MATANZA DE LOS ABOGADOS DE ATOCHA

Matanza de los abogados laboralista de Atocha.

Madrid, enero de 1977.

Capítulo 16 de la novela «Una memoria sin rencor»

Yo había crecido en el convencimiento de que aquella lenta peregrinación de la posguerra, con sus rencores velados aparte, era tan natural como el canto de un pájaro. También consideraba que aquella tristeza muda, que sangraba del corazón herido de los perdedores, era una herida cerrada del alma. Pero cuando las heridas en el corazón son demasiado profundas, la razón no es capaz de entender lo sucedido.

Nunca entendí la actuación de los herederos del bando vencedor en la noche del 24 de enero de 1977, cuando unos individuos, armados con metralletas, se presentaron en el bufete madrileño de abogados laboralistas sito en Atocha, 55, y, sin mediar palabra, ordenaron a los abogados ponerse contra la pared. A dos metros de distancia les dispararon, asesinando a cinco e hiriendo gravemente a otros cuatro. Las víctimas eran abogados que asesoraban a trabajadores de Comisiones Obreras.

En los días anteriores otro pistolero de ultraderecha había asesinado de un disparo a un estudiante en una manifestación, y aquella misma tarde una estudiante falleció a causa del impacto de un bote de humo lanzado por fuerzas de orden público. Fueron días de una hecatombe macabra, que culminó con el secuestro del general Villaescusa a manos del GRAPO, una banda terrorista de ultraizquierda que tenía en su poder desde el 11 de diciembre a Oriol y Urquijo, uno de los más poderosos representantes del franquismo ortodoxo.

A la noche siguiente de la matanza de Atocha, caminando por esas calles traicioneras de Madrid, no conseguía borrar de mi pensamiento el relato que la radio hizo de los hechos. En mi mundo, la muerte era una mano anónima que se llevaba mendigos o personas nonagenarias, como si se tratara de un sorteo del infierno. No podía concebir que la muerte pudiera estar tan cerca, envenenada de odio, vistiendo una guerrera de fascista. Estuve callejeando sin rumbo durante más de una hora hasta llegar a los pies del monumento a Cervantes en Plaza de España. Permanecí allí casi cinco minutos fumando con apatía.  Luego, herido de silencio, en aquella noche de mortajas, volví a callejear por mi oscuro barrio de Malasaña.

—Una buena noche de cuchillos largos, Guti —dijo una voz desde las sombras—. ¿Un cigarrillo?

Me aparté repentinamente, con miedo en el cuerpo. Una mano me ofrecía un pitillo desde la penumbra de un portal.

—¿Quién eres?

Sacó una caja de cerillas del bolsillo. Tomó uno y lo encendió. La llama iluminó por primera vez su cara, pero una brisa de aire apagó el fósforo que sostenía en los dedos, y su rostro quedó de nuevo oculto en la oscuridad. Una aureola de humo azul salía de su cigarrillo, y los ojos le brillaban como bolas de cristal.

—Soy Herminio, Guti…

—¡Joder!, qué susto. ¿Qué haces por mi barrio a estas horas?

—¡Mala noche!

—Las hay peores…

—Fui a tu casa de Santa Lucía, y no había nadie…—me interrumpió Herminio—. Ya me iba hacia el metro y te vi de lejos, después me escondí para darte un susto.

—¡Está la noche para sustos!

—Vengo de un cine de la Gran Vía, de ver Annie Hall, de Woody Allen y…

—¿Tomamos una cola de cocodrilo en el Mesón de Flores?

—¿Con leche?

—No, yo con mucho alcohol…, estoy cabreado. Vamos, te invito.

El camarero, mi amigo Flores, con el gesto del reo que camina hacia la silla eléctrica, se acercó al mostrador.

—¿Qué quieres Guti?

—Dos colas de cocodrilo bien quemadas…

—¿Más quemadas que yo?, ¡qué hijos de puta estos de Fuerza Nueva!, ¡han matado a unos abogados en Atocha! —exclamó Flores azorado, poniéndome la mano en el hombro.

—Se va a armar gorda, ya lo veréis…—auguró Herminio.

—¡Marchen dos colas de cocodrilo para Guti y su amigo el óptico! —pidió Flores a cocina.

Aquellos sucesos de Atocha fueron el final de una etapa para el Partido Comunista. El Comité Ejecutivo ordenó a sus militantes y simpatizantes evitar cualquier provocación o enfrentamiento callejero, haciendo gala de toda la serenidad posible. Y la consigna se cumplió a rajatabla. Por ello, cuando su plana mayor pidió autorización para organizar un acto en memoria de las cinco víctimas, en torno a sus ataúdes, el Gobierno lo concedió de inmediato. La capilla ardiente de los abogados fue instalada en el Palacio de Justicia, en la plaza de las Salesas, y los féretros fueron trasladados a hombros de sus compañeros hasta la plaza de Colón, en medio de una marea de rosas rojas y puños cerrados y un silencio impuesto por la dirección del partido, acatado por la militancia con una disciplina forjada en la clandestinidad. El acto terminó sin un solo incidente, con el mismo gran silencio con el que empezó, convertido en un anuncio de paz que disipaba todas las dudas del Gobierno sobre las intenciones del PCE.

Según sus colaboradores más cercanos de entonces, es muy posible que en esos días de tensión Suárez tomara en secreto la decisión de legalizar a los comunistas; de ser así, también es creíble que decidiera que antes de hacerlo necesitaba conocer personalmente a su líder. Lo cierto fue que un mes más tarde, el 27 de febrero, los dos hombres se entrevistaron en secreto en una casa a las afueras de Madrid.

Dos meses después de los asesinatos de Atocha, el Gobierno inscribió al PCE en el Registro de Asociaciones, casi sin tiempo para organizarse en las primeras elecciones que se iban a celebrar en España en cuarenta años. Ello significaba que, al menos en lo esencial, la oposición democrática había logrado su objetivo, a pesar de los periódicos de ultraderecha, que atacaban a diario a Suárez porque juzgaban que destruirlo equivalía a destruir la democracia. Diarios como El Alcázar, El Imparcial, Heraldo Español, Fuerza Nueva o Reconquista, eran casi los únicos que entraban en los cuarteles, incitando a los militares de que la situación política del país era insostenible y que, más temprano que tarde, tendrían que intervenir para salvar a la patria en peligro. Las invitaciones al golpe eran constantes, pero “se buscaba a un general” que liderara aquello. El sentimiento que había entonces de Suárez era el de un hombre acorralado por sus enemigos, o al menos esa era la percepción. Aunque es más que probable que despreciaran a Suárez desde que llegó al poder.

 

 

 

Aquel invierno no llovió un solo día en La Puebla de Montalbán, y el cura decía que era un castigo de Dios porque muchos en el pueblo se habían alegrado de la muerte de Franco. Esos sermones, que el párroco daba a los feligreses, servían para que Justino sacara a relucir su buen humor.

—¡Ya sabía yo que la culpa era mía!, a los comunistas nos echan la culpa de las desgracias que ocurren en este pueblo…

Sonreí, y le recordé que su partido pronto sería legalizado.

A pesar de las barbaridades que los curas de los pueblos decían desde los pulpitos, la Iglesia —o al menos una parte de su cúpula— había favorecido en vísperas de la muerte de Franco el cambio de la dictadura a la democracia y, a partir de la llegada de Suárez a la presidencia, el cardenal Tarancón estableció con él cierta complicidad durante un tiempo.

—Pronto dejarás de tener cuernos y rabo, como el demonio —vaticiné algo que ya estaba cantado.

—Espero que no nos monten otra vez el numerito, saben que sin nosotros no hay elecciones. ¡Aunque si por ellos fuera…!

—¿Ellos?

—Sí, todos los de derechas y los que ahora se han pasado al centro ese… Son los mismos perros con distinto collar. Si por ellos fuera, seguiríamos en las cavernas. Pero Europa, con razón, no se lo permite.

—¿Cómo estás tan bien informado?

—Tus amiguitos, Fermín y Matías…

El gobierno de Adolfo Suárez estableció un sistema de legalización de los partidos políticos al que se pretendió dar un alto componente judicial, que mi amigo Justino de la Concepción llamaba “quitarse la patata de encima”. Con el objeto de liberar al gobierno de legalizar al PCE, se traspasó la responsabilidad última al Tribunal Supremo.

A la legalización de este partido se oponían, como cabía esperar, el grueso del Ejército, toda la extrema derecha franquista, buena parte de la derecha más voluble, con Fraga a la cabeza, y una parte de la opinión pública que veía en ello un peligro de repetir viejos enfrentamientos. Había quienes expusieron, como Fraga, la opinión de que la legalización debería hacerse más adelante, con la democracia ya consolidada.

Cuando el PCE presentó los documentos para su legalización, el gobierno los remitió al Tribunal Supremo, pero este dictaminó que no había ningún motivo penal de retención de la ilegalización. Devolvía, pues, la pelota al gobierno.

Ahora ya sí, convencido Suárez de que la legalización era ineludible, se puso manos a la obra de una manera muy discreta, para no alborotar el gallinero. No comunicó su intención a los ministros, especialmente a los militares, y preparó el decreto de legalización en plenas vacaciones de Semana Santa, cuando la actividad política era mínima. Fue hecha pública esta legalización el Sábado Santo “rojo”, 9 de abril de 1977, cuando los cuarteles estaban prácticamente vacíos; por si acaso…

La legalización levantó una considerable conmoción; el Consejo Superior del Ejército publicó una nota de repulsa y dimitió como ministro el almirante Pita da Veiga y algunos cargos militares. Sin embargo, para el propio PCE, el coste de la legalización no sería tampoco pequeño: significaba considerar que la forma del régimen no sería discutida, que el camino de la reforma no sería otro sino unas elecciones, que no cuestionarían la monarquía y la aceptación de la bandera vigente frente a la republicana. Viejos opositores internos, como Líster y otros, entendían que aquello era una traición.

A medida que iba pasando el tiempo se apuntaba ya a la disgregación del núcleo duro del franquismo, que dieron en llamar el “búnker”. Lo decisivo ahora era que, sin darnos cuenta, estábamos entrando en una nueva época consagrada con el nombre de transición democrática, y que no concluiría hasta 1979, año en que se celebraron las segundas elecciones generales. Antes, el gobierno de Arias Navarro fue incapaz de hacer frente a una crisis que necesitaba energías renovadas. Nadie lo creía capaz de llevar adelante un cambio real, que solo pudieron hacer el rey y Adolfo Suárez.

 

 

 

Una de las cuestiones que planteaba la convocatoria de elecciones para el 15 de junio de 1977, fue la de si el conde de Barcelona debía ya renunciar a sus derechos dinásticos o esperar dos meses, para hacerlo ante las Cortes constituyentes. Al padre del rey le pareció lógico hacerlo en plena campaña electoral y así lo hizo: compareció ante el ministro de Justicia y renunció en favor de su hijo.

El PSOE renovado era en el año 1977 una pieza esencial para culminar la transición. Le fue permitido celebrar discretamente, sin mucha publicidad, su Congreso en tierra española después de 45 años, a finales de 1976. El nuevo partido, nacido en Suresnes, se presentó con un leguaje radical y hasta “revolucionario”. Sus dirigentes más destacados, Felipe González y Alfonso Guerra, pertenecían a la generación de 1968 y sabían muy bien el papel que el socialismo democrático podría y debería representar en el nuevo régimen.

Mientras el PSOE se había mantenido en un plano más secundario en la oposición al franquismo desde que acabó la guerra, el verdadero baluarte de ella había sido toda la organización clandestina del PCE, a la que la policía franquista persiguió con mayor saña. Por ello, la opinión general era que la fortaleza de este Partido Comunista no tendría rival. Pero la persistencia de su imagen de dependencia de la política de la URSS y otros tópicos, históricamente arraigados, hacía muy difícil que los partidos de centro derecha le permitieran participar en igualdad de condiciones que el resto. Además, el problema del partido de Justino de la Concepción, en los años decisivos de la transición, estribaba en su persistencia en una trayectoria interna inversa a la del PSOE: en él no se produjo un relevo generacional de ningún tipo. Sus dirigentes eran exactamente los mismos que acabaron perdiendo la guerra: Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri, Pasionaria. Y sus votantes, como Justino, Fermín y Matías, en su mayor parte, militantes o familia de militantes que también la perdieron, o la sufrieron. Lo que no excluía, desde luego, la presencia de algunos dirigentes más jóvenes como Ramón Tamames y la militancia o el apoyo de un numeroso conjunto de intelectuales, artistas, profesores…, en mayor grado que ningún otro partido. Se suponía que el PCE también tenía el mayor número de militantes clandestinos.

La derecha se aglutinó en torno a la UCD, de Adolfo Suárez, y la Alianza Popular de Manuel Fraga, que se encontraba flanqueada, a su vez, por Fuerza Nueva, una extrema derecha liderada por Blas Piñar.

Cuando iba a comenzar la campaña electoral, casi todos los grupos políticos existentes carecían de experiencia y de aparatos electorales. Quienes únicamente tenían cierta tradición en este sentido eran socialistas y comunistas.

El resultado de las elecciones fue el esperado, el partido de Suárez ganó por amplio margen de votos; pero sin mayoría. Conocida la relación de parlamentarios electos, se comprobó que los amigos del líder de Unión de Centro Democrático, provenientes del régimen anterior, eran los que habían obtenido más escaños con las siglas de la coalición UCD. Suárez había  ganado de nuevo: la legalización del PCE fue un éxito en toda regla, porque hizo creíble la democracia integrando en ella a los comunistas y que la reforma de Suárez era de verdad una ruptura con el franquismo. Le siguió el PSOE. Una de las sorpresas fue el PCE, al que se suponía tener un alto de número de militantes ocultos, mayor que el de cualquier otro partido. Recibió 1,6 millones de votantes, no llegando al 10% del censo, y quedaba como un partido de segunda fila. A dos meses escasos de su legalidad no habían podido contrarrestar cuarenta años de propaganda anticomunista. El comunismo en modo alguno podría ser ya en España una fuerza equiparable a la del PCI en Italia o, incluso, a la del PCF en Francia. Otro fracaso, más notable aún, fue el del franquismo reciclado en la Alianza Popular de Manuel Fraga, que obtuvo 1,5 millones de votos.

Dentro de la disgregación generalizada, hubo grupos como Izquierda Democrática Cristiana, de Ruiz-Giménez, o la Federación Popular Democrática, de Gil Robles, que fueron barridos electoralmente. A ello habría que sumar una selva de partidos de la izquierda, regionales y hasta locales.

Aquel mal resultado electoral no impidió a Fermín y Matías estar exultantes, y no rehuyeron la conversación que semanalmente manteníamos en la cafetería de la facultad. A pesar de que el PCE, y el PSOE, celebraron los mayores mítines de campaña, el partido de mis amigos no obtuvo el resultado que ellos esperaban.

—Vuestro gozo, en un pozo —dije, sin ánimo de debilitar su alegría.

—Yo, lo siento más por don Joaquín que por el PCE —reconoció Fermín, mientras Matías asentía con la cabeza—. Ha sido quien más ha luchado por el cambio, y ¡mira cómo se lo han pagado…!

—Pero ¿quién conocía a don Joaquín? Nadie. Solo nosotros, sus alumnos. Apenas ha salido en la televisión —aseguré.

—Acabamos de salir de la alcantarilla, Guti, ¿qué esperabas? —excusó Matías—. Si Carrillo tuvo que entrar en España disfrazado con una peluca, y hasta en la viñeta de Peridis, en El País, lo dibuja saliendo de una cloaca.

—¡Pobre don Joaquín!, ¿cómo va a salir de esta? —se preguntó Fermín.

—¿Por qué?, ¿está muy preocupado?

—Porque su partido se ha empeñado con la campaña hasta las cejas, y es posible que hasta desaparezca… ¡No han sacado ni un solo diputado!

A pesar de la influencia decisiva de la televisión en favor de los partidos de centro derecha, aquella fue todavía una campaña clásica donde prevalecía el mitin y la asistencia de ciudadanos a los actos de propaganda. El aliento nuevo de la libertad, y de la libertad de expresión especialmente, le dio a aquella campaña un especial tinte de euforia política. Se pudo escuchar entonces a viejos políticos con trayectoria anterior al régimen de Franco, como al torrijeño Sixto Agudo, Santiago Carrillo o Dolores Ibárruri.

—Sixto Agudo perteneció al Comité Central del clandestino PCE, tras pasar por campos de concentración y prisiones franquistas, pero ¡no sabía que fuera de Torrijos! —dijo sorprendido Fermín.

—Sí, pero muy joven se marchó con su familia a Toledo.

Todo lo relacionado con Torrijos, y su comarca, me interesaba; y Sixto Agudo había nacido en ese pueblo, era un personaje que pronto estaría en el punto de mira de mis investigaciones sobre la Guerra Civil Española. Se había librado de una condena a muerte, y eso no era moco de pavo. Precisamente fue Sixto Agudo quien, meses después de aquellas elecciones, me explicó que los pronósticos de Carrillo parecieron empezar a cumplirse y el líder comunista pudo, por un tiempo, deslumbrar a sus camaradas con la ilusión de que la derrota había sido en realidad una victoria o la mejor preparación para la victoria: “De todos los líderes políticos españoles, Carrillo es sin duda el que se ha impuesto más rápidamente y con mayor autoridad en los últimos meses”, solía decirme el torrijeño.

Así fue: en muy poco tiempo Carrillo consiguió en todo el país una gran reputación de político responsable que contribuyó a que el PCE apareciese como un partido que cobraría una mayor relevancia a la conseguida en las urnas recientemente. Su entendimiento con Suárez comenzó a ser perfecto, quizás porque el comunista tenía la certeza de que sostener a Suárez equivalía a sostener la democracia, cosa que hizo de él un soporte indispensable del sistema. A corto plazo, con ese comportamiento Carrillo consiguió el respeto nacional e internacional; a largo plazo fue una ruina.

El inicio del declive de la carrera política se produjo después de un viaje muy sonado por Estados Unidos, en el que anunció que en el próximo congreso del PCE propondría el abandono del leninismo. Pero si meses atrás aceptar la monarquía y la bandera rojigualda había sido difícil para un gran número de afiliados y simpatizantes, aquello era mucho más. A partir de que el partido adoptara el eurocomunismo y abandonara el leninismo, Carrillo ya fue incapaz de convencer a los suyos de que el espacio político que los socialistas le habían arrebatado no era culpa de esa decisión.

Tampoco fue Carrillo capaz de convencer a los franquistas, que siempre lo tildaron de asesino. Aquel día me preguntó Fermín qué opinaba sobre la implicación del líder comunista en la matanza de Paracuellos del Jarama. Ignoro por qué, pero no presté atención a sus palabras. Enseguida pensé: “¡Este lo que quiere es contármelo él!”. Pero no me sorprendió demasiado. Cuando el cerillero quería contarme algo secretísimo, se echaba mano a la boca para mostrar que aquello no se podía divulgar. Me quedé un tanto sorprendido:

—¡Bah! Qué más da. Al fin y al cabo, me imagino que no haría más que cumplir órdenes, era muy joven entonces.

—Bueno, pues cuéntame lo que tú sabes y yo te lo completaré con lo que me ha explicado don Joaquín.

—Vale. Yo sé que acababa de cumplir veintiún años en aquel 6 de noviembre de 1936, y llevaba algunos meses dirigiendo la JSU, juventudes socialistas unificadas. Aquel mismo día la República parecía a punto de ser derrotada. Madrid era presa del pánico, con las tropas franquistas a sus puertas. Convencido de que la caída de la capital era inevitable, el Gobierno de la República había escapado a Valencia y abandonando la defensa de Madrid en manos del general Miaja, quien convocó en el Ministerio de la Guerra una reunión destinada a constituir la Junta de Defensa: el nuevo gobierno de la ciudad en el que debían estar representados todos los partidos políticos. En la reunión se decidió confiar la Consejería de Orden Público al joven Santiago Carrillo.

Eso era lo que yo sabía por aquel entonces, además de tener un buen concepto de Santiago Carrillo. Estaba convencido de que aquel abuelito que siempre aparecía fumando, con cara de buena persona, escondido tras sus gafas bifocales, no podría haber ordenado una matanza de esa magnitud. Una vez más, dejo constancia de mi opinión, aún a riesgo de que el tiempo me trate igual que a la mayoría de los profetas.

—En esa reunión se trató, entre otros asuntos, qué hacer con los casi diez mil presos que abarrotaban las cárceles de la capital —dijo Fermín con seguridad.

—Entre ellos estaba Pedro Rivera, el exalcalde de derechas de mi pueblo. ¿Qué acordaron?

—No se dio una solución. Hubo que esperar a una segunda reunión, más secreta, que comunistas y anarquistas organizaron para dar una salida al tema y evitar que los supuestos fascistas y militares encerrados allí pasaran a aumentar las filas del ejército franquista —recitó de carrerilla Fermín.

—¿Y Ruiz-Giménez sabe quienes participaron en esa segunda reunión? —pregunté inocentemente.

—Según don Joaquín, nadie sabe, o si lo saben no lo quieren decir, cuánto tiempo duró aquella segunda reunión, ni el nombre de todos los participantes.

—¿Estuvo Carrillo en aquella segunda improvisada reunión restringida?

—¡Joder!, que te estoy diciendo que no se sabe —respondió enfadado mi amigo.

—Carrillo siempre defendió su inocencia —aseguré.

—¡Claro!, yo también estoy convencido de ello, pero ¿qué dicen los historiadores?

 

—Los historiadores han discutido hasta la saciedad el asunto. Hasta donde llegan las evidencias documentales investigadas por los que más se acercan a la verdad de los hechos, Carrillo no tuvo implicación directa en ellos —aseguré—. ¿Opina así tu amigo Ruiz-Giménez?

—Sí, más o menos. Pero dice que eso no exonera a Carrillo de toda responsabilidad: no hay constancia de que participara en aquella reunión posterior a la Junta de Defensa en que los fusilamientos se planearon, pero al menos uno de sus integrantes dependía de él.

 

 

 

 

 

 

 

5/5 - (1 voto)
Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

Sin comentarios

Escribir un comentario