Teodoro Sacristán. La Quinta Columna.
Un texto aislado de la novela Una memoria sin rencor.
Ahora, el hijo de Quintín Sacristán, el otorrino santaolallero rememoraba aquellos días de 1937 en Madrid, a la que había llegado hacía tan solo once días. Sin embargo, ya conocía bien el frio de Madrid que martirizaba la ciudad en el invierno, bajando desde las nieves del Guadarrama hasta el Retiro; muy cerca de su casa.
Desde los últimos pisos del centro, los adictos de los rebeldes, bautizados ellos mismos como la Quinta Columna, que estaban escondidos en los lugares más recónditos tras la derrota en el Cuartel de la Montaña se habían envalentonado ante la anunciada caída de la capital.
—¿Tú vivías entonces donde ahora?
—Sí, en el barrio de Salamanca. Desde mi azotea vi como disparaban a los transeúntes que corrían despavoridos del fuego de la aviación nacional, incluso arrojaban bombas de mano a la calle. Eran actos de sabotaje en la retaguardia y tuvieron que crear el Servicio de Inteligencia Militar para recabar información y vigilar los balcones.
—Pero, ¿los quintacolumnistas disparaban a cualquier hora del día?
—No, solo durante los bombardeos, en la confusión del ruido y del fuego.
—Estaríais todos acojonados, los nacionales tirando bombas desde el cielo y sus francotiradores desde las azoteas.
—Recuerdo que una noche, mientras dormía en mi casa de la actual calle General Pardiñas algún quintacolumnista debía estar en su bohardilla mandando señales con una linterna eléctrica a otros que estaban por Atocha.
El médico relató con mucho detalle la detención de aquel quintacolumnista. La portera del portal abrió la puerta a unos milicianos que habían detectado la lucecita desde otra azotea y les entregó las llaves de la vivienda de aquel vecino. Solo había una puerta por rellano y es posible que ninguno de aquellos pisos bajara de los doscientos metros cuadrados. La puerta del ático quedaba al final de un pequeño pasillo y los milicianos la abrieron con sigilo. La puerta daba a una sala grande lujosamente amueblada y una enorme estantería con libros. La terraza que comunicaba con la azotea estaba abierta y por ella se colaba una brisa fresca que arrastraba el olor a humedad de los tejados del barrio de Salamanca. La jungla de tejados, torres, depósitos de agua, pararrayos y chimeneas crecía en todas direcciones. El quintocolumnista sintió la pieza de metal frio en la nuca y escuchó el chasquido metálico de un revólver al tensarse el percutor, alzó las manos, tiró la linterna al vacío y no dijo una palabra más.
—¿Me va a llevar usted ahora a la casa donde aquella luz le hace señales intermitentes? —musitó un miliciano muy cerca del oído del detenido.
Teodoro tenía su gin tonic a medias y tomo el vaso con una mano temblorosa cuyos huesos estaban forrados por aquel pellejo cetrino, salpicado de manchas negras, que solo daba el paso de los años. Se recreaba en la historia que me estaba contando y yo le seguía escuchando.
—¿Y quién era? —pregunté a Teodoro.
—Un militar jubilado que nunca salía a la calle por miedo a que lo detuvieran y llevaran a una checa —el otorrino seguían dando caladas a su cigarrillo, pero sin tragarse el humo.
—¿Era amigo vuestro?
—Sí, era conocido de mi padre. Vivía con su madre y con una sirvienta que siempre iba uniformada de blanco; pero cuando salía a la calle se disfrazaba de miliciana.
—¿Hubo disparos esa noche?
—No, le detuvieron y vi cómo le bajaron por la escalera a culatazos. Le saludé con la mirada y me devolvió el saludo, con la cara desencajada. Pero te puedes imaginar el destino que le dieron al vecino. Ya nunca más nos volvimos a vernos.
—Los madrileños estarías acojonados….
—No, el pueblo no se amedrentó y salieron de sus casas a cavar trincheras, levantar barricadas con sacos terreros y construir parapetos con los adoquines extraídos de la calle.
—¡ El no pasarán, que decían!
—A pesar de todo, los tranvías y carros tirados por mulas seguían circulando, las tiendas seguían a medio gas con su actividad y los milicianos volvían a dormir a sus casas; algunos, cuando volvían del frente desde la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, se tomaban unos vinitos en las tabernas de sus barrios.
—¿Tú irías a comer cocido a Lhardy? —bromee sobre su estatus familiar
—No creas, andábamos todos jodidos porque mis padres seguían huidos fuera de Madrid y yo era un chaval que había paralizado sus estudios por culpa de la guerra.
—Me hubiera gustado ver Madrid en esos meses, pero desde una ventana solo: como los quintacolumnistas —bromeé.
—Todo era un batiburrillo de alborozo y pánico. La capital era una ciudad de disparidades que parecían irracionales, porque había mucha hambre. Sin embargo, y pesar de la cantidad de edificios derribados por las bombas, los días festivos se echaba la gente a la calle a pasear.
—¿Al Retiro?
—Sí, y a la Gran Vía.
—¿Y las bombas?
—Los subterráneos del metro estaban preparados para dar cobijo a miles de personas, para cuando sonaran las alarmas. La euforia desatada por la fe en la victoria durante los primeros meses de la guerra se estaba apagado.
Los monólogos del otorrino sobre su vida en plena guerra eran dignos de grabar —a pesar de los gritos de la partida de mus que el resto de amigos jugaban a tan solo uno metros— y parecían como si los estuviera leyendo en ese momento de sobremesa.
Me contaba que una mañana de enero había salido a pasear después de una noche en vela, incapaz de conciliar el sueño pensando en su familia y en el parón de sus estudios. Sin rumbo fijo, sus pies le llevaron ciudad abajo hasta la fuente de Cibeles: estaba cubierta con una montaña de sacos terreros para protegerla de las bombas, aunque decía que cuando la cubrieron ya le habían causado destrozos en su brazo derecho y nariz y también en el morro de uno de los leones. Después, siguiendo el camino que le marcaban sus sentimientos, se topó con la calle Goya número 6, sede central de las empresas familiares. Aquí se derrumbó del todo porque sobre la fachada seguía aquel cartel, pero ahora cosido a balazos, del que solo quedaba intacto el número de teléfono de las oficinas, el 963. El nombre de Sociedad Constructora aparecía roto por una parte, y Hermanos Sacristán, por otra; ambas partes casi abrasadas por la metralla.
Sin comentarios