El ingreso de Andrés Gutiérrez en el Ejército de Franco.
Texto tomado de la novela Una memoria sin rencor.
De niño yo no entendía por qué mi madre me hablaba tanto del tío Andrés; de joven pensaba que lo hacía porque su hermano había sido franquista, y durante el franquismo mi familia materna había aceptado la dictadura con la misma mansedumbre con que lo había aceptado la mayor parte del país; de adulto he investigado que nada de eso fue verdad. Me contaron innumerables veces su historia, o más bien su historia y su leyenda, de tal manera que supe que si algún día quería saber que ocurrió debería investigarlo por mi cuenta y eliminar mitos. Lo que entonces comprendí fue que la muerte de Andrés Gutiérrez había quedado grabada a fuego en la imaginación infantil de mi madre, porque solo tenía diez años cuando falleció. Pero mi madre adoraba a su hermano, así que su muerte representó un golpe demoledor para ella.
Poco sabían mis abuelos de cómo murió su hijo e ignoraban donde estaba enterrado. Sin embargo, para dormir la siesta a sus nietos, los ancianos se inventaban hechos inexistentes de la vida y muerte de Andrés. Esos mismos cuentos que los abuelos nos contaban para dormir, me sirvieron para plasmarlo en un trabajo de veinte folios y presentarlos a un concurso de narrativa que organizó el capitán Luis María del Vigo Vega, de cuando hice el servicio militar en Santiago de Compostela, allá por el año 1978. El primer premio me sirvió para disfrutar de veinte días de permiso, a pesar de las quejas del que estaba llamado a ser ganador: un soldado raso licenciado en Historia que realizó un espléndido trabajo, de más de cien folios, sobre la Guerra de Cuba. Éste erudito me tachó, en privado, de oportunista al haber tocado la fibra patriótica del capitán con mi deficiente relato inventado.
La verdadera vida de mi tío Andrés, no se la que conté al capitán, la empecé a investigar en el Archivo General Militar de Ávila en el año 2012, para luego contárselo a mi madre, porque los abuelos ya habían fallecido. Aquí pude averiguar que mi tío Andrés llevaba sesenta y cinco pesetas en sus bolsillos el día de su muerte, las mismas que le fueron remitidas por giro postal a sus padres.
Su primer destino fue Valladolid, que se convirtió en la primera gran ciudad peninsular en la que triunfó la sublevación. Aquí, en el Regimiento de Infantería San Quintín número 25 permaneció unas semanas de instrucción militar. Ingresó en una compañía de algo de más de cien hombres, entre los que se encontraba un vecino de La Mata llamado Francisco de quien se hizo amigo el primer día. A Andrés y a Kiko les hubiera gustado vestir un buen uniforme militar de campaña, pero tuvieron que conformarse con lo que había: un macuto, una manta de paño, un correaje, una cartuchera y un gorro cuartelero de color gris. Sin embargo, el traje de paseo si era digno de un soldado de infantería.También había empezado a fumar en esos días y aunque le producía una leve tos, siguió con el tabaco para parecer más hombre.
Andrés era un chico fuerte, desgarbado — pero con mucha gracia al moverse—, de estatura media, barbilla recia y cara ancha: un hombre aún por hacer. Su rostro estaba limpio de barba alguna, y en su cara ya secaban algunas espinillas adolescentes. Todo hacía presagiar que iba camino de convertirse en un hombre apuesto.
El joven Andrés, y su inseparable amigo Kiko, escucharon las órdenes de firmes y presenten armas y las realizaron lo mejor que pudieron. Apareció un militar de alta graduación, envuelto en un capote oscuro que ocultaba su uniforme, que comenzó un discurso patriotero.
—¡Soldados!, estáis aquí para morir por Dios y por España.
—Algo malo nos quiere decir…—susurró Kiko.
—¡Somos la fiel infantería! —arengaba el jefe militar, mientras Andrés sacaba hombros y subía la barbilla—. ¡Mañana dejareis Valladolid y marchareis al frente de Extremadura!
—Me lo temía —dijo Kiko en voz baja, para que lo oyera solo Andrés.
—¡Como reza nuestro himno, vuestro ardor guerrero debe vibrar en vuestros pechos!
—¡ Viva España!, ¡viva la fiel infantería! —gritaron otros mandos militares mientras los soldados escuchan atónitos.
—¡Vuestra misión será hacer retroceder al enemigo!, ¡vamos a vengar a España y luchar por la patria!, ¡no hay que tener piedad!, ¡si hay que morir, se morirá matando! —acabó el orador arrojando el capote por el suelo, sacando su sable y besando a la bandera—. ¡Viva España!
—¡Viva! —al fin despertó la tropa, todos al mismo tiempo, y más de doscientas voces respondieron unánimes al grito.
El soberbio militar vestía guerrera caqui del arma de Infantería cubriendo la camisa azul. Le cruzaba el pecho un fajín rojo de general y sobre el bolsillo izquierdo brillaban varias medallas. Pequeño de estatura, calzaba pantalones bombachos y brillantes botas negras de montar, de cuyos talones sobresalían las ruedecitas de las espuelas plateadas.
De los labios del general, adornados por un fino bigote, se oyó una nueva orden. El cornetín tocó, y a la voz de firme comenzó un pequeño desfile para rendir honores bajo los acordes del himno de infantería:
Ardor guerrero vibre en
nuestras voces. Y de
amor patrio henchido el
corazón. Entonemos el
Himno Sacrosanto. Del deber…
Andrés sabía que iba a luchar en los próximos días y que su vida podría estar en juego. Pero no había otra opción, ni tampoco sé si de haberla la hubiera elegido. Pertenecía a la 2ª compañía del Batallón de Asalto de Infantería —estaba formado por una compañía más, la 1ª, en total unos doscientos hombres— hasta que fue destinado al frente de Extremadura. Una vez en Badajoz, Andrés tuvo la mala suerte de caer en el frente de batalla más sangriento de aquel año de 1937. Peleó en primera línea de combate y se batió en el peor enfrentamiento que le podía haber tocado en suerte, entre encinas y desiertos pedregrosos…
Retrato de Andrés Gutiérrez Martín vestido con el uniforme de gala del Ejército de Franco. Colección del autor.
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