Alfonso XXIII en Toledo.

Relaciones Iglesia-Estado en la comarca de Torrijos.

 2. Las relaciones Iglesia-Estado

            Con la proclamación pacífica de la República, todo el mundo comprendió que ésta era una oportunidad única para transformar España. Las Cortes surgidas de los comicios de junio de 1931 eligieron a Julián Besteiro y a Niceto Alcalá-Zamora, como presidente de las mismas y del Consejo de ministros, respectivamente. Todos comenzaron a elaborar la Constitución, aprobada en diciembre de 1931, que reconocía a la mujer el derecho de sufragio. Los legisladores constitucionales, algunos de los cuales habían estudiado en Alemania, tomaron  de la Constitución de Weimar la noción de un poder presidencial moderador, mucho más necesario en España debido a la falta de Senado. Sin embargo, las discrepancias más importantes para su confección surgieron en lo relativo a las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

El debate sobre el artículo 26, que pedía la disolución de todas las órdenes religiosas que constituyeran un peligro para el  Estado,  fue el primer conflicto grave en la historia de la joven República. Durante más de mil años la Iglesia había sido, aparte de la Monarquía, la institución más poderosa de España. Su derecho a la enseñanza apenas si había sido puesto en duda hasta finales del siglo XIX, y siempre había intervenido en grandes empresas económicas. Sus escuelas de segunda enseñanza eran en 1931 una importante fuente de ingresos. Por todo ello, la aprobación de la  norma citada dio lugar a la primera crisis gubernamental del nuevo régimen y los dos católicos practicantes del Gobierno provisional, Alcalá-Zamora y Maura, presentaron su dimisión.

Durante el primer bienio, los gobiernos de coalición republicano-socialistas pusieron en marcha un extenso catálogo de proyectos reformistas, encaminados a alcanzar una profunda transformación de las estructuras económicas, políticas y culturales, para lograr una más equitativa distribución de los recursos productivos. Algunos de estos cambios pretendían culminar el proceso de separación entre Iglesia y Estado.

Una vez promulgada la Carta Magna, la legislación posterior alcanzó una tonalidad abiertamente secularizadora. En tal sentido, los maestros nacionales recibieron una circular que les prohibía enseñar cualquier doctrina religiosa y les obligaba a retirar los crucifijos de las aulas. También fue disuelta la Compañía de Jesús y los bienes de los jesuitas fueron nacionalizados. Además, se aprobó la Ley de Divorcio y un decreto de secularización de cementerios. En la vista de ello, las derechas señalaron que aquella Constitución no era la suya y que aunarían esfuerzos para lograr su revisión, especialmente en todo lo relacionado con las disposiciones antirreligiosas.

Los primeros actos de hostilidad en Toledo vinieron de la mano del cardenal Segura,  a través de una pastoral que homenajeaba a la extinta Monarquía y se que mostraba contraria al régimen republicano, lo que trajo aparejada su expulsión inmediata de España. En ella, aquel tuvo un recuerdo de gratitud a Alfonso XIII, además de anunciar medidas respecto a una posible incautación de bienes de clero. Sin embargo,  meses después la Compañía de Jesús fue disuelta y sus bienes nacionalizados.

Tal  fue la sorpresa del resultado electoral del 12 de abril de 1931 que el citado cardenal primado de Toledo, el polémico y antirrepublicano Pedro Segura Sáez, no  pudo de cancelar su visita pastoral a Huecas señalada para el 14 de abril de 1931. También es posible que prefiriera pasar ese día en esta localidad, administrando el sacramento de la confirmación a los niños, antes que soportar el griterío de la población  de Toledo proclamando la Segunda República. En la capital, los comercios y establecimientos públicos no abrieron sus puertas y se cantó el Himno de Riego por sus calles. (3)

La intransigencia de Segura provocó que los sectores republicanos más extremistas instaran al Gobierno a seguir con su reformas. Así, en la segunda semana de mayo de 1931, los iconoclastas iniciaron una aberrante movilización violenta que acabo con la quema de conventos y edificios católicos en Madrid. Tanto el PSOE, la UGT y los partidos republicanos de clase media, por anticlericales que fuesen, se unieron en la condena de aquellos incendios. Maura y la prensa gubernamental insistieron, en 1931, que provocadores reaccionarios habían instigado odio y pagado a los verdaderos incendiarios. Pero, no obstante, las pruebas a esta última afirmación fueron siempre circunstanciales, nunca concluyentes. (4)

A la vista de estos graves sucesos, el Gobierno cambió de postura y Alcalá Zamora proclamó el estado de guerra en toda España, dando a Maura autorización para recurrir al ejército en la restauración del orden. Estos acontecimientos significaron un choque tremendo para la clase media española, ya que un mes después de la instauración de la República, el país se vio envuelto en peligrosos problemas de orden público. Un liberal como Salvador Madariaga, apuntó años después que la República hubiera hecho mucho mejor en atraerse a la Iglesia mediante un concordato, que empeñarse en asestarla un golpe mortal. (5)

El eco de todas estas medidas no se hizo esperar en la comarca de Torrijos, siendo Val de Santo Domingo el municipio donde broto la violencia con mayor intensidad. Ocurrió el 15 de mayo de 1932, con motivo de la prohibición de la procesión de San Isidro que, aun así, salió por la calle del pueblo contra la voluntad del cura párroco. Este advirtió a la hermandad organizadora que no asumiría ninguna responsabilidad porque ya había alertado que los ánimos estaban caldeados. Finalmente, todo acabó a pedradas entre   vecinos anticlericales y el derechista Diógenes Aguilera, que hirió de bala a un dirigente socialista local, Pedro  Bargueño.  Pues bien, el primero sería asesinado al inicio de la guerra y el segundo a la terminación de la misma. Aquella disputa, que enfrentaría a ambas familias, marcaría el devenir de sus contendientes hasta el final de sus vidas. (6)

Durante los primeros años del nuevo régimen político, era muy habitual que los Ayuntamiento gobernados por la derecha reflejaran en sus libros de actas municipales textos como este de Alcabón: “Para no quitar una costumbre tan antigua y privar de los sentimientos religiosos al vecindario, se acuerda la celebración de los oficios religiosos en honor de San Pantaleón, el próximo 27 de julio de 1931”. La mayoría de las fiestas populares siguieron vinculadas a celebraciones religiosas, como las romerías o las del día de los santos patronos. Esta circunstancia provocó numerosos conflictos entre los católicos y los sectores laicos y anticlericales.

La única excepción entre las fiestas tradicionales eran los carnavales, que vivieron su época dorada durante el quinquenio republicano, tras las restricciones y la censura de la Dictadura primorriverista que había prohibido los disfraces militares y pasear por la vía pública con caretas. El primer Carnaval propiamente republicano fue en 1932, donde las comparsas hacían referencias al cambio de régimen. Así, las personas de más avanzada edad de Gerindote recordaban la mofa del entierro de Gil Robles, en el que los hombres vestidos con túnicas moradas, usadas en Semana Santa, llevaban en mano los misales de la Iglesia, y las mujeres iban enlutadas, con la cara tapada. Era, en definitiva, una fiesta popular, pagana y subversiva por antonomasia, donde las connotaciones anticlericales fueron numerosas.

Por su parte, las medidas laicizadoras tuvieron una nueva derivación en los acuerdos  tomados por los Ayuntamientos, y estuvieron dirigidas a gravar con impuestos las procesiones públicas, exigir autorización del alcalde para la celebración de entierros católicos, retirar las imágenes de las fachadas o incautar edificios religiosos y restringir el toque de campanas. También los desfiles procesionales tenían que ser autorizados por el Gobernador, se quitó el crucifijo de las escuelas y se eliminaron símbolos y nombres religiosos de las vías públicas.

En general, las citadas prohibiciones exacerbaron a gran parte de la población, como ocurrió en La Puebla de Montalbán. Aquí, ya en agosto de 1931, la Corporación comenzó las gestiones necesarias para averiguar la titularidad de un solar contiguo al cementerio, sobre el que había construida una ermita que amenazaba ruina y se pretendía su demolición. También, los órganos municipales se interesaron por la propiedad de la Torre de San Miguel para hacer tributar a sus dueños por el toque de campanas. (7) En esta misma localidad,  el 10 de enero de 1932, salieron a pública subasta imágenes religiosas que fueron rematadas, a buen precio, por varios vecinos. Habría que esperar a 1938 para  ver reintegradas dichas obras de arte al Ayuntamiento, previa devolución del dinero satisfecho en su día. (8)

Uno los primeros acuerdos municipales de la Corporación torrijeña, presidida por el médico Rivera Cebolla, de Izquierda Republica, sirvió para adherirse a la propuesta del Ayuntamiento de Toledo y Gijón con el fin de expulsar de España a la Compañía de Jesús. En este pleno  se sometió a votación “que los signos religiosos que se hallaban colocados en el salón de actos, secretaria y otras dependencias fueran retirados”. Además, el concejal Casado, artífice de la anterior moción, propuso que “un lienzo del Santísimo Cristo de la Sangre, se subastara y con su dinero dar jornales a los obreros más necesitados”. Pero al final, gracias a la intervención del señor Cebolla, se votó a favor de no pujar por el valioso cuadro, adoptándose la medida de que todos los signos religiosos se almacenaran en otras dependencias.

Todos sabían que Rivera Cebolla  no mantenía malas relaciones con la Iglesia, a pesar de la citada reseña de solidaridad con el Ayuntamiento de la capital. Prueba de este cordial y recíproco respeto es la buena opinión que el Arzobispado de Toledo tenía sobre el primer edil de Torrijos. Así, en julio de 1932, el periódico provincial El Castellano, editado por la Iglesia, pronto olvidó dicha adhesión contra la referida orden religiosa. El director del rotativo, en un artículo que ocupaba parte de su portada, dedicó todo tipo de alabanzas a alcalde. El periodista intentaba apoyarle, independientemente de sus discrepancias ideológicas, para que revocara su decisión de presentar la dimisión como primer edil de la villa. El periódico proclamaba que era un mandatario muy pacificador y que Torrijos había vivido en paz, bajo su gobierno, en el primer año de Republica. (9)

Fotografía, archivo Rodríguez. Alfonso XIII y cardenal Segura en Toledo.

 

1.-JACKSON, Gabriel: La República Española y la Guerra Civil, Biblioteca Histórica de España, Madrid, 2006, pp. 87

2. Ibidem

(3)FÉLIX GARCÍA, Roberto: Segunda República y Guerra Civil en Huecas, autoedición, página 7 y ss

(4)El Sol, 14 de mayo de 1931, y también un reportaje del 16 de junio de un discurso de Miguel Maura en Zamora.

(5)MADARIAGA, Salvador: Españoles de mi tiempo, Planeta, Barcelona, 1973, pp. 171 y ss.

(6)MORALES GUTIÉRREZ, Juan Antonio: Segunda República y Guerra Civil en la comarca de Torrijos, Toledo, Autoedición, 2006, pp. 31 y ss.

(7)MARTÍN DÍAZ-GUERRA, Alfonso; La Segunda República y Guerra Civil en La Puebla de Montalbán, Ayuntamiento de la Puebla de Montlabán, Toledo, 2005,  página 74.

(8)Ibidem

(9)MORALES GUTIÉRREZ, Juan Antonio; MORALES PÉREZ, Belén: Torrijos 1931-1944. La Guerra Civil, Toledo, Autoedición, 2012, pp. 11-13.

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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