Final de la Guerra Civil. El golpe de Casado

Final de la Guerra Civil. El golpe de Casado

 

Entre febrero y abril de 1939 se desencadenó el final del Gobierno republicano en España, aunque continuase su actividad en el exilio. Así, durante la última reunión de las Cortes republicanas en tierra española, que tuvo lugar en las caballerizas del castillo de San Fernando de Figueras, el 1 de febrero de 1939, su presidente, Diego Martínez Barrio, pronunció un conmovedor discurso que sabía a derrota. Días después, franquearon la frontera francesa los presidentes Azaña, Negrín y el propio Martínez Barrio, seguidos de Companys y Aguirre. Tras la dimisión presentada por Azaña en el Consulado de España en Toulouse, la República había quedado sin dirección y el Consejo Nacional de Defensa hubo de reunirse en París para admitir dicho cese e intentar designar a Martínez Barrios como nuevo jefe de Estado. Pero éste se negó a aceptar el nombramiento, hasta que Negrín no le informase de la situación política y del desarrollo de las operaciones militares. Ante la falta de respuesta del presidente del Gobierno, Martínez Barrios también abandonó su cargo de presidente de las Cortes, además de no aceptar más puestos.[i]

Cuando Negrín regresó a España, de un corto viaje a Toulouse, se encontró con una avanzada trama conspiratoria de carácter militar liderada por el coronel Segismundo Casado, responsable del Ejército del Centro y, entonces, inmerso en negociaciones con el cuartel general de Franco. La conjura también tenía ramificaciones civiles, ya que contaba con la participación de políticos como el socialista Julián Besteiro y el anarquista Cipriano Mera, quien recibiría apoyo de la CNT madrileña. Inicialmente, los golpistas solo querían deshacerse de los comunistas, pero cuando comprobaron que Negrín no estaba dispuesto a colaborar, también prescindieron del presidente del Consejo de Ministros.[ii]

La sublevación se consumó en los días 5 y 6 de marzo de 1939, y el pretexto fue evitar un golpe de los comunistas para apoderarse del Ejército y del poder, amparándose en unos supuestos nombramientos de cargos militares realizados por Negrín como ministro de Defensa. Sin embargo, no hubo ningún golpe de éste en favor del PCE, y la conjura casadista estaba preparada con bastante anterioridad a los nombramientos que sirvieron como excusa. El ingenuo de Casado, que comenzó a establecer contactos con los sublevados, creía que entre militares podría conseguirse una paz honrosa.[iii]

El coronel Casado constituyó un Consejo Nacional de Defensa, con José Miaja en la presidencia, Julián Besteiro al frente de la Consejería de Estado y Wenceslao Carrillo en Gobernación. Es decir, estaban representadas las distintas fuerzas políticas con la excepción de los comunistas. El socialista Juan Negrín y los dirigentes del PCE tuvieron que huir para salvar sus vidas, mientras sus fieles en Madrid se opusieron con las armas a los golpistas. Los combates cesaron el 12 de marzo de 1939, y el balance de muertos en la capital sumó dos millares.

La consecuencia de la rebelión casadista no fue solo la rendición sin lucha ante Franco, sino la captura por los rebeldes de miles de personas, entre 12.000 y 15.000, que no tuvieron tiempo ni posibilidades de escapar del país, destacando la ratonera en que se convirtió el puerto de Alicante a la espera de unos barcos que nunca llegaron. La guerra acabó para la República como había comenzado, con un golpe militar que pretendía prevenir una revolución comunista, y en el mismo escenario: la ciudad de Madrid.[iv]

 

           Final de la guerra civil en la comarca de Torrijos

 

Con la victoria militar cayeron las instituciones democráticas, pero faltaba la demolición total del republicanismo del que aún se temía fuera capaz de reverdecer y reorganizarse. Por ello, la represión comenzó a hacerse pensando en el presente y en el futuro. La deseada paz para todos lo fue solo para los vencedores y sus adeptos. Muchos de los derrotados creyeron las vagas promesas de que no tenían nada que temer, pero no fue así. A finales de marzo de 1939, los frentes que quedaban se derrumbaron sin resistencia y una masa enorme de soldados republicanos entregó sus armas. Larguísimas colas de prisioneros, demacrados y hambrientos, podían contemplarse por las carreteras o calles de las ciudades. Por todas partes se veían gentes despavoridas, familias errantes, en un trasiego de población caminando hacia sus hogares.

En Santa Olalla, al no existir prisión municipal, se utilizó el céntrico y deshabitado caserón de doña Elisa, situado en la plaza, como recinto para detenidos. Después, algunos quedaron provisionalmente en libertad y otros muchos fueron trasladados a la cárcel de La Seda, en Talavera; pero la gran mayoría serían juzgados por los tribunales militares. El casi centenar de arrestados esperaban hacinados la determinación que las autoridades franquistas iban a tomar con sus vidas. Algunos  conseguirían su libertad provisional, con la simple obligación de acudir periódicamente al Ayuntamiento y la prohibición de salir de la localidad sin salvoconducto. Sin embargo, muchos se arrepentirían de haber regresado a sus domicilios ante la creencia de que, al no haber estado implicado en delitos de sangre, su vida no correría peligro. No obstante, para la gran mayoría de los que no volvieron también habría castigo.

De aquel grupo de 92 reclusos, el que primero encontraría la muerte sería Eugenio de la Vega Plaza, alcalde de Santa Olalla desde junio de 1934 hasta la primavera de 1936. Éste optó por el suicidio el día 28 de agosto de 1939. Se ha indagado con mayor interés el caso de Eugenio porque una modalidad de tortura, muy propia de los primeros meses de la posguerra, era la protagonizada por jóvenes falangistas y familiares de las víctimas de aquel verano de 1936, que hacían visitas a las cárceles para propinar terribles palizas a los presos. Algunas de estas agresiones acabaron con la vida de más de uno, cuyo certificado de defunción era falseado con la palabra “muerte por ahorcamiento” o “shock traumático”, para hacer creer que la muerte se produjo por suicidio. Pero éste no fue el caso de Eugenio de la Vega Plaza, aunque la causa del fallecimiento en su certificado dijera «asfixia por suspensión o colgadura».[v]

Otro caso de suicido similar ocurrió en Escalona con el preso Rodríguez del Val, médico de la villa. Fue sacado del penal de San Antón, en Madrid, y trasladado a este municipio para ser juzgado. Aquí, le esperaban las enfurecidas familias de las víctimas de aquel verano de 1936, pidiendo venganza a gritos. Con todo, el consejo de guerra no llegó a su fin porque no pudo celebrarse el juicio. Ocurrió que el 13 de agosto de 1939, el detenido apareció ahorcado en extrañas circunstancias en el calabozo del Ayuntamiento.[vi]

También en Escalonilla, Gregorio Calvo Molina y Martos del Moral Ayllón, que fueron apresados en el Ayuntamiento en abril de 1939. A la mañana siguiente sus guardianes salieron boceando a la puerta de la casa consistorial: «¡Se han ahorcado! ¡Se han ahorcado!». Otros muchos escalonilleros fueron condenados a realizar trabajos forzados en campos de concentración.[vii]

Al menos, dos torrijeños pudieron morir en su celda bajo tortura. Nos referimos a  Máximo Vázquez López y a Manuel Sánchez Espinosa, “Clavel”. El primero de ellos fue sereno del Ayuntamiento durante la República y Guardia de Asalto en la guerra. Al día siguiente a prestar su primera declaración, el 28 de abril de 1939, apareció ahorcado en la cárcel torrijeña. Su compañero de prisión, “Clavel”, era conocido por todos como el miembro más destacado del Comité. También murió el día 2 de mayo de 1939 en la cárcel de Torrijos en extrañas circunstancias que su hoja de defunción recoge como “shok por asfixia”, es decir, ahorcamiento. Sabía que iba a morir, bien fusilado en las tapias del cementerio, bien torturado, o ambas cosas a la vez. Lo cierto es que existe una declaración, firmada por él, un día antes de su muerte, y en presencia del comandante militar de la villa Victorio Benítez Fernández, autoinculpándose de ser el inductor de todos los asesinatos antes referidos, pero imputándole al alcalde Cebolla las mismas responsabilidades que las suyas. Alguien comenzó una persecución silenciosa contra éste alcalde, acabando con su vida en las tapias de un cementerio de Madrid. Estos torrijeños pudieron ser víctimas de la llamada “tortura judicial”, aquella que se aplicaba en presencia o a instancias del juez militar. Los presos eran llamados “para diligencias”, es decir, interrogatorios o careos, pero las declaraciones se obtenían mediante bárbaras palizas y las víctimas acababan firmando cualquier documento que les pusieran por delante.[viii]

En La Puebla de Montalbán, al no existir prisión municipal, se utilizó el convento de Franciscanos como recinto para detenidos. Después, algunos quedaron provisionalmente en libertad y otros muchos fueron trasladados a la cárcel de San Bernardo, en Toledo. Pero la gran mayoría serían juzgados por los tribunales militares. Sin embargo, a las  mujeres solo se les rapó la cabeza y fueron obligadas a beber aceite de ricino, para después ser paseadas por las calles del pueblo. Igualmente se propinaron palizas a los detenidos por parte de falangistas que habían sufrido la muerte de familiares durante la República.

Así lo narró en su libro autobiográfico el pueblano Justino de la Concepción García, soldado del Ejército Republicano, tras su regreso a La Puebla de Montalbán en aquel año de 1939:

 

Cuando llegué al pueblo, mi madre y hermanas abrieron la puerta a las dos de la madrugada. Todos fueron abrazos y lágrimas. Vestían de luto porque habían matado a mi padre. Al día siguiente, me aconsejaron presentarme en el cuartel de la Guardia Civil, y así lo hice. Pero al llegar, me encerraron en el convento Franciscano con el resto de compañeros. Al primero que vi fue a Leocadio Jiménez, “El Fati”, que tenía el cuello y las muñecas vendadas tras un intento de suicidio: había pasado toda la guerra encerrado en una cueva. Pidió a su madre una cuchilla de afeitar porque estaba harto de que se rieran de él.

Todos los días nos sacaban a recoger las basuras del pueblo. En una ocasión me encontré con Joaquín “El Mulero” y me tiró un palo llamándome rojo. A la vuelta, un grupo de vecinos, que eran los chivatos del pueblo, no cesaron de insultar.

Pasado cinco meses, el día que nos sacaron en dos camiones para llevarnos a la prisión de Toledo, el pueblo nos gritaba e injuriaba mientras subíamos. Al final de la carretera vi a mi madre llorando que me saludaba con la mano.[ix]

 

También, en aquella primavera de 1939, la autobiografía del santaolallero Vicente González Gómez, soldado del Ejército republicano, después cabo de la Guardia Civil en la posguerra, narra con detalle su humillante vuelta a Santa Olalla:

 

Al llegar a la estación de ferrocarril de Carmena comprobé que estaba patrullada por falangistas. Como tenía la conciencia tranquila, no tuve miedo; aunque venía de perder la contienda en el otro bando. Caminé los seis kilómetros que separan el apeadero de Santa Olalla y al llegar a casa nos fundimos toda la familia en un abrazo. Los primeros meses no pude trabajar porque estaba enfermo con anemia y tuberculosis, pero mi primo Serapio me ayudó y sobreviví con la caza furtiva en el campo. El recibimiento que nos hicieron en el cuartel de la Guardia Civil de Santa Olalla, tanto a mi amigo Teodoro, El Sabido, como a mí, fue poco afectuoso: «¿Venís aquí para que os firmemos un papelito de antecedentes de buenos chicos cuando sois más malos que Judas?», nos dijo malhumorado el cabo de la Benemérita cuando les solicitamos un certificado de antecedentes penales para ingresar en el ejército de la Nueva España. Todo acabó en una gran paliza a mi compañero Teodoro, sin motivo alguno, que le obligó a guardar cama durante algunos días. Como éste había simpatizado con los rojos, aunque era muy buena persona, no le entregaron el documento que buscaba. En cambio, yo sí lo recibí porque mi familia nunca estuvo significada políticamente. Pero como no me pareció ético lo que acababa de ocurrir, no utilicé el documento de buena conducta para enrolarme en el ejército y esperé unos meses más para acudir por mi quinta.[x]

 

Los campos de concentración tuvieron carácter provisional y sirvieron para acoger al Ejército Republicano cautivo, además de filtro para la depuración de responsabilidades, en busca de cargos públicos, políticos significados o personas con historial revolucionario. La primera intención del régimen fue abrir un gran proceso de investigación, pidiendo informes sobre cada prisionero. Pero tal empresa resultó complejísima, por lo que se decidió que fueran los mismos detenidos quienes buscaran sus propios avales.

Si el franquismo vencedor hubiera arbitrado una política de reconciliación nacional, el fenómeno del desmesurado exilio de 1939 no habría tenido lugar. Sin embargo, en febrero de 1939 entraron en Francia unos 470.000 refugiados (a finales de 1938 ya se encontraban allí unos 45.000, más otros 12.000 que lograron salir por el puerto de Alicante antes del bloqueo final). No obstante, tras los meses posteriores regresaron a España aproximadamente la mitad. El Gobierno y la derecha francesa los recibieron con hostilidad y no recibieron el estatuto de refugiados políticos hasta 1945, cuando al fin hubieron de reconocer que miles de españoles habían derramado su sangre por el país galo frente a los nazis.

En el norte de África, las autoridades francesas también acogieron con hostilidad a los españoles, encerrándoles en campos de concentración o empleándolos en los trabajos forzados de la construcción del ferrocarril transahariano. Este fue el caso del alcalde socialista de Arcicóllar, Eugenio Pantoja Moreno. Como tantos otros, sería juzgado por los seis  asesinatos ocurridos en su pueblo bajo su mandato. Pero como huyó a Orán (Argelia) al acabar la guerra, hubo que esperar a su regreso voluntario, 21 años después, para que fuera condenado a muerte por los tribunales militares en 1961. Sin embargo, su ejecución no se llevó a cabo porque le fue conmutada la pena.[xi]

La embarcación del primer edil arcicollero tocó tierra en Orán un mes después del final de la guerra, pero las autoridades francesas le denegaron el permiso para desembarcar, al igual que al resto de sus pasajeros. Con escasez de alimentos y agua, y en condiciones de hacinamiento extremo, los franceses solo cedieron cuando hubo riesgo de enfermedades infecciosas, y finalmente trasladaron a los refugiados a campos de internamiento. Los cuatro primeros años de su estancia en el continente africano los pasó en el exilio, recluido en el campo de concentración de Bogaril (Argel), y cuando obtuvo la libertad ejerció su profesión de zapatero en esta capital, hasta que en 1960 decidió voluntariamente volver a España para ser juzgado.

El buque francés “Sidi Mabrouk” atracó en el puerto de Alicante, procedente de Argelia, el día 5 de abril de 1960, con el primer edil a bordo. En un primer momento se le negó la entrada en España, pero Eugenio Pantoja anunció a las autoridades aduaneras que venía para que se le juzgara por hechos cometidos hacía 24 años. El viejo alcalde era sabedor de que el régimen de Franco había promulgado leyes más benignas con los represaliados de la guerra civil.

Sin embargo, Félix Pantoja Moreno, hermano del citado alcalde, no consiguió salvar su vida. Sería detenido en la frontera de Figueras el 19 de septiembre de 1939 cuando intentaba pasar al país vecino. Previamente, la Guardia Civil advirtió nervios y contradicciones, por lo que pidió informes a Arcicóllar. Aquí, el jefe de Falange, confirmó al servicio de aduanas de los delitos que presumiblemente se le imputaban. Junto con la documentación requerida, también se remitió la preceptiva denuncia formulada por los familiares de las víctimas de aquel verano de 1936. Entre estos se encontraba su enemigo político, Críspulo Martín Caro, que había perdido a su hijo Victorio en plena revolución. En la sentencia dictada en Toledo, el 17 de septiembre de 1942, Pantoja Moreno fue condenado a muerte por su posible participación en la muerte de un convecino, pero la pena le fue conmutada.[xii]

Otro vecino significado de la comarca que pudo marchar a Rusia, pero no lo hizo, fue el alcalde socialista de Gerindote, Adrián Rodríguez Calvo. Tuvo la oportunidad de asilarse con los compañeros del batallón Dimitrof que regresaron a su patria. Pero, desestimó la invitación porque creyó que su actuación de guerrillero en tiempo de guerra no sería juzgada por los tribunales militares. Además, su familia numerosa le estaba esperando para salir adelante todos juntos, tras la reciente muerte accidental  de un hijo en plena guerra. Sin embargo, todos se arrepentirían después por tan errónea decisión. En efecto, ya en abril de 1939 Adrián ya estaba siendo interrogado por el juez militar de Torrijos, para después ser condenado a muerte el 1 de julio del mismo año. Unos meses después, el 11 de noviembre, junto con el amigo Juan Rivera Garoz, y otros catorce vecinos más, en su mayoría de Torrijos, fueron ejecutados en las tapias del viejo cementerio de esta localidad.[xiii]

Algunos españoles, ya nunca más volverían a vivir en su patria porque formaron una familia en Francia, como Pedro Durán Sánchez, vecino de Santa Olalla. Perteneció a aquel nutrido grupo de republicanos españoles en el exilio que formaron parte de la resistencia francesa contra los alemanes en la II Guerra Mundial. También, prestó sus servicios como teniente de artillería de los guerrilleros que participaron activamente en la fracasada invasión del Valle de Arán, en octubre de 1944. El santaolallero sufrió la visión completamente falsa que de la realidad española tenían los dirigentes del PCE (desconocían el apoyo con el que Franco contaba entre la población, de ahí la decepción). Sin embargo, Pedro volvió a España por primera vez en 1981. Antes recibió la visita de su madre, que viajó en 1958 de Santa Olalla a Normandía, con tan mala fortuna de que a la vuelta de Francia falleció la anciana en la frontera de Bayona de muerte natural.[xiv]

A fin de sustanciar los miles de sumarios incoados contra más de 280.000 detenidos, el régimen se vio obligado a crear multitud de juzgados militares, que se vieron totalmente saturados en los tres primeros años de la posguerra. Los consejos de guerra a que daban lugar las denuncias eran casi siempre colectivos. Una vez que los procesados se hallaban acomodados en la sala, amarrados de dos en dos, y custodiados por guardias civiles, el tribunal ocupaba el estrado y comenzaba la farsa jurídica cuyo desenlace ya estaba previsto. Las intervenciones del tribunal incidían muy poco en el presunto delito cometido por los procesados y más en la trayectoria obrerista de los acusados, remontándose a los años de la República, destacándose su filiación a partidos y sindicatos. En otras ocasiones, los procesados sí habían intervenido en los asesinatos cometidos en aquel verano de 1936, una vez iniciada la contienda. Algunos de estos procedimientos son analizados al final de esta obra, en su localidad correspondiente.

Pero ya adelantamos aquí que los últimos alcaldes frentepopulistas también fueron juzgados por los tribunales militares al acabar la guerra, y todos ellos sufrieron alguna condena, salvo el de Albarreal de Tajo que fue absuelto en 1937. Sin embargo, muchos de ellos murieron en un pelotón de fusilamiento: Torrijos, Val de Santo Domingo, Escalonilla, Rielves, Fuensalida, Gerindote, La Torre y Nombela. El primer edil de esta última localidad fue el primero en perder la vida,; sería conducido desde Nombela a Escalona, en octubre de 1936, para ser asesinado sin juicio previo. Algunos mandatarios, como los de La Puebla de Montalbán, Arcicollar o Carmena, salvaron su vida porque se marcharon al extranjero. Y otros, sufrieron solo años de prisión, como los de Almorox, Burujón y Carpio de Tajo.

La llamada represión franquista fue más prolongada en el tiempo y mejor planificada que la frentepopulista, que solo duró los meses de verano del inicio de la guerra civil. Otros muchos represaliados  fueron condenados a realizar trabajos forzados en campos de concentración. Uno de ellos estaba en el Pirineo Navarro. Aquí, Franco comenzó a realizar la carretera de Lesaka a Oirztzum (Guipúzcoa) con mano de obra presidiaria. Esta vía destacaba por la magnitud de las obras y su importancia estratégica en la defensa de la frontera de los Pirineos. Según el listado extraído del Archivo Municipal de Lesaka, un total de 466 trabajadores forzados eran originarios de localidades toledanas, siendo la comarca de Torrijos la que más hombres aportó a los batallones de trabajo forzado.

A veces, se incoaban consejos de guerra en los que una “mano negra”, y silenciosa, actuaba fuera del sumario, como ocurrió con Rivera Cebolla. Este alcalde de Torrijos sí recibió avales e informes favorables de la Iglesia y Falange, además de multitud de testigos que declararon a su favor. Sin embargo, la presión popular adiestrada por los denunciantes consiguió su muerte en 1944. A lo largo de este extenso consejo de guerra se pueden constatar la depravación y deshumanización de estos siniestros órganos que condenaron a muerte a una persona, a sabiendas de que era inocente.

El Tribunal Supremo denegó, en febrero de 2011, la revisión de la sentencia del consejo de guerra que condenó a muerte al poeta Miguel Hernández, pena luego conmutada por 30 años de reclusión. Sin embargo, la sala reconoció que la condena se impuso por “motivos “políticos e ideológicos”, fue “radicalmente injusta” y carecía de vigencia jurídica en la actualidad. No obstante, el fallo de dicha resolución judicial no proclamaba la nulidad de dicho proceso, que es lo que pretendía la familia del escritor, setenta años después de su muerte en la cárcel de Alicante.[xv]

 

Guerrilleros en las sierras toledanas

Para muchos españoles la Guerra Civil todavía no había terminado. Nada más finalizar la contienda miles de republicanos perseguidos se refugiaron en las montañas para salvar sus vidas. Eran los llamados “maquis”. Aunque éste vocablo es un galicismo, lo utilizamos por su evidente popularidad junto con el de guerrilleros o huidos.

Los primeros huidos eran republicanos con responsabilidades políticas (alcaldes, concejales, miembros de comités obreros, etc.) o implicados en hechos sangrientos en el año 1936, que querían evitar ser juzgados por los tribunales militares, o simplemente querían seguir luchando por la República sin estar encausados en proceso alguno. Fueron el primer embrión de las partidas de “maquis”, ya que la gran desbandada hacia la sierra se produjo a partir de 1940.

Los guerrilleros pensaron que la dictadura tenía los meses contados y soñaban que los aliados europeos derrocarían al régimen franquista. Por este motivo, cuando bajaban a las poblaciones para robar y aprovisionarse de comida, lo primero que buscaban eran periódicos que les informaran de la evolución política en Europa.

Los “maquis” de la sierra, a los que el régimen franquista pronto les convirtió en “bandoleros” o “ladrones”, apostaron por una lucha contra corriente, utópica y trágica. Solos y abandonados por las democracias occidentales, optaron por defenderse en las montañas antes que rendirse. La naturaleza agreste del relieve no sólo les brindaba una estratégica posición, sino que dificultaba ser descubiertos con mayor facilidad por la Guardia Civil. Además, podían disponer de algunos medios de subsistencia, como la caza y recolección de frutos silvestres, unidos a los que podían suministrarles sus familiares, amigos y simpatizantes. Muchos de éstos eran, a su vez, colaboradores, enlaces que les facilitaban información sobre los movimientos de la Guardia Civil, y a los evadidos de las cárceles les indicaban donde podían contactar con otros huidos.

Los guerrilleros más perseguidos de la comarca, que operaban en Los Montes de Toledo, fueron “El Chato de la Puebla” y “El Rubio de Navahermosa”, que llegaron a liderar una partida de más de 30 hombres, entre los que se encontraba “El Lobo de Carmena”. Después pasaron a actuar por separado, aunque sus destinos corrieron trágicas suertes paralelas en el tiempo. De ellos narramos con amplitud sus biografías en el capítulo de Carmena.[xvi]

Otro vecino de Santa Olalla, Eugenio Collado Rodríguez, huyó a Madrid en septiembre de 1936, y después de acabar la guerra lideró una partida de guerrilleros en la serranía de Córdoba, con el apodo de “El Capitán Corruco”. El día 11 de marzo de 1942 caería abatido en un enfrentamiento con la Guardia Civil por aquellos montañosos parajes. Estaba acusado de asesinar a su convecino, Juan Sánchez “El Panadero”, el 20 de agosto de 1936, a plena luz del día y ante testigos presenciales de los hechos.[xvii]

Desde 1942, Juan Negrín estaba impulsando, en Toulouse, su propia plataforma política: la Unión Democrática Española. Pero, en 1943, el Partido Comunista de España (PCE) la abandonó expresando su hostilidad a los gobiernos en el exilio, para crear su propio soporte, la Unión Española Nacional. Esta organización cubrió las incursiones guerrilleras en Francia (invasión del Valle de Arán) y en el interior de España. En definitiva, tras la finalización de la Guerra Civil española, lo que quedó de manifiesto desde el primer momento, en la lucha antifranquista, fue que el PCE era la organización política más organizada y combatiente.

Los dirigentes comunistas crearon pequeñas células para reorganizar el Partido y crear un frente común contrario a la dictadura franquista. A partir de 1945, el pueblano  Justino de la Concepción, y otros muchos vecinos de la comarca de Torrijos, iniciaron una peligrosa tarea: la formación de un comité local del PCE.

Tras la detención del máximo dirigente del PCE clandestino en España, Jesús Monzón, y con el cambio de táctica utilizada en el seno de la actividad política comunista antifranquista, tuvo lugar el protagonismo de Santiago Carrillo (llegó a Francia, procedente del norte de África, tras su exilio americano) dentro del PCE en España y en Francia. Junto con la ayuda de sus hombres de confianza, Carrillo inició una etapa de acusaciones y depuraciones en la organización clandestina comunista con una estructura de partido más férrea y ortodoxa, imbuido por los postulados del estalinismo.

Desde finales de 1945 y principios de 1946, Justino se reunía en la taberna de Julián Pantoja. Con éste, y con Mariano Peris y  Juan García Vallejo, hablaban de la formación de un comité local del PCE en La Puebla de Montalbán. Mariano Peris estaba en contacto con algunas partidas de guerrilleros de los montes de Toledo y con el Comité Provincial del partido residente en Talavera de la Reina. El cargo de secretario general del comité local fue desempeñado por Mariano Peris; como secretario de organización estaba Juan García; el secretario de propaganda recayó en Julián Pantoja, y el de finanzas en el propio Justiniano. Aprovechando que Mariano y otros vecinos trabajaban en la finca Alcubillete, el comité fue aumentando con la incorporación de militantes y simpatizantes (llegaron a ser cerca de treinta), entre jornaleros del campo que trabajaban en dicha finca y algunos vecinos del pueblo. Andrés Ruiz Villaluenga organizó varios grupos de cotizantes, cuyos responsables fueron José Franco, Andrés Herrero, Pedro de Gracia, Eugenio Gómez y Jesús Tolón. La propaganda clandestina, consistente en periódicos como Mundo Obrero, era recogida en Talavera de la Reina y distribuida entre los militantes del comité local en la Puebla, los cuales también cotizaban para ayudar a los presos y a sus familiares. El dinero de las cotizaciones era entregado al Comité Provincial toledano en Talavera de la Reina.

Entre el 26 y el 30 de abril de 1947, varios agentes de la Brigada Político Social llegados desde Madrid y algunos miembros de la Guardia Civil detuvieron a todos los integrantes del comité local de La Puebla de Montalbán. Las pesquisas partieron de varias detenciones producidas en la capital de España y en la ciudad talaverana, por lo que las indicaciones les llevaron a la policía a la localidad pueblana. Así, Justino de la Concepción, Mariano París y Juan García fueron condenados a penas de seis años. Otros miembros del comité tuvieron condenas que iban de cinco a un año de prisión, y otros individuos fueron absueltos.

Tras la detención del dirigente comunista Monzón, se inició una cruzada contra su persona hasta su expulsión del PCE, mientras estaba en la cárcel. Toda esta formación política pasaba a estar controlada por Santiago Carrillo, y con ello un cambio de táctica con el movimiento guerrillero en las montañas del país. Pero antes, les hizo ver que la invasión del Valle Arán, en octubre de 1944, era un error que supondría la muerte de muchos combatientes. En el seno del partido se daba paso a un periodo dominado por el estalinismo.[xviii]

 

 

 

 

[i]. GONZÁLEZ CALLEJA, Eduardo; COBO ROMERO, Francisco; MARTÍNEZ RUS, Ana; SÁNCHEZ PÉREZ, Francisco: La Segunda República Española, Pasado&Presente, Barcelona, 2014. pp 1.076 y ss.

[ii]. Ibidem.

[iii]. Ibidem.

[iv]. Ibidem.

[v]. Archivo municipal de Santa Olalla. Existe una hoja suelta, de fecha 1 de junio de 1936, con la relación de los 92 presos citados, que fue entregada por el Ayuntamiento al comandante de puesto de la Guardia Civil. Este oficial de la Benemérita también recibió las denuncias presentadas contra los mismos, junto con las fichas de aquellos soldados que habían estado alistados en el Ejército Republicano.

[vi]. Archivo General e Histórico de Defensa. AGHD. Sumarios 9637, Legajo 451 seguido contra Alejandro Rodríguez del Val.

[vii]. ASPERILLA CIRUELOS, Pedro Francisco: Historia de Escalonilla (1936-1939). Autoedición, sin publicar. Toledo.

[viii]. Archivo General e Histórico de Defensa. AGHD. Sumarios 817, Legajo 41 seguido contra Manuel Sánchez Espinosa.

[ix]. DE LA CONCEPCIÓN GARCÍA, Justino: Esta fue mi lucha. Autoedición, 1998., pp. 25 y ss.

[x]. GONZÁLEZ GÓMEZ, Vicente: Memorias de un cabo. Libro sin editar, año 1995. Biografía del autor.

[xi]. Archivo General e Histórico de Defensa. AGHD. Causa 1482/60, seguida contra Eugenio Pantoja Moreno.

[xii]. Archivo General e Histórico de Defensa. AGHD. Causa 6772/40, seguida contra Félix Pantoja Moreno.

[xiii]. Testimonio de Benito Rodríguez, hijo de Adrián Rodríguez Calvo. Entrevista realizada el 23 de mayo de 2007.

[xiv]. Testimonio de la hija de Pedro Durán, Baudry Yolande.

[xv]. Sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Militar, 16 de febrero de 2011. Aranzadi.

[xvi]. DÍAZ DÍAZ, Benito: Huidos y guerrilleros antifranquistas en el centro de España, Toledo, Editorial Tilia, 2011, pp. 50 y ss.

[xvii]. Archivo General e Histórico de Defensa. AGHD. Causa 3522/20 seguida contra Eugenio Collado y otros.

[xviii]. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, Carlos: Madrid clandestino. La reestructuración del PCE, 1939-1945, Fundación Domingo Malagón, Madrid, 2002 y Archivo General e Histórico de Defensa, Sumario 140771.

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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