MATANZA DE PARACUELLOS DEL JARAMA

MATANZA DE PARACUELLOS DEL JARAMA

Capítulo 4 de la novela «Secuelas de una guerra»

 

A primeros de noviembre de 1936, al regresar de una de aquellas visitas a la Modelo, María llegó andando al número 12 de la calle Princesa para desahogar sus penas con Sara, quien se había quedado encargada de la casa tras la marcha de Pepe a Portugal. La criada estaba vigilante en uno de los ventanales del salón, manoseando el rosario, y movía los labios en un rezo taciturno. Es lo que solía hacer cuando su marido no llegaba a la hora de la comida. Se oyó la sirena de una ambulancia que se acercaba desde la Plaza de España. Según estaban las cosas, todo era posible en Madrid. Olía a guiso de garbanzos, ya sin chorizo, ni magro, ni aceite y con una pizca de sal para darle algo de gusto. La vida en la casa de los Díaz-Prieto transcurría con toda normalidad en su ausencia; con toda la normalidad que se podía esperar en un entorno de guerra y supervivencia. Desde su huida a Estoril solo habían llamado en cuatro ocasiones, llamadas telefónicas contestadas por Sara o su marido y de las que no había dado información alguna sobre el paradero del hermano de la viuda duquesa de Santoña.

El bien vestir de la burguesía madrileña había desaparecido por completo, manteniéndose un ropaje discreto, ya que lo contrario suponía, como mínimo, levantar sospecha. No solo escaseaba la comida, sino cualquier tipo de producto. Todavía se encontraba carbón y leña para encender las cocinas, pero el frio del otoño se advertía ya en sus días grises y frescos de lluvia. El abastecimiento de mercancías a la ciudad llegaba con cuentagotas, y la prioridad era alimentar a las tropas. Apenas había leche, aceite, pan o azúcar. Lo que más abundaba eran lentejas y garbanzos. Por otro lado, el Auxilio Rojo funcionaba con cierta dificultad; mujeres y hombres dedicaban sus esfuerzos a atender a los huérfanos que ya empezaban a multiplicarse, desatendidos, con sus padres muertos o desaparecidos. Al amanecer o al caer la noche, los Junkers alemanes sobrevolaban el cielo de Madrid dejando caer sus bombas, cada vez más eficaces y potentes; por ello, se prohibió circular con automóvil por la calle a partir de cierta hora. Hubo, incluso, que utilizar velas cuando comenzaron a hacerse cada vez más habituales los cortes de luz y las restricciones de agua.

Aquella mañana, el sol regalaba unos rayos ya casi olvidados por varios días seguidos de lluvia y biruji otoñal. En estas elucubraciones estaba Sara, hasta que se oyeron pasos en la escalera. Era mediodía cuando el timbre repiqueteó con persistencia. María se presentó envuelta en sudor, tragándose la furia que sentía al ver la humillación a la que estaban sometiendo a su marido. Sara abrió la puerta y se echó a un lado para dejarle libre el paso.

—¡Vaya, Maria!, ¡cuánto bueno por aquí!

María entró desenfrenada, pálida, con los ojos desorbitados, con mano en el pecho apretando los latidos del corazón. Recorrió nerviosa el largo pasillo, sin mirar. Después se dio la vuelta, volviendo al recibidor, y se fundieron en un abrazo. Apenas hubo palabras. Lloró de dolor, para luego llegar a una extraña sensación de esperanza al escuchar a Sara. Agradeció la calidez de la casa y el olor a puchero. La mujer de Pedro contó, deshecha en lágrimas, que su marido llevaba desde mediados de septiembre encarcelado con Salmón y Vinader, y estaba sufriendo mucho.

—Ten fe, María, dicen que Franco está cerca y entrará pronto en Madrid. Tu marido quedará en libertad y todo habrá sido un mal sueño.

—Dios te oiga, Sara, y la Virgen Santa. Esta ciudad no va a soportar más esta situación. Te lo digo yo, esto tiene que acabar pronto, con los unos o con los otros, pero acabará pronto.

—¿Y qué más podemos hacer?

—No lo sé, pero yo estoy acoquinadita, lo que se dice acoquinadita…

—¡Levanta ese espíritu mujer, y ten confianza!, dentro de unos días todos estos energúmenos pagarán lo que están haciendo con tu marido.

Y, ciertamente, todo parecía perdido para la República. Las tropas de Franco estaban ya a las puertas de la capital, a unos pasos. El pánico se había apoderado de la población de Madrid, atemorizada desde el 23 de octubre por los bombardeos aéreos de los franquistas, y las noticias que llegaban de las atrocidades cometidas por los rebeldes. Y lo acrecentaba aún más los huidos llegados diariamente de los pueblos, en desbandada, ante el implacable avance de los sublevados.

Las horas fueron transcurriendo lentas, mientras María se dejaba mecer por las palabras alentadoras de Sara. La empleada de Pepe se sentó en el borde del sillón, con las manos sobre las rodillas, intentando consolar a María.

—Hija, te duermes en cualquier postura —dijo Sara al poco rato—. Anda, despabila.

María despertó sobresaltada tras un breve sueño. Abrió los ojos y vio la cara preocupada de Sara. Ni siquiera se había quitado los zapatos y aún desprendía olor a sudor. Hasta entonces, el silencio se respiraba en el entorno velado del salón; parecía un escenario de figuras de cera, con dos mujeres envueltas en la penumbra, inmóviles, a la espera.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, sí… ¿por qué? ¿Qué ocurre? —dijo asustada María.

—Hablábamos de que Pedro se arriesgó demasiado…

—No tuvimos más remedio que ocultar a aquel señor —explicó María—. Pero no porque fuera ministro, que nosotros no lo sabíamos, sino porque era persona. ¡Hubiéramos tapado al mismo Largo Caballero para evitar su muerte! Somos muy católicos.

—Lo entiendo —dijo Sara.

—No conocí al señor Salmón, hasta el día que se llevaron a los señores y a mi marido. ¡No le había visto en la vida! —reconoció María con vehemencia—. Estaba escondido como un conejo en su madriguera. Mi marido sí le conocía, pero yo no. Sabía por mi marido que era un señor de pies a cabeza, guapo, católico…

—Pobrecito.

—Mi marido decía que era tan educado, tan fino…, y ahora revuelto en la cárcel con esa gente que no hará más que gritar y empujar…

Tuvo que admitir que Pedro se había arriesgado demasiado al esconder en su portería a aquel famoso ministro de la CEDA con apellido de pescado. Después, comenzaron a barajar posibles desenlaces de aquella situación. Sara no se quedó muy conforme porque sabía del mal carácter de María, y más con todos los acontecimientos que estaban ocurriendo, que la hacían todavía más irascible y antipática.

—En las cárceles de Madrid, hay miles de patriotas como tu marido; seguro que hacen un motín. Si Franco entra por la Ciudad Universitaria seremos los primeros en enterarnos.

—¿Y, si les matan antes?

—Ya, ¿y cómo?

—Como a conejos…

María intentaba controlar su desolación, que se hubiera desbordado de haber sabido que, en esos mismos momentos, para colmo, el Gobierno iba a abandonar Madrid a su suerte. ¿Huida? ¿Retirada táctica? Largo Caballero no dudaba de la absoluta necesidad de poner el Gobierno a salvo, y desde la formación del nuevo Ejecutivo, el 4 de noviembre de 1936, con participación ya de los anarquistas, se trabajó para que el traslado a Valencia pudiera hacerse.

En los primeros días de aquel mes de noviembre de principios de la guerra, las tropas franquistas avanzaban desde Toledo, llegando prácticamente a las afueras de Madrid. Tras la ocupación de la línea de Móstoles-Villaviciosa de Odón, el Ejército de la República se desplomó. El general Mola anunció, desde radio Ávila, que 150.000 hombres participarían en la toma de Madrid, y en esos momentos aviones italianos dejaron caer sobre las calles madrileñas miles de octavillas que rezaban: “¡Madrid está cercado! ¡Habitantes de Madrid! La resistencia es inútil. Ayudad a nuestras tropas a tomar la ciudad. Si no lo hacéis, la Aviación Nacional la borrará del mapa”.

Aunque Madrid no estaba cercada, los franquistas sí dominaban ya los accesos sur de la ciudad. Cuando Getafe cayó el 4 de noviembre, el general Varela aseguró a los periodistas extranjeros que Madrid sería tomada aquella misma semana. Casi nadie dudaba de ello, y menos el Gobierno. El pánico que se apoderó de la capital fue tremendo, y mucha gente hizo lo posible por salir cuanto antes. ¿Cómo se podía prever entonces el “milagro” que se produciría unos días después? ¿A quién se le hubiera ocurrido pensar que Madrid resistiría todavía veintiocho meses?

Los cuatro ministros de la CNT eran totalmente contrarios al traslado a Levante; pero los demás apoyaron a Largo, que amenazó con dimitir si no se acataba su decisión; y se salió inevitablemente con la suya. La decisión de abandonar Madrid se tomó en la tarde de ese día.

—Si los anarquistas y comunistas se oponen, ¡dimito!

Volvió a caer el silencio sobre la reunión. Un ministro sacó entonces su petaca de piel y se la ofreció a otro quien, después de servirse tabaco, se la pasó a otro, y así fue pasando por casi todas las manos. El manejo de liar un cigarrillo rompió la tensión. Cuando al final de la ronda, el primero recogió su petaca dijo, sin énfasis, resignadamente:

—Habrá que convencerlos.

El resto de hombres le miraban, pero él parecía atento tan solo a la tarea de envolver el tabaco en el papel de fumar, que realiza pausadamente. Lo enrollaba con los dedos, estiraba luego el cigarrillo, lo retocaba, comprimía uno de los extremos y cerraba el otro con la uña del dedo meñique.

—Es muy grave, que el Presidente de la República y el Gobierno caigan en poder de los facciosos.

—En ese caso, se daría por terminada la guerra.

—¡Claro!, la guerra no la hacemos solo en Madrid, sino en toda España.

—Desde Valencia se podrá atender a las necesidades de los frentes.

—Pero en el camino hacía Valencia encontraremos muchos obstáculos —dijo un comunista—. Además, crearíamos con la marcha un pánico muy grande en la población de Madrid.

El problema que debatían Sara y María, ya había sido puesto sobre el tapete gubernamental. Horas después, en algún despacho ministerial de Madrid, alguien tomó asiento, se desabrochó el abrigo y, tras dejar el sombrero en una percha, se desprendió de la calidez de la bufanda. Mientras se acomodaba, otros cinco hombres bien trajeados, y otros dos uniformados, se disponían a celebrar otra reunión con poco entusiasmo.

—A ver, por dónde empezamos —rompió a hablar el del sombrero.

—¿Qué va a ser de los detenidos? —preguntaba un miembro del Gobierno.

—Todo llegará a su tiempo —respondía otro—. Son ocho mil personas. Una gran columna fascista para Franco…

—Si entra en Madrid…

—Entrará, no lo dudes. Hemos perdido, señores.

Cuando el Gobierno huyó, había en Madrid un vacío de poder total. Galarza, ministro de la Gobernación, fue el primero en salir de la capital rumbo a Valencia. Y, desde luego, el Gobierno, antes de abandonar Madrid, no hizo nada por resolver el problema de los presos políticos, que dejó en manos de quién sabe.

—Para ocho mil personas hace falta muchísimo transporte, escolta, una verdadera organización, ¿dónde hacerse con ello en un momento así? —dijo un dirigente comunista.

—Y con tantas prisas…—respondió otro del mismo partido.

—No hay porque evacuar a los ocho mil, entre los que hay mucha gente inofensiva, mucha morralla.

—Queda todavía un remedio, dijo uno.

—¿Sí? ¿Cuál?

—Hacer lo mismo que hicieron los fascistas en Badajoz en el pasado mes de agosto…

—Podría ser —asintió otro, con desilusión en los ojos —. Los fascistas suelen hacer eso. Pero hasta ahí no llego yo. Prefiero renunciar y…renuncio en este momento: todo esto es como una fruta podrida y yo no quiero morderla.

—Dimitir es la salida más fácil y si todos hacemos lo mismo, camarada, ¿quién cojones toma la decisión? —respondió el que propuso lo de Badajoz.

Tanto Sara como María ignoraban que las nuevas autoridades de Madrid iban a proceder, inmediatamente, a una evacuación de presos de las cárceles de San Antón y la Modelo. El 6 de noviembre los milicianos de esta última estaban muy excitados porque había caído una granada enemiga dentro del recinto, causando varios muertos. Los franquistas ya estaban por la Casa de Campo y los milicianos nerviosos.

El viernes 6 de noviembre de 1936 se vivió un tenso ambiente en la capital, por la sensación o certeza de la inminente entrada de las tropas de Franco, agravado por la huida del gobierno de la República a Valencia dejando Madrid a su suerte. En la Modelo el aire se había contaminado de miedo y de odio. Las miradas eran de temor y por las galerías se oían en silencio nuevos rumores y murmuraciones. Aquel día hubo un suicidio y los charcos de sangre todavía estaban frescos en mitad de una celda; eran días de guerra y muy pocos pedirían explicaciones de alguien que ni siquiera tenía nombre, porque le habían despojado de su identidad rota el día que entró.

Pedro Rivera oyó un bombazo y después un griterío que procedía de la planta de abajo. Salió de su celda y, como todos los demás, se asomó al hueco central para ver qué ocurría. Las voces que alertaban de la llegada de las tropas franquistas llegaban acompañadas de olor a humo, que se percibía, aunque nadie parecía saber su origen. La idea de que los nacionales hubieran llegado ya a la Moncloa, provocó los primeros conatos de pánico entre los guardianes, y alegría entre los presos.

A Pedro Rivera el corazón le latía con fuerza en medio de aquella confusión que, desgraciadamente para él, se desvaneció en unos minutos, porque no eran las tropas sublevadas las causantes de aquel desconcierto. En medio del nerviosismo se oyó la voz autoritaria de un hombre.

—¡Todo el mundo quieto!, que ha sido una bomba desorientada. ¡No pasa nada!

Repitió varias veces la frase, acompañado de algún otro grito de alegría de los guardianes, hasta que, por fin, los presos comprendieron que una bomba perdida del frente de la Ciudad Universitaria había llegado hasta las puertas de la cárcel.

—No tenéis de qué preocuparos —insistió aquella voz—. Ha sido fuego amigo. Nadie corre peligro, así que os pido calma.

—Que vayan volviendo a sus celdas, primero los presos comunes, es decir, aquellos que estén acusados de delitos —ordenó otro funcionario—. Militares, políticos y falangistas manteneos a la espera.

Al día siguiente, cuando todo el mundo se había sobrepuesto del susto de la bomba, se oyó el ruido de los cerrojos con la misma rapidez que de costumbre, para que los presos salieran al patio. Todos se mantenían callados, atentos, vigilantes, como al acecho de una señal o de un peligro. Uno que parecía el jefe del pasillo les advirtió:

—¡Todos al patio! Y los que no quepan, que se asomen a las balconadas, porque va a ser leída una lista y quiero que todos la escuchen.

Era la voz atropellada de un miliciano. Los hombres, molestos por aquella inesperada interrupción del aburrimiento diario, se hicieron los desentendidos, pero la inesperada aparición de un militar, con gesto serio, los puso en pie automáticamente y en silencio.

—¡Todos al patio! —ordenaron los guardianes, sujetando con sus manos las pistolas.

Los rezagados, entre ellos Salmón, aparecieron corriendo y pasaron a ocupar sitios en las ventanas. Se oyeron algunas toses. La prisión, hasta entonces resonante como una caracola, quedó pronto en silencio, tras el callar de los rumores de sala como si luces se fuesen apagando. Los reclusos barruntaban una inminente y desconocida noticia en el aspecto y en la actitud de los guardianes.

El jefe de galería se subió en un cajón y paseó la mirada ante la multitud de hombres alineados, la mayoría en posición de firmes. Parecía un regimiento militar por la manera de formar, pero carecían de uniforme. Vestían ropas que eran casi harapos y el pelo rapado, más o menos, al ras del cuero cabelludo. Muchos de ellos enseñaban su cuerpo huesudo, piel amarillenta y unos ojos como platos que miraban con desconcierto. Al fondo del patio, sujetos a los barrotes de las ventanas, colgaban al sol calzoncillos y camisetas.

—¡Silencio absoluto!, al primero que se mueva o abra la boca le pegó un tiro —dijo alguien por la bocina, sin ser visto—. Se van a leer unas listas y cada uno de los nombrados debe bajar con todo al centro de la galería y deben colocarse por orden de llamada en correcta formación. Y los que nombre, que se preparen para marchar.

En un silencio sepulcral, los ojos de los presos se comunicaban con el idioma universal del alma. Los corazones se transmitían dolorosos presentimientos y los cerebros se fundían en la amargura de un pensamiento unánime. Más de mil detenidos estaban sorprendidos y preocupados, llenos de sobresalto y zozobra. Solo se movían y hacían ruido los elegidos, que cuchicheaban entre sí. En el tenso silencio pudieron oírse algunos de sus susurros.

—Esto no me huele bien —murmuró el exministro de la CEDA al oído de Pedro Rivera.

—Se ha acabado la historia…

Después de resonar los nombres amplificados, más de un centenar de hombres bajan por las escalerillas de hierros con sus hatillos desde todas las galerías. Resignados y silenciosos se despiden precipitadamente de amigos y vecinos de celda. Algunos hacen la señal de la cruz.

—¿Pero adónde nos llevan? —preguntó alguien.

—No tenéis nada que temer. Vais trasladados a otra prisión, a Porlier.

—¡Oídooo! —gritó con una voz prolongada un oficial de Prisiones.

—Dejen los equipajes en un montón y todos los objetos de valor los entregáis a la salida —se oyó desde el altavoz

Había terminado la relación. En el patio formaron los que habían sido llamados. Nombraron a los tres, Pedro, Salmón y Vinader.

—¿Adónde se los llevan? —preguntó un guardián de la cárcel.

—Pronto lo sabremos, ¡son órdenes de la superioridad!

Salmón y Vinader se miraron intensamente, pero antes de poder decir nada hubieron de hacer frente a las preguntas de Pedro Rivera.

—¿Qué os parece esto?

Vinader trató de evitar su preocupación.

—Hombre, ya lo has oído. Se trata de un traslado.

—¿Piensa usted lo mismo, don Federico?

—¿Y qué otra cosa quieres que piense? —dijo Salmón encogiéndose de hombros.

—Pues a mí, me da mala espina. Creo que ha comenzado lo que tanto temíamos —respondió Pedro, con lágrimas en los ojos.

Dejaron sus cosas, salieron al fin, al pasillo y quedaron frente a la puerta enrejada. Detrás, fueron formando en filas de a dos hasta casi un centenar de reclusos, procedentes de las otras salas. Luego, alguien dio la orden de que se abriese la cancela, y pasaron al vestíbulo, débilmente iluminado por unas bombillas polvorientas. Allí les aguardaba un piquete de guardias grises. Fuera, en la calle, rugían lúgubremente unos autobuses, mientras el jefe de servicios y el jefe de la escolta recorrieron juntos las filas para contar los presos.

—Tranquilos, vais a otra cárcel, nada más…

Al desvanecerse sus peores dudas, los expedicionarios sintieron de nuevo el calor de la esperanza y recobraron la viveza. Pero no les dejaron tiempo para cambiar impresiones. Nadie se atrevía a hacer comentarios en voz alta. Incluso los tres amigos cumplieron todas las órdenes en silencio, mirándose entre sí de cuando en cuando, pero sin atreverse a manifestar lo que pensaban y temían. Estaban pálidos y nerviosos. Salmón, el menos impresionable, acabó encendiendo una punta de cigarro puro que guardaba desde el día anterior, y Vinader encendió también su correspondiente pitillo. Los más próximos a ellos miraban con curiosidad, con una mezcla de simpatía y compasión en la mirada.

En la puerta de la Modelo esperaban esa decena de autobuses de dos pisos del servicio público urbano, de los llamados londinenses. Se acomodaron estrechamente, vigilados por guardias y milicianos armados con fusil y pistola, y rompieron a hablar tan pronto como se pusieron en marcha.

—¿Nos puede decir adónde nos llevan? —preguntó alguien a uno de los vigilantes.

—Sí, hombre; a otra cárcel. Pronto saldréis de dudas. ¡Tranquilos! —respondió.

La voz del guardia, segura y casi amistosa, los tranquilizó aún más, provocando algunas sonrisas. Hubo entonces palmaditas amistosas en los hombros, palabras de aliento, restregones de manos, bromas y otras muestras de alegría.

Era mentira. Iban conducidos a un pueblo madrileño de unos 1.600 habitantes, en la carretera de Alcalá de Henares. Unos días antes, llegaron a Paracuellos del Jarama un grupo de milicianos y escogieron a todos los hombres hábiles del pueblo, ante la mirada atónita de su alcalde, un comunista que vivió aquellos días, con desolación, al margen de los acontecimientos.

Ahora comprendía todo el movimiento de milicianos en el pueblo, y las atenciones excesivas para con sus vecinos que, engañados, comenzaron a cavar trincheras.

—Les han obligado a abrir una zanja, ancha y larga. ¿Para qué será? —desconfiaba el alcalde—. No tienen pinta de trincheras, les han mentido.

—¿De qué profundidad es la zanja? —preguntó su esposa.

—De unos dos o tres metros.

—¿Y qué anchura?

—De unos tres metros —respondió—. Pero tenía más de cien metros de largo. ¡Estuvieron trabajando todo el día, hasta bien entrada la noche, lo menos treinta hombres!

—Tenemos que hacer algo… —propuso ella.

—Nuestra supervivencia está por encima de todo —respondió el alcalde.

—¿Es que se han vuelto locos? Esta guerra les ha hecho perder la razón…

—Esta guerra no la empezamos nosotros, pero creo que se va a cometer una matanza y nosotros no podemos evitarlo —presumió el marido.

—Las cárceles están llenas de prisioneros del otro bando, y entre ellos muchos militares, que si son liberados se incorporarán a las filas de Franco… —caviló la esposa—. ¡Van a morir!, ¡qué espanto!

—Eso es lo que yo pienso también…

Todos los presos se quedaron en silencio, con miradas esquivas, cuando los autobuses dejaron atrás la capital. El viaje se hizo eterno: calle de Alcalá arriba, plaza de Manuel Becerra, Ventas, la carretera de Guadalajara, el puente de San Fernando… Amargados, aislados y resentidos con el mundo, ni siquiera se les pasó por la cabeza tirarse en marcha a una cuneta. Salmón no quería caer en la desesperanza, no era capaz de abrir los ojos a aquella realidad, tenía que convencer a sus amigos de que no era posible…

—Nadie nos va a matar. Tenéis que confiar en mí —repetía Salmón.

Los autobuses se detuvieron en la llanura que se extendía al pie de un altozano en cuya cumbre, a un kilómetro escaso en línea recta, se asentaba el pueblo de Paracuellos. Estaban rodeados de camiones llenos de milicianos. En la llanura no había ninguna construcción, solo un corro de pinos y unas zonas de grandes matojos a pocos metros de las zanjas abiertas. Bajaron de ellos milicianos y guardias de asalto. Apuntándoles con pistolas y encañonados con fusiles, hicieron bajar a todos los presos con las manos atadas a la espalda. Entre ellos había muchos de uniforme.

Los presos se acercaron, a través de un camino de gravilla, al borde de las fosas. Una larga fila de soldados con fusil, manta y macuto, mal uniformados, se fue alineando frente a los hoyos. Con voces de mando bruscas, brutales, feroces, obligaron a los presos a ponerse en fila junto a la zanja, de espaldas a ellos; mirando al hoyo que iba a ser su fosa. Algunos se volvieron, diciendo: “¡Quiero ver vuestras caras de asesinos!”. Todos estaban enteros, resignados, conscientes de que iban a morir, y en sus labios vibraba una oración. Uno que parecía ser el jefe, dio la voz.

—¡Fuego!

Una descarga cerrada atronó el espacio. Cayeron a la fosa aquellos cuerpos que hasta entonces tuvieron vida. Algunos, aunque mal heridos, no habían muerto. Y entonces sucedió algo horrible. Los milicianos obligaron a los hombres allí presentes a echar paladas de tierra sobre los cuerpos caídos en el fondo de la zanja. En el interior, algunos se movían y, con los ojos abiertos, imploraban un tiro de gracia.

—¿Por qué no rematáis a esos que aún tienen vida? —propuso un vecino.

—Si no te callas, vas a ir a hacerles compañía al fondo de la zanja —respondió en tono amenazador un guardia de Asalto.

El paisano calló y siguió echando tierra, convencido de que estaban enterrando vivos a muchos hombres. Al fondo, agazapadas tras la colina, se oyeron gritos nerviosos de mujeres que seguían contemplando aquella trágica escena.

Cuando estuvieron cubiertos aquellos cuerpos, al resto de presos que habían presenciado el asesinato de sus compañeros, se les ordenó que bajaran de los autobuses. Se alinearon junto a la zanja para seguir el mismo sistema bárbaro que los anteriores. Y luego otros. Y así todos. Cuando ya no quedaron más se marcharon los verdugos. En el momento que acabaron la macabra tarea, hablaban entre ellos, comentaban cínicamente los detalles de los asesinatos.

—¿Has visto al militar tripón, lo tranquilo que estaba?

—Sí, como rezaba, le apunte a la boca para terminar la oración con un amén de plomo.

A pesar de perpetrarse asesinatos en masa, a plena luz del día y a la vista de todos, el tribunal encargado de juzgar a Salmón no se debió dar cuenta de lo que se estaba tramando. El 3 de noviembre, el ministro de Justicia, Manuel Irujo, del PNV, envió desde Barcelona un telegrama al presidente del tribunal que iba a juzgar a Salmón, para que se suspendiera la vista, prevista para el 7 de noviembre. El presidente contestó a la comunicación de Irujo, asegurándole que accedía a posponer el juicio.

Por otra parte, dieciocho días después de la muerte de Rafael Vinader y Pedro Rivera, la Dirección General de Seguridad ordenaba a la cárcel Modelo, mediante oficio, firmado por el Delegado de Orden Público, la inmediata puesta en libertad de aquellos. Llegó tarde.

Los asesinos no dejaron tras de sí ningún rastro, como evidencian las diligencias judiciales, en relación con el rollo sumarial de Salmón, que siguieron emitiéndose tras su asesinato y prologándose hasta 1937. Esto parece una prueba evidente de que la sangrienta matanza estaba estudiada para que nadie se hiciera responsable de la misma. Lo ocurrido en Madrid en noviembre de 1936 fue una barbaridad, en absoluto justificada por los crímenes que, por aquellas fechas, cometían los franquistas en otros lugares de la geografía. Tampoco es excusable el hecho de temer que en unas horas, Franco podría entrar en la capital y tener a su disposición una columna excelente de oficiales hasta entonces presos.

 

 

 

El cónsul de Noruega en España, Schlayer, que estaba interesado por la suerte de los presos políticos de Madrid, visitando con frecuencia las cárceles y llevando a cabo numerosas gestiones para conseguir su libertad, lo supo mucho antes. El diplomático ya había expuesto al Ministerio de la Guerra su temor de que algo les pudiera pasar a los presos. En cuanto Schlayer se enteró de que varias expediciones de autobuses habían salido de la cárcel hacia Alcalá de Henares, se temió lo peor. Ya no le cabía la menor duda: se había efectuado una espantosa matanza. Oyó rumores de que en Torrejón de Ardoz había habido fusilamientos. Hombre emprendedor, decidido, fue enseguida al pueblo a recabar testimonios de los vecinos.

María se enteró de su desgracia unas semanas después, en la cola de mujeres de la cárcel Modelo.

—¿Con quién quiere comunicar? —preguntó un guardia, desde el otro lado de la ventanilla.

—Con mi marido, hoy es el día de la semana que toca su letra —contestó María.

—Pues dígame su nombre.

—¡Qué tonta soy! Su nombre es Pedro Rivera Navarro.

El guardia era un hombre cetrino, alto, de mirada severa y aspecto triste. Bajo la oscura capa quedaban ocultos su fusil y sus manos.  Levantó la mirada hasta los ojos de María y preguntó, con un extraño matiz en la voz:

—¿Cómo? ¿Cómo me ha dicho que se llama?

María repitió el nombre y el guardia se levantó a consultar a alguien.

—Espere un poco. Voy a ver.

—Sí, toca su letra —insistió María—. Llevo casi dos semanas sin poder ver a Pedro.

Pero el centinela no le hizo caso y desapareció. Un poco desconcertada, María asomó la cabeza por la ventanilla y comprobó que el vigilante hablaba con otro y que este hacía gestos afirmativos.

—¿Qué pasa? —le preguntó la mujer que ocupaba el siguiente lugar en la fila.

María retiró la cabeza de la ventanilla y se volvió a la mujer para decirle:

—No lo sé. Se han puesto a hablar entre ellos…

—Claro, para jorobar. Saben que nos corre mucha prisa comunicar, y se ponen a hablar entre ellos los muy gandules. Bien se aprovechan, bien, de nuestra desgracia. ¡Asquerosos!

En la cola se formó tal alboroto que parecía que se había iniciado un motín. Poco a poco las mujeres empezaron a agitarse y a juntarse en corro. Luego, las palabras sopladas al oído circulaban, daban la vuelta… Algunas cabezas hacían movimientos afirmativos, otras denegaban… Más palabras al oído, otra vuelta… Aumentaba el número de cabezas que decían sí… Una tercera vuelta y la conformidad era unánime. Entonces, María se encaró con los hombres:

—¡Tío tonto! ¡Tío abusón!

Y gritos, y carcajadas, y llantos… Un enfado inmenso dentro de un caos histérico.

—¡Cállense! —ordenaron los guardias.

Los ojos de las mujeres relucían de descontento, pero la que hacía de portavoz de todas protestó enérgicamente.

—¡No nos da la gana!

Los guardias trataron de poner orden y empujaron a gritos.

—Señora —dijo el de la ventanilla refiriéndose a María.

—Diga.

—No puede comunicar con su marido.

María miró, sorprendida, la cara de falsedad del guardia.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó ella temblando.

—Que ha sido trasladado a la cárcel de Porlier.

—¿Cuándo?

—Hace unos días.

María siguió mirando al hombre aquel, como hechizada.

—Vaya a la ventanilla de paquetes. Allí le darán sus cosas —dijo el hombre fríamente—. A ver, la siguiente.

La mujer siguiente le dijo mientras la apartó suavemente de la ventanilla:

—¡Ánimo, mujer! A lo mejor es verdad que está en Porlier.

María salió de la fila como una sonámbula y fue a ocupar el último lugar de la otra ventanilla. Delante de ella, las mujeres comentaban:

—Dicen que hace unos días se llevaron a muchos, que ha sido la mayor saca de todas las que ha habido hasta ahora.

Se oyó entonces un chillido junto a la ventanilla de paquetes. Acababan de entregar a una mujer un pequeño ato de ropa, mientras se desgarraba en sus quejidos:

—¡Me lo han matado! ¡Me lo han matado!

El escándalo se hizo mayúsculo y las mujeres estallaron a proferir insultos.

—¡Cállense!, cállense! —ordenaron los guardias.

Cuando María abrió los ojos se encontraba sentada en el suelo, atendida por sus compañeras. Entonces rompió a llorar y a susurrar.

—¡Dios mío, Dios mío! Han matado a mi marido.

Mientras el resto de mujeres parloteaban por lo bajo, excitadísimas, solo la portavoz permanecía impasible, alta la cabeza, en actitud de reto:

—¡Queremos justicia!, ¡queremos justicia!

—¿Alborotando y desafiando? ¡Llévensela! —irrumpió un sargento, dirigiéndose a su subordinado.

Las mujeres siguieron un silencio cargado de ira, explosivo.

—¿Por qué? —pidió explicaciones la portavoz.

—Por perturbar el orden público.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
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Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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