REORGANIZACIÓN DEL PARTIDO COMUNISTA.

REORGANIZACIÓN DEL PARTIDO COMUNISTA EN LA PUEBLA DE MONTALBÁN.

 

Capítulo 22 de la novela » Secuelas de una guerra»

            Desde mediados de 1945, en La Puebla de Montalbán hubo un grupo numeroso de personas que decidieron reorganizar el PCE, en pleno contexto de la Segunda Guerra Mundial y como ayuda a la lucha antifranquista en territorio español. Algunos de los integrantes de ese grupo habían tenido contacto con varias de las partidas de guerrilleros pertenecientes a la Agrupación Guerrillera del Centro cuya presencia se extendía por los montes de Toledo. Junto a esto, se le unía también que habían estado presos y condenados por adhesión a la rebelión y por sus ideales políticos; debido a ello, y al contacto mantenido con otros dirigentes del PCE, les sirvió para seguir con su pertenencia a la principal organización opositora al régimen. Y una vez en libertad, constituir pequeños grupos de militantes cuya misión era extender y desarrollar las políticas y acciones planeadas por su partido.

El lugar de reunión de gran parte de los integrantes del grupo de La Puebla de Montalbán era una taberna propiedad de Julián Pantoja. La idea era organizar un pequeño comité en esta localidad toledana, para ayudar a los compañeros presos y a sus familias con una pequeña cuota mensual consistente en 2 pesetas y 50 céntimos, repartir propaganda comunista clandestina, extender la organización a otros pueblos toledanos e incluso si era posible organizar una pequeña agrupación de la Juventud Comunista Unificada (JSU).

El comité local del PCE pueblano estuvo formado por una secretaría más de las que normalmente se componía la estructura interna de una organización comunista. Mariano París fue nombrado secretario general, Juan García ocupó el puesto de secretario de organización, la secretaría de agitación y propaganda recayó en la persona de Julián Pantoja y Justino de la Concepción sería el secretario de finanzas. Aprovechando que Mariano y otros vecinos trabajaban en la finca Alcubillete, el comité fue aumentando con militantes y simpatizantes: llegando a ser cerca de treinta, entre los jornaleros del campo que trabajaban en dicha finca y algunos vecinos del pueblo. La ayuda económica era fundamental para los presos políticos y sus familias ante la situación de represión y miseria en la que se encontraban. La dictadura franquista quiso eliminar cualquier tipo de resistencia y de oposición hacia el nuevo régimen instaurado. Entre los derrotados de una Guerra Civil dramática y cruel, miles de republicanos tuvieron que exiliarse y otros fueron detenidos, encarcelados e incluso fusilados. Estos procedimientos fueron determinantes en la desarticulación de las bases sociales y de cualquier ideología y política que no fuera la de los vencedores. La gente, ante la situación de penuria y hambre quedó, en muchos casos, rápidamente desideologizada, pensando únicamente en sobrevivir.

En la Puebla de Montalbán se organizaron varios grupos de cotizantes que pagaban más de 300 pesetas mensuales, siendo Justino el responsable de recaudarlas y el dinero era entregado al Comité Provincial del PCE en Talavera de la Reina, organismo superior del que dependía la organización de La Puebla. Una de las principales secretarías a las que el PCE otorgó más importancia fue la de agitación y propaganda y a los impresores y personal dedicado a las actividades de propaganda, les dedicaron mucho esfuerzo para esconderlos y para su salvaguardia. A la ciudad talaverana acudía un miembro del comité para recoger propaganda clandestina consistente en el periódico Mundo Obrero (casi cuarenta ejemplares cada vez que iba), manifiestos de la UGT y otros folletos y documentos clandestinos comunistas. Las instrucciones recibidas eran repartir la propaganda entre los camaradas y que una vez leída podría ser difundida a otros comités cercanos. Estos fueron creados en localidades como Ocaña, Dos Barrios, Olías del Rey, Mocejón e incluso Toledo capital y también tuvieron contacto con la organización de Aranjuez.

Las proposiciones de Justino fueron aceptadas aquel día por unanimidad y, después de un largo silencio, se afanaron en limpiar en unos minutos una fuente de conejo guisado. Aquello no era comer, sino devorar. No quedaron ni migas. Por último, se pasaron la bota de vino y encendieron los cigarrillos con que les obsequió Pantoja, el tabernero.

—Con dinero es posible hacer cosas —insistía Justino a los miembros del comité de enlace—. No podemos ir cada uno a nuestro avío, tenemos que estar unidos…

Hizo una pausa para obtener el asentimiento tácito de sus compañeros y prosiguió:

—El objetivo ahora para nosotros es trabajar para el partido sin que nadie se entere. Los chivatos son los que nos pierden. El otro día, sin ir más lejos, se presentó una pareja de la guardia civil en mi casa con la orden de registrarla. Por suerte, no encontraron nada y se fueron con el rabo entre las piernas. Todo ello vino de un chivatazo.

—Bueno —dijo otro—, a veces no se trata de chivatos; ya nos tienen muy fichados.

—Quieres decir que no hay forma de evitar que nos coja el toro, ¿no? —replicó Justino.

—Más o menos. Mientras no afloje un poco el nudo la Guardia Civil, nuestra vida dependerá de un hilo.

Una de las premisas dentro de los aparatos directivos del PCE en la clandestinidad era evitar la presencia de soplones y confidentes en el interior de las células y grupos. El franquismo articuló un sistema estructurado de infiltración en el organigrama interno de la organización comunista española para que algunos militantes pudieran estar al servicio de las fuerzas del orden del régimen. Esa red paralela de informadores y delatores obtuvo grandes resultados con la detención de muchos opositores antifranquistas. Esto generó desconfianza y recelo entre los comunistas que no eran detenidos, un miedo a caer en las garras de la policía, de la Guardia Civil y de la Falange.

Tras estar casi dos años realizando actividades clandestinas contra el régimen franquista sin ser descubiertos, debido a varias detenciones de algunos grupos clandestinos realizadas en Madrid y en Talavera de la Reina y de un chivatazo producido en la localidad pueblana, entre el 26 y el 30 de abril de 1947, varios miembros de la Brigada Político Social al mando de un inspector de policía llegados desde Madrid y con la ayuda de algunos guardias civiles, hicieron acto de presencia en La Puebla de Montalbán. Las fuerzas del orden llegaron en tres camiones y se llevaron detenidos a todos los miembros del comité a la comisaría de policía de Toledo. Iban esposados de dos en dos, montándose un buen revuelo en la plaza de la localidad. Una vez llegados a la capital toledana les tomaron una rápida declaración, la cual fue firmada por cada uno de los detenidos.

El mecanógrafo comenzó a escribir en su vieja Underwood, golpeando con inexperiencia la máquina. Las primeras respuestas de Justino, en presencia del resto de paisanos detenidos, referidas a su nombre y apellidos, fecha y lugar de nacimiento, estado, profesión y demás generalidades, eran contestaciones a preguntas rápidas de un comisario. Tras este breve prólogo, el policía instó a Justino:

—Ahora tú tienes la palabra. Por derecho y claro, ¿entiendes?

Con la alegría temeraria de quien no quería ofender los sentimientos de los camaradas que le oían, más que responder a una indagatoria procesal parecía dictar una relación exculpatoria para ayudar al resto.

—Yo propuse la idea de organizarnos y de constituir la agrupación local del PCE, pero solo para hacer propaganda…

—Así que has sido un propagandista activo, ¿no? —le preguntó el policía.

—Efectivamente, pero yo solo; estos no tenían que ver nada —respondió Justino mirando a sus camaradas.

—Sigue, sigue…

—Recluté a muchos compañeros jornaleros en la finca Alcubillete, donde Franco sigue yendo a cazar muy a menudo. Yo organizaba el grupo de ojeadores…

—¡No me jodas!, ¿tuviste al Generalísimo a tiro de piedra?

—Así es, a menos de cien metros…

El mecanógrafo tuvo que detenerse y repetir varios párrafos porque sus dedos se entumecieron al escribir lo de Franco. Entre tanto, el policía encendió un pitillo e invitó a fumar a Justino, que aceptó sin vacilar. El escribiente hizo un alto para encender el suyo y, por su parte, el resto de detenidos hicieron lo mismo. Pronto se formó alrededor de la lámpara una espesa nube de humo. Era evidente que se había ablandado la tensión y que aquel paréntesis marcaba el principio de una fase de más relajación.

—¡Muy bien, muy bien! Pudiste matar a Franco, ¿eh? —exclamó el agente.

—No, eso no es cierto. Ni pude, ni quise matar a Franco.

—Bien, bien, pero ¿por qué estabas ahí tan cerca del Generalísimo?

—Porque yo era el jefe de la cuadrilla de ojeadores, y ese día íbamos todos a ganar un jornal y, si se podía, echar al morral alguna perdiz de las que morían alicortás.

El comisario se dio por satisfecho y ordenó al mecanógrafo que entregase al juez la copia de la declaración, y le dijo a éste:

—Léeselo despacio, y que lo firme.

Después de concluir la lectura de su declaración, que apenas ocupaba un folio, preguntó:

—¿Estás conforme?

—Completamente.

—Pues firma los dos ejemplares.

—¿Cuándo me vais a fusilar?

El comisario de encogió de hombros.

—Eso depende ya de ti. Antes tendrás que pasar por un consejo de guerra.

—¿Un consejo de guerra?, pero si la guerra ya acabó hace años.

—Sí, pero no te hagas demasiadas ilusiones; aunque no te condenarán a muerte. Ya te lo digo yo…

A continuación, fueron trasladados a la cárcel provincial de Toledo a la espera de la llegada del juez militar especial de los Delitos de Espionaje, Masonería y Comunismo, Enrique Eymar. Las explicaciones fueron tomadas en las dependencias de la comisaría de policía, siendo trasladados desde la cárcel, de la misma manera que subieron a los camiones, de dos en dos y esposados. Las declaraciones ante Eymar fueron rápidas, repitiendo lo que anteriormente habían declarado. Eymar preguntó a Justino sobre la dirección del PCE en Madrid y sus dirigentes, respondiendo el detenido que no sabía nada.

A los tres meses de estar en la prisión provincial de Toledo fueron llevados a la cárcel de Alcalá de Henares, esperando el juicio sumarísimo. Los nuevos inquilinos venían exhaustos, desesperanzados, faltos de todo. Dejaron atrás un infierno para adentrarse en otro. Llegaron señalados como comunistas, que era el peor de los estigmas que podían llevar grabado en sus antecedentes. Sin embargo, poco a poco empezaron de nuevo a forjarse falsas esperanzas. Ellos eran los despojos de la guerra, y otra vez en sus pasillos, en sus galerías, en sus celdas, en sus patios y en sus rincones se cultivó persistentemente el conjunto de verdades y mentiras necesarias para seguir viviendo.

El tribunal militar solía estar presidido por coroneles, los cuales decidían las penas dependiendo del delito que correspondía y según la ley indicada en el Código de Justicia Militar. Las penas podían ser por delitos de auxilio o adhesión a la rebelión o por actividades políticas contra el régimen. Por estas últimas fueron condenados los miembros del grupo de La Puebla, teniendo diversas penas: Justino, Mariano y Juan tuvieron una condena de seis años, como otros miembros del grupo: Pedro Vicente, Florencio Prado y Teodoro Palomino. El resto de los componentes del comité tuvieron penas que iban desde los cinco años hasta la de un año (entre otros, Julián Pantoja, Andrés Ruiz, Luis Morón, etc.) y diversos camaradas fueron absueltos.

Tras conocer esta última sentencia, la risa convulsiva, irrefrenable de Justino dejó atónitos al resto de presos.

—¿Reuniones clandestinas contra el régimen de los vencedores? —se preguntó Justino con ironía.

—Es una acusación gravísima y puede llevarnos a cualquier paredón —dijo otro, muerto de miedo.

—Pero si solo nos han caído seis años, por eso no fusilan a nadie —replicó Justino.

La risa se quebró al fin, disolviéndose en jadeos. Mariano esperó que Justino levantara la cabeza para decirle:

—Bueno hombre —y la voz de Mariano hería con un acento también irónico—, con que te hace gracia, ¿eh?

Los efectos de la risa desaparecieron repentinamente en Justino, que se secó con los puños las lágrimas que le rodaban por la mejilla. Después habló deprisa, atascándose, intentando rebatir a Mariano:

—¿Y cómo quieres que no me ría? Si hasta ayer, como quien dice, hemos tenido un ejército de medio millón de hombres, cañones, tanques y aviones, y nos hemos rendido sin condiciones, ¿cómo quieren que nos reunamos después cuatro pelagatos que no somos nada, que no tenemos ninguna fuerza, ni dinero ni influencia para oponernos a Franco? ¿No comprenden que eso es absurdo?

—Habrán pensado que grano a grano se hace granero… —dijo otro preso.

A medida que hablaba, Justino vio que ganaba terreno. Y siguió:

—Ni siquiera somos militantes destacados. Además, ¡nos han detenido por una puta casualidad, cuando a quien buscaban eran  otros! Buscaban armas y nosotros solo hacíamos propaganda con el Mundo Obrero. Yo no he vuelto a ver una pistola desde la guerra…

—Nos han condenado en un consejo de guerra —recordó Mariano—. Y aún no sabemos quién habrá sido el hijo de puta que nos ha denunciado…

—¿Y qué coño es eso, si no estamos en guerra? —Justino volvió a soltar una carcajada.

—¿Es que no te asusta la muerte?

—Bueno, no sé qué responderte. Si digo que no, podrías tomarlo como una chulería mía y, si digo que sí… No se puede contestar sí o no a secas. Lo único que puedo decirte es que no quisiera morir tan pronto.

A partir de entonces, todo fue a peor. Mientras Justino y sus compañeros seguían en la cárcel, las noticias de Francia no llegaban. La comunicación entre la delegación del PCE en tierras francesas y la dirección clandestina en España era bastante complicada por la situación de represión sistemática del franquismo y por las condiciones de clandestinidad en las que se encontraba la organización comunista española. Las noticias del interior del país eran sacadas por diversos cuadros que pasaban la frontera con informes de las actividades desarrolladas por los distintos comités provinciales y regionales donde había presencia del PCE. En el interior de las cárceles, el partido estaba organizado con direcciones clandestinas que controlaban las acciones desarrolladas por los militantes en los presidios. Aquí se hacía propaganda clandestina recibiendo y sacando las noticias que ocurrían en el exterior y el interior de los recintos carcelarios. Los presos como Justino y sus compañeros tenían que procurar seguir creyendo que algún día les vendría ayuda de fuera. Desde mediados de 1945, el PCE organizó campañas internacionales de solidaridad antifranquistas en muchos países, solicitando la conmutación de la pena de muerte de los condenados, la mejora de la situación de los presos y la vuelta de las libertades democráticas en el país.

La sonrisa de Justino y los suyos no podía ser más triste en la cárcel. Seguían en un humillante silencio. Las noticias que llegaban de la calle herían a los hombres del comité como un soplo letal. Estaban desanimados, perdidos. Se miraban entre sí, interrogantes, enfrentados al absurdo, incapaces aún de comprender lo que acababan de oír a sus familiares.

—Queréis decir —puntualizó Justino— que los de Francia se han negado a ayudarnos, ¿no?

—Eso es. Da vergüenza decirlo, pero debe ser así —dijo otro.

—No me puedo creer que mi amigo Pedro Durán, esté de brazos cruzaos en Francia —insistía Justino—. En vez de huir a Levante, tenía que haber cruzado la frontera con él al acabar la guerra…

Por las puertas de la prisión, en horas clandestinas, remesas de hombres salieron camino de una muerte alevosa. Antes, en sus salas y corredores, se sufrieron angustias mortales; se encendieron esperanzas fallidas; se pasó hambre y frío; se escribieron poemas y cartas de despedida; se cantó en voz baja La Internacional; se hizo proselitismo del PCE y se reclutaron adeptos. Hubo quien entró allí no siendo nada y se convirtió rápidamente en un militante fervoroso del partido. Hubo quien reforzó su fe y quien la perdió, y también quien jugaba a todos los paños y a todos los colores.

 

 

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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