LAS TROPAS DE FRANCO TOMAN TALAVERA DE LA REINA
Texto de la novela «Una memoria sin rencor»
A mitad de aquel verano de 1936 estaban ya en la Península unos veinte mil moros mercenarios que estaban dispuestos a ir a la guerra para ganar dinero y salir de la hambruna. Habían crecido en la guerra del Rif —acostumbrados a la vida dura y a pasar penalidades— y estaban educados para luchar. Les gustaba tanto el saqueo que, incluso, arrancaban a los muertos dientes de oro, con alicates, como podían… Y si el anillo se resistía, seccionaban el dedo para hacerlo más rápido. Los moros tenían fama de sanguinarios y de violadores de mujeres. El mismo general Queipo de Llano, en sus emisiones diarias de Unión Radio de Sevilla, instaba a la agresión sexual de las mujeres republicanas, “por mucho que forcejeen y pataleen”. Todas estas barbaridades perjudicaron gravemente a la imagen de la España rebelde en el extranjero, hasta que Franco ordenó que el agresivo locutor desapareciera de las ondas.
—Después de todo, estas comunistas se lo merecen, ¿no han jugado al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen —voceaba Queipo por la radio en una de sus numerosas soflamas.
Llegaban dejando atrás miles de cadáveres que habían ejecutado sin compasión, realizando así el proyecto de exterminio trazado por el general Mola. Los marroquíes venían acompañados de legionarios, organizados en columnas de quinientos a mil hombres. Viajaban en camiones y autobuses que solían detenerse a una distancia prudencial de cada pueblo para que los soldados avanzaran a pie. Si había resistencia, la artillería ligera bombardeaba y después se tomaba la localidad cargando a bayoneta. Luego, mediante megafonía se ordenaba la apertura de puertas de las casas y que se desplegaran banderas blancas. Posteriormente, mientras la columna proseguía su ruta por el eje de la Carretera de Extremadura en busca de una nueva población, se aseguraba el pueblo conquistado con un grupo de voluntarios falangistas canarios, que ya comenzaron a llegar a la península en barco desde aquel archipiélago.
De acuerdo con esta forma reseñada, el avance del ejército de África fue un «paseo militar» desde Sevilla hasta Mérida, ante la escasa resistencia que encontraban a su paso. Franco había puesto al mando de la Columna Madrid al teniente coronel Juan Yagüe, y la República confió este cargo a José Riquelme, que había sido ascendido a general tras la proclamación de aquella en 1931 y ahora requería la presencia del coronel Mariano Salafranca para defender Talavera del Tajo.
—¡Necesito al coronel Salafranca aquí!, ¡mandad llamar a Mariano! —ordenó con urgencia Riquelme.
—Está en Granada, mi general.
—Lo quiero a mi lado, ¡ya!
Al amanecer del 29 de agosto de 1936, este llegó desde Granada y tuvo que comprobar por sí mismo el estado de su ejército porque no encontró a Riquelme. Quien sí encontró la muerte fue el capitán que acompañaba a Salafranca, al ser asesinado por la masa de milicianos que corrían despavoridos mientras intentaba detenerlos.
—Al próximo que huya será fusilado de manera inmediata —amenazó Salafranca.
—A la orden…
—¿Dónde cojones está el general Riquelme?, ¿no tenía tanta prisa por verme?
—En Talavera…
Salafranca seguía sin encontrar a Riquelme y tuvo que conformarse con la ayuda de un capitán de milicias llamado Castroviejo. Entre ambos consiguieron reunir a grupos de milicias que llegaban desde Oropesa, pero su labor no era fácil debido a la baja moral de los combatientes que venían retrocediendo. Allí, improvisando sobre el terreno, decidieron separar las agrupaciones de milicias entre sí, dando posiciones y misiones a cada una de ellas.
Cuando Salafranca regresa del reconocimiento, se encuentra con un mensaje de Riquelme de manos del comandante Carlos Pedemonte Sabín. Con esta nueva ayuda, junto a la milicia denominada Balas Rojas —milicianos muy disciplinados que pertenecían a Izquierda Republicana—, el coronel ordenó la instalación de teléfonos que unieran conectados a su cuartel general en Talavera.
Por fin, la noche del 29 de agosto, Salafranca se entrevista con Riquelme y entre ambos militares surgen divergencias de carácter táctico. Curiosamente, al día siguiente Riquelme fue reclamado desde Madrid y Salafranca quedó como jefe supremo de la Columna. A la mañana siguiente, este recibe la visita de Uribarri y del jefe del aeródromo de Prado del Arca, a quienes expuso sus planes. Allí, el coronel les deja claro que solo él ostentaba el mando militar sin compartirlo con nadie y les solicitó colaboración.
—He recibido órdenes del ministro, y hay que defender Talavera a muerte —informó Salafranca.
—¡Estamos a su lado, mi coronel!
—Si es así, ¡manden a sus mejores hombres al aeródromo!
Las fuerzas de Yagüe se dispusieron a dar el asalto final a Talavera en la madrugada del 3 de septiembre. Para ello, ordenó a las columnas de los comandantes Castejón y Tella que fueran tomando posiciones durante la noche frente a las tropas enemigas. Por su parte, Asensio Cabanillas dividió a su columna en dos grupos: por un lado la 1ª Bandera del Tercio y por otro el 2º Tabor de Tetuán. Previamente al ataque, se llevó a cabo un intenso bombardeo aéreo sobre el aeródromo de Prado de Arca y sobre la parte oeste de la ciudad. A las cuatro de la madrugada, las distintas unidades se pusieron en marcha con un objetivo: tomar el Cerro Medellín, donde se encontraba el punto fuerte de la resistencia republicana. A parte de este cerro, el terreno era llano y Talavera no tenía otro medio de defensa que no fueran las trincheras y parapetos.
El cerro era aún republicano y se hallaba guarnecido por casi medio centenar de carabineros que impedían la progresión por el llano, el cual también estaba surcado por trincheras defendidas por milicianos de la Columna Mangada. Tras una dura batalla, el Cerro Medellín fue reducido por la 4ª Bandera del Tercio, poniendo en fuga, o capturando, a los carabineros del cerro y a los milicianos del llano. Los sublevados continuaron por el llano, ya despejado, hasta que se toparon con una posición fortificada y con las baterías de artillería que intentarían contener el ataque. Sin embargo, cuando la sección de Kaid Kadur ibhen Hamed Buifruri llegó a las alambradas los milicianos huyeron en desbandada. Después serían capturados cuatro cañones de setenta y cinco milímetros, cinco de ciento cinco, gran número de municiones de artillería, así como veintidós vehículos intactos.
El dominio en el aire había estado hasta el día 2 de septiembre en una situación de equilibrio, incluso algo favorable al bando republicano. Este disponía de aparatos en el aeródromo de Prado del Arca, a tan solo cuatro kilómetros de Talavera —este, a su vez, se nutría de otros llegados del madrileño aeródromo de Cuatro Vientos—. Sin embargo, a partir del día 3 de septiembre, el dominio del aire pasó a manos de los nacionales. A las cuatro de la madrugada de este día, un bombardeo nocturno sobre el aeródromo de Prado Alto destruyó la casi totalidad de los aviones allí existentes, asestando un duro golpe a la defensa de Talavera.
Simultáneamente al ataque descrito, las agrupaciones de Tella y Castejón acometieron por el flanco más próximo al eje de la carretera Madrid-Extremadura. El otro lado estaba defendido por hombres de la Columna Uribarri, también conocida como Fantasma, y por milicianos de los pueblos cercanos, junto a dos compañías de Guardias de Asalto. Tenían como misión cerrar el frente hasta el río Tajo, entre Los Molinos de Abajo y La Morana. La primera embestida de los moros y legionarios se estrelló contra los defensores, bien parapetados en sus trincheras, porque los Guardias de Asalto obligaron a los milicianos a seguir luchando hasta el último minuto. Mantener esa posición era de vital importancia porque los republicanos esperaban refuerzos procedentes de Madrid a través de un tren blindado, que nunca llegó a entrar en acción y dejó desamparada la defensa de la plaza.
—El enemigo no va a sostenerse mucho más…—presagiaba Castejón.
—Así es, mi comandante —ratificaba un sargento—. Confiaban en tener los apoyos del tren que fue interceptado por los nuestros.
—Los que aún aguantan son muy pocos. Ya puedes irte y decir a Tella que, al menos aquí, es pan comido. Una hora, o menos —calculó el comandante el tiempo aproximado en continuar el avance.
La siguiente línea defensiva republicana, con parapetos y alambradas, se había montado en el kilómetro 117 de la Carretera de Extremadura. Aquí se aguantó el embate de Tella, hasta que comenzó a extenderse el macutazo en líneas republicanas de que los moros habían rodeado Talavera. Sin embargo, no era del todo cierto. La verdad fue que los marroquíes llegaban a la ciudad por los distintos caminos que comunicaban el centro con las huertas, arrasando con todo lo que pillaban a su paso. En su huida, algunos milicianos retrocedieron en desbandada hasta el Convento de Santo Domingo, donde se refugiaron sin el consentimiento de las monjas. Estas religiosas tampoco quisieron abrir a los moros que perseguían al aterrado enemigo que no sabía dónde ocultarse.
—Ser soldaditos nacional, ¡abran puerta o nosotros romper! —exigió un marroquí—. No matar a rojos, jurar paisa.
—Esta es la casa de Dios —contestaba una monja tras la mirilla.
—Del Dios Alá, abrir puerta en minuto —los moros esperaron un minuto y luego derribaron la puerta.
A la media hora, no más, un moro mostraba a las aterradas monjitas el contenido de un pañuelo mugriento que sujetaba con ambas manos: tres alianzas y cuatro dientes de oro, dinero nacional y republicano, tres relojes de pulsera, una cadena de plata, tres librillos de papel de liar y varios paquetes de cigarrillos.
—Ser regalo de Dios —guiñó el ojo el moro, mientras reía con la boca abierta, exhibiendo su dentadura con todos los dientes blancos como la cal.
—Dios os castigará —acertó a decir la hermana de mayor edad.
—¿Tienes pisetas nacionales buenas? Si tienes, paisa cambiar por este tisoro. Yo hago a ti favor, mucho grande.
Ante el silencio de las religiosas, el moro lo piensa un momento y luego se encoge de hombros, se pone un cigarro en la boca y lo enciende con un fósforo que sacó de una cajita con la bandera republicana. Después, se enfilaron a la céntrica calle Carnicerías y allí continuaron matando a gente, entre ellas a un grupo de segadores gallegos que casualmente habían llegado meses atrás para trabajar.
Pronto cundió el desánimo y otras unidades penetraron en Talavera por la Puerta de Cuartos y por la calle Olivares, hasta llegar a la Plaza del Pan y al ayuntamiento. De su balcón se retiró la bandera republicana y fue sustituida por la enseña roja y gualda que había sido adoptada como oficial en Sevilla, semanas atrás. Los hombres de Castejón se encontraron con sus compañeros del resto de agrupaciones y tomaron un gran botín de víveres y munición en la estación de ferrocarril.
La ciudad quedó completamente dominada y muchos de sus defensores, que no pudieron huir, fueron pasados por las armas. Los últimos en ser reducidos serían un grupo de unos veinte milicianos que defendían el Vivero —un almacén de obras públicas que había al otro lado del río Tajo—. Se percataron tarde de la situación que les había sobrevenido en tan solo unas horas, justo cuando ya se encontraban rodeados por los moros de Castejón que acabaron con sus vidas.
Una gran parte de la población civil comenzó a marcharse en dirección a Madrid y a Toledo. El comité de la ciudad había organizado un plan de evacuación que se puso en práctica el día 2 de septiembre. Consistía en transportar a la población en una serie de vehículos —camiones y coches anteriormente requisados— que comenzaron a salir en dirección Madrid, desde la cañada de Alfares; junto con dos trenes que llevaban estacionados unos días. Con anterioridad, las autoridades republicanas engañaron a la población haciéndola creer que el enemigo estaba siendo vencido y que era imposible que entraran en Talavera. Todo ello provocó que mucha gente aguardara hasta el último momento —hasta prácticamente escuchar los primeros disparos por las calles— para huir a una zona más segura.
Una gran marea humana se deslizaba por caminos y carreteras. A partir de entonces, la desbanda de vecinos y milicianos —todos mezclados— era masiva y muy arriesgada. La huida fue lenta porque al llegar al puente sobre el río Alberche se produjo un embudo. Cientos de civiles aterrados, soldados en fuga, oficiales y suboficiales que se arrancaban los galones por si caían prisioneros. Uno de ellos llevaba un vendaje improvisado, en torno a la cabeza, por el que goteaba sangre que le manchaba la camisa. Mientras tanto, los aviones rebeldes planeaban por el cielo ametrallando el rosario de evadidos, que a veces quedaba cortado por las ráfagas de plomo, como cuando se corta de un pisotón la procesión de un hormiguero.
A las catorce horas, el coronel Salafranca y los oficiales de su Estado Mayor cruzaron el puente, dando por perdida así la ciudad. Sin embargo, aún pretendía aquel crear una nueva línea defensiva al otro lado del río Alberche con hombres que aún conservaban la disciplina. Pero pronto comprobó que la mayoría de sus combatientes huían atemorizados, camuflados entre la población para no ser identificados por sus superiores.
—¡Me voy a cagar en vuestra puta madre!, ¡así no se puede ganar una guerra, joder! —gritaba un sargento subido en la caja de una camioneta.
—¡Daos prisa, venga! —ignoraba un anciano los insultos del sargento, y animaba a su familia a seguir andando detrás de una mula cargada de bultos.
—¡Cobardes!, ¿dónde vais?, los aviones fascistas os van a matar como a hormiguitas que huyen de su hormiguero.
—¡Vamos, venga!…¡Corred más! —el anciano quería alejar a su familia, cuanto antes, de aquella ratonera.
Algunos huidos dudaban entre seguir o quedarse quietos. Otros solventaron su duda alzando sus armas y dando vivas a la República. Sin embargo, Salafranca puso su atención en unos milicianos que llegaban huyendo desde el otro lado Talavera, mezclados con mujeres y niños. Traían fusiles, pero corrían desesperados. Una niña, de apenas ocho años, había visto morir a sus padres y viajaba sola, llorando sin parar y sin que se dejara consolar por nadie.
—Así no podréis llegar hasta Madrid —les dijo Salafranca con cordialidad—. Es mejor que las mujeres y niños viajen juntos, y los hombres que sepan disparar nos acompañen a nosotros.
A la vista de todo ello, tomó un vehículo que lo llevó hasta Santa Olalla, junto a la niña abandonada que pronto dejaría de llorar. Aquí, el militar se puso en contacto con el ministro de la Guerra, quien se desplazó a esta localidad para acordar formar allí otra gran línea defensiva.
—¿Cuál es su opinión? —preguntó Largo Caballero mientras tomaba un bocadillo en el Café Galvez, reunidos con los mandos republicanos.
—Que debemos seguir conteniendo, en la medida de lo posible, el avance sobre Madrid —respondió Asensio Torrado—. Debemos confiar en la ayuda prometida por Rusia.
—De esa misma opinión soy yo también —dijo Salafranca.
—Y yo…
—Y yo también…—afirmaron todos, de uno en uno, mirando a los ojos azules del ministro marxista.
Ese flujo y reflujo de marea humana era lo que de la guerra se veía desde Madrid. De toda la España republicana llegaban a la capital millares y millares de hombres y mujeres huidos para combatir al golpe militar. Los trenes militares volcaban día tras día sobre la capital masas de voluntarios en todos los rincones de la Península. Muchos de ellos llegaban casi desnudos y armados con viejas escopetas, eran hombres de campo, duros y secos como un sarmiento, que por primera vez saciaban en los cuarteles su hambre milenaria.
La lucha contra el fascismo, predicada por villas y aldeas como se predicaba la guerra santa en los burgos medievales, levantaba a la masa del pueblo y lo lanzaba en oleadas gigantescas sobre el frente. Pero sin ninguna eficacia. La punta de acero de las vanguardias rebeldes clavaba fácilmente sobre aquel amasijo de voluntades fervorosas e indisciplinadas que chocaban con la técnica profesional del ejército sublevado. El pueblo no sabía hacer la guerra y estaba condenado de antemano al fracaso. El improvisado ejército del pueblo no tenía la misma preparación que su enemigo. Y por si fuera poco, alemanes e italianos estaban probando su armamento, calentando motores y ultimando preparativos en nuestro suelo para años después invadir a Europa.
Aun así, el ejército sublevado necesitó más de tres semanas para recorrer la distancia de 54 kilómetros que unen las poblaciones de Talavera y Torrijos. El avance era imparable porque Franco ya tenía como aliados a Alemania e Italia, y los regulares conocían mejor su oficio de militar que las desarrapadas fuerzas republicanas. Sin embargo, la expedición militar perdería rapidez porque el enemigo se organizó mejor, con la finalidad de ganar tiempo para defender Madrid con mayores recursos. El general republicano Asensio Torrado reclamó refuerzos para evitar el avance imparable sobre la capital. En su ayuda llegaron varias compañías de Acero, al mando del oficial de milicias comunistas, Enrique Líster Forján y el batallón de la Victoria. En la localidad de Cazalegas se encontraron con sus compañeros milicianos del batallón Otumbra y varías compañía de Guardias de Asalto: entre todos resistieron los reiterados empujes del 1º Tabor de Tetuán durante toda la mañana del 11 de septiembre. Sin embargo, al siguiente día, otro tabor de Alhucemas al frente del comandante Mizzian tomó Cazalegas.
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