INVASIÓN DEL VALLE DE ARAN

INVASIÓN DEL VALLE DE ARÁN

Capitulo 30 y último de la novela «Secuelas de una guerra»

 Ocupar Viella no era una tarea fácil. Era necesario librar una auténtica batalla. Aunque los guerrilleros ya venían acostumbrados por su experiencia en la guerra y en la Resistencia francesa, y el ejército de Franco llevaba cinco años inactivo, no se iban a dejar arrebatar un trozo de España.

Cuando los cuatro mil guerrilleros estaban preparados para entrar en el valle de Arán, Pedro se encontró con un camarada de Torrijos, apellidado Longobardo. Le hizo mucha ilusión:

—¿Cómo te atreves a meterte en este lío? —preguntó Pedro sonriendo.

—A la orden, mi teniente ¿Y el de Toledo? —preguntó Longobardo.

—No viene —contestó Pedro.

—¿Cómo que no viene?

—Con nosotros, no. Vendrá después, si hay problemas. Se ha quedado a unos kilómetros de aquí.

—¡No me jodas!, con lo valiente que fue ese en la batalla del Ebro.

—Estará aquí en unas horas…

—Y, de aquel otro de Gerindote, Máximo, el Herrero

Longobardo dio una palmadita en la espalda a Pedro y se pusieron en marcha a la hora prevista y, con la misma puntualidad, cruzaron la frontera, entrando en España. Longobardo era comunista, como Pedro Durán, y había luchado heroicamente contra los nazis. Precisamente por eso, sus argumentos para dudar de la victoria eran nulos. Los españoles no habían llegado hasta allí por instinto aventurero, iban a por todas.

—¿Estamos en España?

—Sí.

Se quedaron mudos, sin hablar, inmóviles como dos estatuas con la vista puesta en el horizonte que no veían desde hacía casi cinco años. Pedro se estaba limpiando los ojos con los dedos y dijo:

—¡Joder!, me he emocionado.

Tenían Viella al alcance de la mano. Cuando se bajaron de un camión, la ciudad estaba tan cerca que casi daban ganas de comérsela. Miraron a distancia las casas y las calles, y por primera vez, desde que cruzaron la frontera, se creyeron que todo era posible. Pedro se había subido a una montaña con el grupo que comandaba. Pidió a Longobardo que se acercara y le tendió sus prismáticos. Las manos le temblaban al torrijeño cuando se llevó las lentes a los ojos, y tardó un rato en empezar a hablar.

—Está todo muy tranquilo, mi teniente —reconoció Longobardo, mientras movía la cabeza oteando el paisaje—. Estoy viendo el cuartel de la Guardia Civil… En la calle no hay militares. Tampoco veo parapetos, ni nada anormal. ¡Es el momento!

—¿Ves francotiradores en la torre de la iglesia?

—Desde aquí no veo nada, mi teniente. Solo veo  gente tendiendo la ropa en el balcón de su casa… Y en la plaza, abajo, veo a mujeres con sus cestas que van a la compra…

—¿En serio? —dijo Pedro extendiendo la mano para retomar sus prismáticos—. A ver, dámelos. Voy a ponerlo en conocimiento del coronel. Seguro que tienen soldados acuartelados y están despistándonos.

Durante unos segundos, todos los hombres de Pedro Durán se escondieron en aquella naturaleza rocosa, como esperando la orden de ¡al ataque! Longobardo estaba sereno y se encendió un cigarrillo. Lo sostuvo entre los dedos de la mano derecha y el chisquero en la izquierda. El tiempo se había detenido esperando las órdenes… Pedro bajó un centenar de metros a ver al coronel y, a la media hora, subió muy enfadado.

—Vámonos… —llegó Pedro tras recibir la orden del coronel—. Ya hemos visto lo que teníamos que ver.

—¿Qué? —la voz enojada de Longobardo se oyó entre la tropa, mientras apagó el cigarrillo con la bota. ¿Cómo que vámonos?

—Son órdenes… Nosotros volvemos al cuartel general, pero puedes quedarte aquí, allá tú. Ya habrá otro día… El ejército de Franco ya está ahí abajo…

—¿Quieres decirme a qué hemos venido? ¿Para qué hemos cruzado la frontera?, ¿eh? Dímelo tú, que parece que lo sabes todo.

—Hemos venido porque era lo que teníamos que hacer.

—Ya que estamos aquí, vamos a hacer algo sonao —se escuchó a alguien decir en el grupo.

En ese instante, Pedro al fin reaccionó. Sacudió el polvo de su gorra en la pierna, e incluso sonrió.

—“Cuando llegue el momento” —hizo una pausa y volvió a poner la cara de enfado—. “Lo haremos cuando llegue el momento”, con estas palabras lo ha dicho el coronel.

—¿Por qué estáis tan seguros de lo que dice el coronel? ¿O es que tiene sus propias fuentes de información? ¿Por qué no viene aquí ese tal Monzón a dar la cara?

Monzón estaba ese día en Madrid, y Pedro, que ya había cumplido los veintiséis años, se estaba oliendo el percal. La mayoría no tenían ni idea de dónde se estaban metiendo. Monzón seguía instalado, clandestinamente, en un chalé de Ciudad Lineal, dirigiendo el partido desde el interior, esperando desde la distancia las noticias sobre el resultado de la invasión.

—Lo que yo tengo es la obligación de velar por la seguridad de mis hombres —el coronel, subido en una roca, explicaba a los guerrilleros—. Para atacar, tendría que saber qué está pasando ahí abajo, y no lo sé, porque hace dos días que no puedo hablar con Toulouse.

—Pero nuestro deber es atacar…

—Sé cuál es mi deber, pero también sé lo que me prometieron nuestros dirigentes y superiores en Toulouse, antes de venir. Que nunca nos dejarían solos, y veo que lo estamos porque no contestan al teléfono. No he visto la huelga general que nos iba a dar la bienvenida en Viella. Tampoco he visto las protestas, los levantamientos populares contra las autoridades franquistas, y los vítores, y las proclamas a nuestra llegada. Soy militar, pero no soy tonto, y no vamos a atacar Viella en estas condiciones.

—Atacamos, la tomamos, y si hay que dejarla…, la dejamos.

—Hemos venido aquí para derrocar a Franco, no para jugar a los soldaditos.

Después, la mayoría de los camaradas asintieron con la cabeza, con la misma rabia de saber que, al menos ese día, habían fracasado. Subieron en silencio a los camiones, y en silencio volvieron a su cuartel de Bossost. Aceptaron, a regañadientes pero aceptaron de momento. Todo había salido mal, eso fue lo que pensaron la mayoría mientras viajaban apesadumbrados. Todo había salido mal, y ni siquiera sabían por qué. También pensaron que alguien se estaba equivocando en todo aquello.

Al llegar al cuartel general, un centinela cruzó la calle corriendo y, muy nervioso, se acercó hacia la cabina del camión en el que viajaba el coronel.

—¡El ejército de Franco ya está aquí! —gritó a voces—. Lo he visto.

No llegó a terminar de dar la noticia, cuando en la plaza parecía que se había extinguido la vida. La visión del pueblo era como un decorado y que sus habitantes lo habían abandonado.

—Yo… —resopló nervioso el centinela—, no tengo aire para darle explicaciones, pero les he visto. He visto, desde la torre, a muchos militares del ejército franquista en camiones llenos de armas, a unos dos kilómetros al sur. Tropas no había, pero igual vienen por detrás.

¿Dónde estaba el Buró Político del PCE ese día? En Moscú y otro en México. Y otro Comité Central en Buenos Aires y en La Habana, y Santiago Carrillo en el norte de África, haciendo una colonia comunista muy numerosa.  Si nos atenemos a la realidad y hechos históricos, y no a los relatos que años después escribiría mi querida y admirada Almudena Grandes, en su novela Inés y la alegría, gran parte de los guerrilleros que estuvieron en el sur de Francia, y los que entraron por el valle de Arán, no sabían que la orden la había dado Monzón, en un contexto de clandestinidad y falta de noticias. Obedecían como lo habían hecho durante todos esos años. Por lo tanto, el hecho de novelar la culpabilidad contra Monzón no lo veo oportuno, y tampoco la posterior retirada de las tropas por orden de Carrillo. Ambos eran estalinistas, uno más que otro, y ambicionaban el poder. Pero es mejor generalizar en ese sentido y contar en mi novela lo que realmente creo que sucedió.

La decisión de Monzón no fue bien vista por todos los dirigentes y militares comunistas, porque no confiaban en que se produciría un levantamiento popular en el interior de España, y porque el ejército franquista era mucho más numeroso. De todas formas, la decisión estaba tomada —incluso desde el año anterior se difundieron boletines con la idea de la insurrección nacional—, y en octubre de 1944 se inició la invasión con la idea de ocupar una pequeña franja de territorio y establecer un Gobierno provisional, presidido por un político republicano influyente. Se trataba de una cabeza de puente, confiando en que el pueblo español se sublevaría contra Franco y, con la ayuda militar de los aliados, podrían acabar con su régimen. Su optimismo infundado, y otros errores a la hora de calibrar la realidad social española, elaborados desde la clandestinidad, propició el desastre de la operación.

Desde otro punto de vista y extrapolándonos al contexto histórico e internacional del momento, la idea de la invasión no era tan alocada. La victoria de la Resistencia francesa, con la presencia importante de los guerrilleros españoles sobre los nazis, con la moral exultante, con la opinión generalizada entre las potencias aliadas de terminar con los países fascistas, o simpatizantes de ellos, y con una ayuda e intervención militar de esos países, se podría derrocar la dictadura franquista. Con ello cabe preguntarse si tras esa acción guerrillera, y con la hipotética participación militar aliada, qué podría haber ocurrido en Arán.

La invasión se produjo el 16 de octubre de 1944 con la entrada por los Pirineos de unos cinco o seis mil guerrilleros, veteranos de la Guerra Civil y del combate contra los nazis, bien armados y formados en escuelas de capacitación guerrillera creada por el PCE en el sur de Francia. El toledano Pedro Durán Sánchez, se encontraba entre los que tomaron Viella y varios pueblos colindantes. Era teniente de artillería y transmisiones de la 99 división, 410 brigada, perteneciente a los Guerrilleros Españoles de la Unión Nacional Española. Acababa de cumplir 30 años y de recibir esos galones —casi regalados, como otros muchos— de manos del jefe de la XI División, José Muñoz Lozano.

.          La emisora Radio España Independiente, la Pirenaica, celebraba la valentía de los guerrilleros de la Unión Nacional. Pasionaria tenía conocimiento de la invasión, pero no supo de lo ocurrido hasta transcurridas varias semanas por las dificultades de las comunicaciones. En aquellos momentos empezó la política antimonzonista por parte de los dirigentes comunistas españoles llegados a Francia y desde las otras direcciones del exterior. La lucha por el poder comenzaba y como había sucedido con anterioridad en el interior de España con el que fuera máximo dirigente del PCE, Heriberto Quiñones y ahora con Jesús Monzón, serían acusados de traidores, herejes y provocadores.

—Para nosotros, Monzón era nuestro único jefe —reconoció Pedro— Los demás nos habían abandonado, se habían puesto a salvo, a vivir cómodamente, dejándonos víctimas de un sálvese quien pueda…

Lo cierto fue que ningún dirigente comunista de ninguna nacionalidad podía desobedecer una directriz de la Internacional Comunista, en aquel momento en el que esta organización, que agrupaba a todos los partidos comunistas mundiales, constituía un único partido mundial.

—Sí, de esa tontería de Stalin nos enteramos a toro pasado. Pero nosotros cumplíamos órdenes de nuestros superiores —reconoció Pedro—. Además, los militantes que estábamos ahí estábamos deseando entrar en Arán. No solo fue cosa de Monzón. Habíamos sufrido tanto, tantos campos de concentración, cárceles, detenciones, torturas, hambre, miseria, frío, esclavitud…

Mientras Pedro Durán y Toledano se jugaban la vida en las montañas españolas, Hitler seguía residiendo en Berlín dando las últimas bocanadas. Jesús Monzón había estudiado este escenario con mucho cuidado, y en él confiaba, más que en ningún otro factor, para lograr el éxito de su operación.

Cuando se consumó el fracaso, la diplomacia europea intentó minusvalorar la invasión, en presentarla al mundo como un disparate. Todos quisieron ignorar que Franco había perdido los papeles y había estado acojonado.

—Los parias de la Tierra, siempre seremos los parias de la Tierra… —dijo Justino, que no quería cambiar de conversación.

—¿Y los británicos?, ¡que mamones!, ni una manita nos echaron —apostilló Pedro.

—Y los americanos, y los franceses y todos… —concluyó Sixto.

Los británicos eran expertos, desde muchos años atrás, en no intervenir en España, pasara lo que pasara. Gran Bretaña era la única potencia aliada que mantenía, desde el primer día en que acabó la Guerra Civil Española, una representación diplomática en Madrid. Sin embargo, los americanos lo demoraron hasta 1942.

Esos mismos hombres, que siguieron vistiendo el uniforme del ejército aliado, eran quienes cruzaron los Pirineos bajo la bandera de una plataforma democrática, que pretendía restablecer la legalidad constitucional suspendida por el golpe militar del 18 de julio. Querían instalar un gobierno republicano provisional en Viella. Sin embargo, Gran Bretaña, en lugar de ayudarles, como les ayudaron a ellos en su guerra, se posicionó de parte de su enemigo.

Franco estaba acojonado, sí, acojonado, aunque ya supiera de su éxito militar a tan solo diez kilómetros escasos de Francia. Pero expulsar a unos cuantos miles de idealistas comunistas, conllevaba la amenaza de tener un ejército desplegado a un paso de la Europa liberada.

El dictador recibía noticias en su despacho de El Pardo, vestido con traje gris, corbata oscura y zapatos negros de empeine blanco. En la solapa izquierda de su chaqueta brillaba una pequeña cruz laureada de San Fernando, bordada con hilos de oro. Un general entró precedido de un ujier, uniformado, que al instante se retiró y cerró la puerta detrás de él. Franco se levantó del sillón y, de su mesa de despacho de jefe del Estado, tomó una carpeta repleta de documentos.

—Nadie diría que los comunistas podrían entrar en España, como si saltaran la verja de un jardín —dijo el Caudillo señalando a la carpeta.

—Generalísimo —dijo el general entrante—. Es que la guerra mundial está perdida, y ellos lo saben. Los aliados tendrán el poder absoluto y cuentan con que recibirán su ayuda para proclamar aquí la República.

—Le escucho, siga.

—Soy un servidor de la patria y un servidor de Dios, no quiero ser fatalista. Me conoce bien. Me he educado en la milicia, por eso no me fío de Winston Churchill. Gran Bretaña es una potencia aliada y estos están en guerra con Alemania. Le recuerdo que los soldados rojos españoles, que huyeron a Francia, dicen haber jugado un papel decisivo en la derrota de nuestra querida Alemania…

Se rumoreaba que, en aquellas fechas, Franco no confiaba en nadie, ni en sus más fieles allegados, ni en su “cuñadísimo”, Serrano Súñer, a quien destituyó como responsable de Asuntos Exteriores en 1942, en teoría por ponerle los cuernos a la hermana de su señora. Así, en 1944, solo le quedaban su hermana Pilar y su primo Pacón, aunque tampoco les permitía muchas confianzas. Sobre todo, porque, una y otra vez, ambos le recordaban que había ganado la guerra civil por la ayuda de Italia y Alemania.

—Qué pena que no se dieran cuenta en ese momento, qué pena que los aliados europeos no nos pagaran con la misma moneda, qué pena que las tropas de Franco se volvieran a Madrid de rositas…

—Sí, no era descabellado —añadió Sixto—. El ejército aliado contaba en Europa Occidental con gran cantidad de unidades en situación de reserva, que ya no jugaban ningún papel en la guerra, pero aún no habían sido desmilitarizadas. Hubiera bastado con mandarlas a los Pirineos y…

—Claro —interrumpió Pedro a Sixto—, en el momento en el que los aliados hubieran puesto los pies en España, toda la población se hubiera hecho guerrillera. ¡Eso fue lo que nos faltó, el apoyo de la población!

Al cuartel general de Bossot las órdenes llegaron a través de algunos dirigentes del PCE que se trasladaron en coche para entrevistarse personalmente con el coronel.

—Nos vamos —dijo uno de los líderes comunistas—. Mañana, al amanecer, todos para Francia otra vez.

Aquel fue un golpe muy duro para muchos guerrilleros, sobre todo para El Toledano y para Longobardo. Cuando les dieron la noticia, más de una veintena de hombres vieron alejarse el vehículo de color negro de sus jefes y, a pesar de todo, camaradas. Muchos se mordieron la lengua para evitar gritos de desesperación. Otros, perdieron el equilibrio y se sentaron en el suelo a esperar órdenes del coronel, allí presente.

—¡No! —gritó Toledano, recién incorporado al grupo de Pedro—. No nos vamos.

—Yo también me quedo —se solidarizó Longobardo con su paisano.

֫—Toledano, Longobardo… Pensad lo que estáis diciendo, por favor —les aconsejó su amigo Pedro Durán—. ¿Os creéis que a mí me gusta volver a Francia con el rabo entre las piernas? ¡No me jodáis, anda!

—Pero es que… No puede ser —insistía Toledano—. Esto no se ha planificado bien, no sé de quién será la culpa, tiene que haber otra manera… No podemos regalarles España otra vez.

—Esa no es la solución, Toledano. Volveremos cuando sepamos que la gente de España nos ayuda. Si la gente nos hubiera apoyado, otro gallo cantaría…

—Pero aquí no hay obreros y jornaleros explotados en las fábricas y en los campos —insistió Toledano—. La población no quiere saber nada de política en este puto valle de Arán. ¡Si hubiéramos bajado por Asturias! Mira que os lo dije…

—¡Escuchar de una vez! —tomó la palabra el coronel—. Los españoles que nosotros esperábamos encontrar ya no existen. Están todos muertos, o en las cárceles, o están cagados de miedo…

—¿Y qué hacemos con los miles de camaradas que están luchando por sobrevivir en los montes de España?

—Ese es otro cantar, Toledano, el que se quiera quedar en estas montañas de maqui que se quede, aún está a tiempo, pero ahí abajo hay un ejército armado hasta los dientes que ha venido desde todas las partes de España.

—No podemos elegir, mañana por la noche los regulares estarán aquí. Pero en Europa, la guerra no ha terminado todavía. Cuando Hitler capitule, los aliados nos ayudarán y volveremos al Valle de Arán.

—¡Volveremos a Asturias!, que leches….

—Esto se ha acabado.

—No nos vamos, mi coronel. Otra vez Franco nos ganará otra guerra. Vamos a luchar por este trozo de España que hemos conquistado en Viella —repetía Pedro Durán.

—¿Y qué crees? ¿Que a mí me gusta que Franco me gane otra vez? ¿Qué no me jode volver a Francia? —reconocía el coronel.

—Pero es que no han planificado esto bien. Hay que encontrar otra manera. Esta zona es propicia para nosotros, y nuestros camaradas siguen resistiendo solos en las montañas de toda España —Pedro no se resignaba a volver al país galo.

—Las órdenes vienen de arriba, y lo sabes Durán. El problema ha sido el que sabemos todos: la gente de los Pirineos no nos ha apoyado.

—No nos han apoyado porque esta no es zona de jornaleros y la población no quiere oír hablar de política —dijo Pedro Durán ligeramente alterado.

—¿Nos vamos a las costas de Andalucía a reconquistar España? ¡Escúchame de una puta vez, Durán! Los españoles de nuestros años han cambiado, hace cinco años que terminó la guerra. Los españoles que nos apoyaban entonces están exiliados, encarcelados, fusilados, atemorizados y represaliados por la dictadura, en la cárcel, fugados en la sierra… —dijo otro.

—¡Eso no es verdad! En el monte hay un ejército, miles de hombres que están esperando que los aliados cambien su política contra el fascismo —no le faltaba razón a Toledano.

A Durán le costaba entender que España ya no era su país. Le gustara o no, era la verdad. Y eso fue lo que le hundió del todo.

—Tienes razón, Durán. No podemos dejar España así como así. Prefiero morir aquí, a volver a Francia humillado. ¿Quién cojones ha planificado esta invasión?, ¿dónde están los mandos del PCE? —una voz nueva, con acento catalán, apareció en la conversación.

—Os dije antes de venir que no me fiaba un pelo, ¿o no os lo dije? Todos queríamos entrar en España porque el plan era cojonudo, lo demás nos importaba una mierda —repetía otro, con pesadumbre.

—¡No se discuta más! —el coronel ordenó el final de la discusión—. Mañana por la noche, las tropas de Franco estarán aquí. Pero en Europa, la guerra no se ha terminado aún. Cuando Hitler la pierda definitivamente, los aliados…

—¡Los aliados!, ¡los aliados! Estos nunca han hecho nada por nosotros, y nosotros mucho por ellos —interrumpió Pedro, quien se había jugado la vida por los anteriores.

—Es posible que dentro de unos meses, volvamos aquí con su ayuda —intentó el coronel calmar los ánimos.

—No, camarada, no —insistió Durán—. Eso no se lo cree nadie, y tú los sabes.

La tirantez se distendía mientras volvían hacerse corros entre los guerrilleros y cada uno tenía su propia opinión.

—¡Yo me quedo! Soy un antifascista y he venido a morir aquí —exclamo el catalán, dando un paso al frente.

—Nosotros también nos quedamos. En Francia no se nos ha perdido nada —se oyeron más decisiones y más pasos al frente.

—Yo me lo voy a pensar…—dijo dubitativo el teniente Durán.

Era verdad que se iban, igual que habían venido, que se llevaban lo que habían traído. El coronel había ordenado otra vez silencio.

Para Franco también supuso un grave susto lo de Arán. No podía permitir para el futuro, que unos cuantos miles de hombres, en su mayoría comunistas, arriesgaran su vida saltando la verja del jardín y se adentraran en España. Por ello, a partir de entonces, fortaleció la frontera en los Pirineos para evitar que aquello fuera un coladero. Aquel intento le costó la vida a un número indeterminado de soldados del ejército de la Unión Nacional Española. Ninguna cifra puede aceptarse como definitiva, porque el recuento de bajas varía según las fuentes. Ciento treinta muertos es el dato que más se repite, aunque a juzgar por el testimonio de Pedro Durán, se puede aventurar casi con certeza que no fueron tantos. Los números que manejan para evaluar las pérdidas en el otro bando son muy inferiores, pero también mucho menos fiables.

Se iban. Se marchaban igual que habían venido y que se llevaban lo que habían traído. España, la pobre España. Aquel país atemorizado, humillado, cada día más cobarde, para desgracia de aquellos guerrilleros que querían luchar contra la tiranía de las cadenas. El mástil del barco, tambaleante y rendido, puso dirección a Francia, buscando tierra. La invasión de Arán había sido un fracaso, sí, con su correspondiente lista de muertos, heridos y prisioneros, pero un fracaso de los políticos que no supieron valorar a los militantes de base de su partido, tanto en España como en Francia.

Pedro Durán Sánchez salió vivo de Arán, pero muchos soldados de la UNE murieron en la invasión. Sus nombres han sido absorbidos por la aspiradora de los cadáveres incómodos, hasta hacerlos desaparecer para siempre.

A partir de ahí, silencio. En Arán se apagó una luz que continuó desconectada durante muchos años, para que las aguas del principal partido antifranquista del exilio republicano español volvieran a su cauce. Nadie quería oír hablar del tema, en España ni en Europa. Los aliados evitaron incluir la invasión en sus relatos de la última etapa de la Segunda Guerra Mundial, y aún más sus comprometidas relaciones con Franco y sus enemigos en el exilio. Y el PCE, menos aún. Por razones obvias, hizo lo que pudo para que no se hablase del valle de Arán.

Tras la detención del máximo dirigente del PCE clandestino en España, Jesús Monzón —librándose de la pena de muerte por una condena de treinta años, debido a sus antiguas amistades proclives al régimen franquista—, y con el cambio de táctica utilizada en el seno de la actividad política comunista antifranquista (la lucha armada dentro de una serie de Agrupaciones Guerrilleras en casi todo el país), tuvo lugar el protagonismo de Santiago Carrillo dentro del PCE en España y en Francia. Junto con la ayuda de sus hombres de confianza, Carrillo inició una etapa de acusaciones y depuraciones, incluso físicas, en la organización clandestina comunista, con una estructura de partido más férrea y ortodoxa, imbuido por el estalinismo contra los enemigos del comunismo.

En el silencio expiró el recuerdo de unos cuantos miles de españoles que arriesgaron su vida por la libertad y la democracia de su país. La Historia, con mayúsculas, la escriben siempre los vencedores, pero su interpretación no tiene por qué ser siempre la verdadera. Muchas derrotas, lejos de implicar un deshonor, pueden ser más dignas que muchas victorias. Pero España es un país que siempre ha ido en dirección contraria a la del resto de las naciones de Europa. Aunque parezca mentira, aquellos guerrilleros, como Pedro Durán o Sixto Agudo, han sido más reconocidos en el extranjero que en su propia patria.

Tras el fracaso del Valle de Arán, Pedro Durán arregló pronto los papeles para contraer matrimonio en 1946 con la francesa Paulette Christiane Suzanne Emile, de cuyo matrimonio nacieron tres hijos: Michel, Didier y Yolande. Aquel lunes, 25 de noviembre de 1946, fue el día más feliz de su vida, aunque faltaba su madre, Águeda, y el resto de su familia española. Paulette lucía un moño alto, airoso y elegante. En sus manos, un ramo de gardenias, rosas y orquídeas. Sobre el pelo se colocó con mucha gracia un diminuto casquete redondo, rematado con una malla muy favorecedora.

—¡Qué guapa! —piropeó Pedro Durán.

Merci, Pierre, ¡je t’aime!

Cuando salieron por la puerta del ayuntamiento de Falaise, el matrimonio salió escoltado por una legión de mujeres perfectamente vestidas, peinadas y pintadas para la ocasión. Paulette acababa de casarse con el teniente Durán, nacido en Santa Olalla, provincia de Toledo, el día 9 de septiembre de 1914. Así lo escucharon todos al principio de la ceremonia.

Aquel día, ofrecieron un menú francés de dos platos y postre, pero no faltó la tortilla de patatas.

—He pensado que, si a ti te parece bien, me voy a guardar tu ramo de flores para cuando venga mi madre a vernos.

—¡Trés bien chéri!

Durán no podría olvidar ese momento tan feliz. Él, que se había jugado la vida tantas veces en la Francia ocupada, ahora estaba vivo para emprender una nueva vida con la persona a la que amaba. Él, que se había jugado tantas veces la vida defendiendo a la República de su país, ahora lloraba de alegría. Él, que había sido ninguneado por la dirección del PCE en el fiasco de Arán, sabía que todo lo peor ya había pasado. Ahora estaba haciendo carantoñas a su esposa, entre plato y plato. Se atrevía a saludar en perfecto francés a los familiares y amigos de Paulette. Ese era el español que había luchado por la democracia y contra el fascismo.

—Cuando salí de España, yo no sabía que me marchaba a un mundo donde no iba a escuchar flamenco, sin corridas de toros, sin alegría, sin sol, sin música durante todo el día, sin cocidos, sin matanzas, sin saetas, sin primaveras, sin bares abiertos… ¡Pero ahora soy feliz, Paulette!, ¡este es mi país!, ¡no quiero volver a España nunca más!, ¡no quiero volver a un país de fascistas!

—¡Trés bien chéri!

Cuando Michel cumplió unos años más, le asombró que su padre hubiera echado de menos tantas cosas y que nunca hubiera querido hablar de ellas, pero nunca se atrevió a preguntarle por qué.

—Cuando has nacido en un sitio y te marchas lejos, los otros cielos parecen tan pobres, tan falsos, como los que están pintados en los decorados de los teatros —reconoció Pedro al oído de su esposa.

—¡Mi amor!, ¡pero mi cielo es el de Normandía! —reconoció Paulette en perfecto castellano.

—Y mi cielo también es el tuyo, cariño…

Merci beaucoup Pierre.

—He perdido, y ganado, tantas cosas en mi vida que me da miedo que a nuestros hijos les ocurra igual. ¡Tenía 22 años cuando me dieron un fusil para ir a la guerra!, ¡dos días de instrucción, y al frente!, ¡hala! Pero duré, ya lo creo que duré. Aguanté otra guerra más y después asistí a la proclamación de la República en territorio español. ¡Qué gustazo me di!

—Hoy no es día de hablar de eso, olvídate de Arán —insistió la novia.

 

En Francia, año tras año, se siguen celebrando homenajes a los Guerrilleros, con mayúsculas, que lucharon por la liberación de su país de la invasión nazi. A Pedro Durán se le saltaban las lágrimas, cuando en la ciudad donde vive, las autoridades locales depositaban una corona de flores ante el monumento a los guerrilleros españoles muertos por Francia y por la libertad. El fracaso de Arán no fue suficiente para arruinar el prestigio de Pedro Durán y de otros muchos españoles que participaron en la invasión.

Hasta el día de hoy, los excombatientes han intentado que la bandera republicana fuese colocada al pie del monumento, al lado o incluso en lugar de la roja y gualda. Hasta ahora no lo han logrado, y como reproche, todos los años exhiben en la solapa un trapito o una insignia tricolor que recuerda el exilio de cientos de miles de españoles en 1939. Cuando la comitiva se marchaba, ellos se quedaban en la plaza, allí donde Pedro y sus hombres tendieron una emboscada a una columna alemana que iba a reconquistar aquella ciudad, recién liberada. Tenían aún recuerdos que contarse.

 

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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