pie—. Es mejor que seamos tos iguales, ni muy pobres ni muy ricos, tos un término medio.

—Espere…

—¡Ale!, que refresca. Muchas gracias por el chocolate, ¡con Dios! —dijo antes de salir escapada a la plaza de Zocodover.

Una clienta que escuchó la conversación abrió los ojos y se quedó estupefacta, pero siguió disimulando y mirando a las espléndidas pinturas del techo.

—¡Usted perdone!, pero dice la señora de ahí que si pueden utilizar un lenguaje más decoroso —el camarero llevó aquel recado.

—¡Mis disculpas a esa buena señora! —se excusó Liberio.

El lujoso salón, con enormes ventanales que se abrían a los soportarles de la plaza de Zocodover, estaba adornado con fustes estriados de estilo plateresco y miradores de metal. Su sabor costumbrista no pasó desapercibido a Luis  Buñuel, que le sacó mucho partido en 1969 en el rodaje de la película Tristana.

El Café Español era el centro vital de Toledo, un  templo laico donde de todo podía suceder: desde ver a un seminarista intentado redimir de sus pecados a una prostituta, a los dimes y diretes del brujuleo político. Por allí pasaban artistas, estudiantes, políticos, tratantes, funcionarios, ganaderos, jóvenes y viejos, ricos y pobres, prostitutas y monjas. Todos accedían a través de una puerta de dos hojas —después sustituida por una giratoria—que daba acceso al salón. En invierno, la temperatura del local estaba encomendada a unos aparatosos radiadores, pero muy decorativos, labrados en metal. En verano, abrían el ventanal que daba a la calle Ancha y una señora con delantal blanco despachaba helados de corte o en cucurucho. Aquel olor a vainilla hacía presagiar a Liberio la llegada del Corpus. Y siempre, a todas horas, ya fuera invierno o verano, el tabaquero estaba presente, con su maletín colgado al cuello. Y también el limpiabotas, cobijado bajo los soportales, que se encargaba de lustrar el calzado con betún.

Cuando uno está en presencia de un limpiabotas de verdad, que ama el oficio, se produce una relación entrañable con el cliente. El dinero se junta con el sentimiento: alguien presta un servicio y el servido se encuentra plenamente satisfecho. Y si además el limpiabotas facilita información al cliente, surge la propina; sin esconderse menosprecio, ni desconsideración hacia el trabajador. Por ello, aunque Liberio nunca había utilizado sus servicios, ahora estaba dispuesto a dejar propina.

—¡Limpia!, ¡limpia! —ofrecía sus servicios al público el limpiabotas del Café Español.

—Por favor, ¿me saca brillo a los zapatos? —preguntó Liberio mientras se sentaba en un taburete de madera con los pantalones remangados hasta los tobillos.

—Encantado, chaval. Eres muy joven para estos lujos —agradeció el limpia botas mientras jugaba con un palillo entre los dientes.

—Ya, estoy en el seminario. Pero la verdad es que…

—Dime, dime…

—¿Quién es aquella chica que está allí debajo del reloj? —señaló Liberio a la prostituta que acababa de hablar con él.

—¡Oye!, que no soy ningún chivato, ¡eh!

—Ya sé que usted hace su trabajo como Dios manda, pero…

—Es Petra, la Pechitos, ¡ten cuidado!, es menor de edad, tiene solo 22 años.

—Perdone, pero solo pretendo retirarla de ese trabajo.

—¿De monjita? —preguntó el betunero con mucha guasa.

—No, podría trabajar en la lavandería del seminario.

—Es huérfana de padre y madre, vive con una anciana ciega en la calle Alfileritos —precisó el limpiabotas a golpe de cepillo.

—¿De qué vivía antes?

—Era aguadora; subía agua y pescado del río en un burro, hasta que…

—¿Qué paso?

—Su padre se arrojó por el puente de Alcántara.

—¿Por qué?

—Se enteró de que su mujer le ponía los cuernos con un cura.

—¿Qué fue de la madre de la Pechitos?

—Se marchó a la guerra de Cuba con un militar y nunca más se supo.

—¿Y ahora pasa hambre?

—Ocho duros le duran ocho días, según dicen —continuó el limpia—. Come poco y mal, y no fuma más que de prestado para conseguir alargar las cuarenta pesetas durante la semana.

El limpia acabó de sacar brillo a los zapatos y se llevó la mano a la gorra.

—Servidor.

Liberio miró los zapatos y le dejó una propina.

—Muchas gracias. Quede usted con Dios”

 

 

3/5 - (3 votos)
Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

Sin comentarios

Escribir un comentario