Martirio y muerte del cura don Liberio González
Entre Torrijos y Santa Ana de Pusa, agosto de 1936.
Capítulo 2
Algunos de los dieciséis ejecutados en las tapias del cementerio evocarían, antes de morir, el accidentado viaje que realizaron en camión a la localidad toledana de Santa Ana de Pusa en aquel fatídico 18 de agosto de 1936. Este era el pueblo natal del cura párroco de Torrijos y desde aquí marchó coaccionado, en los primeros días de marzo de ese mismo año. Buscaba a su familia y un refugio menos hostil para soportar aquella primavera tan convulsa que desembocó en la guerra civil.
Un mes justo después de estallar la contienda, a primera hora de la mañana, una treintena de hombres armados emprendieron el viaje, desde el Ayuntamiento de Torrijos a Santa Ana de Pusa, para detener a Liberio González Nombela. Se acomodaban como podían, apoyados unos en otros, algunos de pie y otros apretados sobre los duros asientos de madera. El resto de la caja estaba atestada de mosquetones y munición. No cabe duda de que el desplazamiento fue muy dificultoso por el mal estado del firme de los caminos y carreteras, a pesar de que la Diputación Provincial de Toledo había puesto al frente de la sección de obras a sus mejores ingenieros, con el fin de sacar del aislamiento a todos los pueblos de la provincia.
El caso es que estas vías intransitables sirvieron de excusa a Marino Martín, y a su cuñado Regino Beltrán, para no alquilar a ningún precio su flamante camión marca Chevrolet. Querían evitar poner el vehículo en manos de cualquier conductor novato que no conociera los caminos vecinales. Sin embargo, los dirigentes del comité local, pistola en mano, fueron a la casa del transportista para dejar todo claro: había que hacer un porte gratis y traer vivo al cura Liberio para ser juzgado en la sede de este órgano revolucionario que se había desmarcado de la autoridad municipal.
—¡Fascista, sabemos que eres un fascista, Marino! —gritó enfadado el líder del comité al camionero apuntándole con una pistola—. Pero no tenemos otra camioneta mejor que la tuya y solo tú sabes guiarla por esos caminos de cabras.
—No soy un fascista, vivo de los portes y el camión lo acabamos de comprar mi cuñado Regino y yo con dinero prestado —contestó Marino atemorizado y sumiso ante el grupo de milicianos armados.
—Anda, anda, déjame de hostias, toma este vale de gasolina y llena el depósito —firmó el miliciano en un papel que decía: “vale por un depósito lleno a Marino, el comité, 18 de agosto de 1936”.
—Pero esto no es dinero —precisó Marino.
—¡Ca, de eso nada!, le dices al del surtidor que vas de parte mía, que no tenga que acercarme yo a decírselo más clarito. ¿Has oído?, ¡verás que son pesetas de verdad! —insistió el miliciano entregándole con desprecio el vale—. ¡Aviva, cacho cabrón!
El camión salió con la caja descapotada desde la explanada de la estación del tren en dirección a Santa Ana de Pusa, por la carretera de Abenójar. La primera parada, innecesaria porque hacía solo unos minutos que acababan de partir, fue en el caño viejo de Gerindote, construido bajo el reinado de Carlos III: una inscripción con la palabra Carolus así lo delataba. Dicho testimonio apenas si podía ser legible debido a la erosión que el tiempo produjo en el granito de los alargados pilares, donde podía entonces abrevar todo tipo de ganado. Algunos se apresuraron a llenar sus cantimploras del agua que salía por ambos lados, de las espitas doradas y desgastadas por el manoseo incesante de casi dos siglos.
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