El general Primo de Rivera en la Academia de Toledo.

EL EJÉRCITO EN LA REPÚBLICA

EL EJÉRCITO EN LA REPÚBLICA

La República pudo ser proclamada pacíficamente gracias a la imparcialidad de la mayoría del Ejército, sumergido en una rivalidad interna que se puso de manifiesto en el conato de rebelión de Jaca y Cuatro Vientos, de diciembre de 1930. La supervivencia del nuevo régimen dependía del inestable equilibrio entre los militares contrarios a Primo de Rivera y Alfonso XIII, ya que el número de oficiales claramente republicanos era muy pequeño, y la mayor parte del Ejército se mantuvo a la expectativa de los acontecimientos. La sensación más compartida en el mundo castrense a partir del 14 de abril, era que la República otorgaría al Ejército una amplia libertad para ordenar su vida independientemente. Sin embargo, Azaña tenía la certeza de que la autonomía militar era un lastre para el desarrollo del espíritu cívico, y por ello era necesaria una profunda reforma en la estructura militar.

Nada más proclamarse la República, el Gobierno Provisional decretó varias medidas sancionadoras contra el poder militar: disolvió el Somatén, cesó a cinco capitanes generales y al presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, restituyó a los militares postergados durante la Dictadura, proclamó un indulto general, reparó el honor de los capitanes Galán y García Hernández y suprimió los distintivos monárquicos de los cuarteles. El 27 de abril de 1931 se instauró la bandera tricolor como enseña nacional, adornada por el escudo que aparecía en las monedas acuñadas en 1869-1870. Las banderas monárquicas fueron depositadas en el Museo del Ejército, y se suspendieron las misas de campaña, el toque de oración y las fiestas de los santos patronos de los diferentes cuerpos, que se cambiaron por un Día del Ejército que debía celebrarse el 7 de octubre, aniversario de la batalla de Lepanto, aunque la medida fue boicoteada en algunos cuarteles.

El fiscal general Ángel Galarza ordenó la incoación de un proceso por el desastre de Annual, así como la investigación del consejo de guerra llevado a cabo contra Galán y García Hernández, ordenando el encarcelamiento de ocho generales por estos motivos. La República puso una gran disposición en plantear una política militar que incluyera una profunda reforma del Ejército, a imagen y semejanza del Ejército en Francia.

 

           La reforma militar durante el primer bienio

 

Azaña quitó al Ejército competencias distintas a su función militar propiamente dicha, distanciándolo de la política y haciéndolo lo más económico y eficaz posible. En sentido general, su propósito fue despolitizarlo y hacerlo servible para la defensa exterior del Estado. Se pretendía de reducir el excesivo número de oficiales y democratizar en lo posible la institución militar, pero la República no pudo cambiar su vieja mentalidad.

La reforma militar se reflejó en una treintena de decretos que fueron aprobados por las Cortes el 16 de septiembre de 1931. Los primeros tuvieron un claro matiz político, ya que al reivindicar al Ejército como nación en armas lo desvinculaba del patrimonialismo monárquico y situaba a los a los oficiales en la coyuntura de acatar estos nuevos principios. Por Decreto de 22 de abril de 1931 se impuso que para permanecer en el servicio activo, los militares debían prestar juramento de fidelidad a la República, en caso contrario pasarían a la reserva con el salario íntegro: solo uno de cada cinco causaron baja por esta razón, muchos de ellos se pusieron a conspirar en el complot que estalló en agosto de 1932. Las reformas no fueron baratas y se pasó de un presupuesto de 367 millones de pesetas en 1931 a 422 millones, debido a las pensiones por retiros.

La jurisdicción de guerra se redujo a los delitos estrictamente castrenses. Los fiscales militares quedaron bajo la subordinación del fiscal general de la República, y el Cuerpo Jurídico Militar fue declarado a extinguir. La Constitución eliminó los tribunales de honor, y las sentencias de los tribunales castrenses fueron revisadas por la Sala Militar del Tribunal Supremo.

Otro de las grandes causas de discordia desde inicios de siglo había sido la organización de una política de ascensos que limitara las arbitrariedades del procedimiento. Azaña censuró el aislamiento de la oficialidad y el sistema de promoción por antigüedad y méritos de guerra. Sin embargo, en este sentido de promoción de ascensos cobró plena vigencia la Ley de Bases de 1918: los ascensos por elección  concedidos hasta el grado de coronel durante la Dictadura fueron anulados, excepto cuando el paso del tiempo los hubiera consolidado al corresponder el ascenso por antigüedad.

Otras medidas avanzaron en la dignificación de los grados inferiores, si bien la República no creo instauró un servicio militar igualitario: la tropa vio reducido su “mili” a un año, en vez de dos o tres. Los reclutas debían servir a la Patria un año, pero se mantuvieron las cuotas del antiguo régimen y los soldados de familias más pudientes hacían seis meses en vez de un año a cambio de una compensación económica.

           Ejército y Toledo

 

También se emprendió la reforma de la enseñanza militar. El 30 de junio de 1931 se decretó el cierre de la Academia General Militar de Zaragoza, en la que estudiaban dos años los aspirantes a ingreso en los colegios especiales. Se acusaba al centro de tener un presupuesto muy alto y tener un ideario claramente monárquico. Las cinco academias especializadas fueron fusionadas en tres: infantería y caballería en Toledo; artillería e ingenieros en Segovia, y sanidad militar en Madrid. Conocida la noticia, el Ayuntamiento de Toledo hizo saber su agradecimiento al Gobierno por mantener en la ciudad las enseñanzas militares, gratitud refrendada por los empresarios toledanos que llevaban décadas beneficiándose del impulso que los militares dieron a Toledo. En palabras de Benito Pérez Galdós, quien tanto frecuentó e idolatró a la capital, estos alumnos eran la elegancia de Toledo, llegando a estimar en sus Memorias de un desmemoriado que sin ellos “las hermosuras artísticas de esta ciudad no tendrían otro encanto que el inherente a un soberbio panteón”.

En los casi noventa años transcurridos desde que el Colegio General Militar comenzó su trayecto en las dependencias del antiguo Hospital de Santa Cruz, hasta la proclamación de la Segunda República, hubo momentos en que la continuación de las enseñanzas castrenses en Toledo corrieron serio peligro de desaparecer. La mayor incertidumbre se produjo cuando terminaron las guerras de Cuba y Filipinas, donde la repatriación de las tropas coloniales y el exceso de oficiales hicieron peligrar la continuidad de estas enseñanzas. En pocos meses se pasó de acoger a 500 cadetes por curso a apenas 50, llegándose a recelar de la supresión del centro toledano. Con lentitud sus perspectivas fueron mejorando y al comenzar la guerra de Marruecos, las necesidades de oficiales dieron otro impulso a la Academia. Empuje destacado fue también la inauguración en 1908 por el rey Alfonso XIII del Museo de la Infantería en el edificio del Alcázar.

Azaña fijó la fecha de 15 de septiembre de 1931 como el día en que los alumnos deberían incorporarse a la Academia toledana. Para tal acontecimiento, el alcalde José Ballester dictó un bando proponiendo que la ciudad de Toledo costease, por suscripción popular, la nueva bandera tricolor que debería ser entregada al centro castrense. El coste del emblema fue estimado en dos mil pesetas, encargándose la Fábrica de Armas la realización del asta y la moharra.

La entrega del regalo fue fijada para el 7 de octubre —Fiesta del Ejército—, cuyas celebraciones se prolongaron durante varios días en la ciudad, incluyendo un partido de fútbol entre el Toledo F.C. y un equipo de la Academia, a beneficio de los obreros parados: el campo de juego fue el recién inaugurado estadio de Palomarejos. También hubo conciertos y bailes populares en el paseo del Miradero, exhibición hípica en los terrenos de la Vega Baja y, sobre todo, una gran fiesta cívico-militar en el Alcázar con asistencia del ministro Manuel Azaña. A su llegada, y a los sones del “Himno de Riego”, pasó revista a los alumnos formados en el patio del Alcázar y pronunció un discurso ensalzando el amor a la República que terminó con estas palabras: “ Nadie se enorgullecerá de su patria si no es libre; nadie podrá ejercer autoridad sino la posee en nombre del pueblo”. Un desfile por las calles próximas a la fortaleza puso fin a la celebración oficial del acto, cuyo colofón fue un banquete de gala amenizado por la banda de la Academia, quien interpretó piezas tan populares como el pasodoble Suspiros de España o el intermedio de La boda de Luis Alonso.

En la misma línea se establecieron distintas escuelas, siendo la Escuela Central de Gimnasia de Toledo la que marcaría el devenir deportivo de esta ciudad. Fecha fundamental en la historia de las relaciones entre la ciudad de Toledo y el Ejército fue el 28 de febrero de 1920, cuando se inauguró la Escuela Central de Gimnasia, creada por el general José Villalba Riquelme, antiguo director de la Academia de Infantería y ministro de la Guerra. Esta nueva dotación se instaló en el Polígono de Tiro, junto a la plaza de Toros, y desde su apertura contribuyó al desarrollo de las actividades deportivas en la capital, tanto en ámbitos militares como civiles. En la Escuela se impartieron cursos para formar en la pedagogía del deporte a maestros de primera enseñanza y se publicó la Cartilla Gimnástica Infantil. También se contribuyó a la introducción en España del rugby, el baloncesto o el beisbol. En 1931 fue nombrado director de la misma al teniente coronel José Moscardó, quien también había dirigido el Colegio de Huérfanos de María Cristina, inaugurado en 1872 con la finalidad de acoger a los hijos de los militares fallecidos del cuerpo de Infantería.

Por último, en lo que respecta a Toledo, Azaña comenzó a inicios de 1932 la reorganización de las fábricas militares, regentadas hasta entonces por los artilleros. Para aclarar la duda en la administración de las mismas, a fines de 1931 se organizó un proyecto de Consorcio de  Industrias Militares, pensado como una sociedad comercial que más tarde se convertiría en monopolio estatal, bajo el control de un consejo de administración presidido por el ministro de la Guerra, y en el que también tendría cabida la representación obrera.

 

           La contrarreforma de Gil Robles durante el segundo bienio

  

           Después de Azaña, los siguientes ministros de la Guerra siguieron una línea continuista que se prolongó hasta 1934. A partir de aquí se favoreció el antirrepublicanismo de la recién creada Unión Militar Española (UME), cuyos propósitos eran muy inciertos. El 20 de abril de 1934, las Cortes aprobaron una Ley de Amnistía para oficiales procesados por el golpe de estado del general Sanjurjo del 10 de agosto.

Aunque la mayor parte de la acción ministerial de Gil Robles fue dirigida a reformar las políticas de Azaña, también abordó alguna tarea constructiva como aquella que convirtió a los sargentos republicanos en oficiales sin necesidad de prueba o estudios previos. Gil Robles mejoró en noviembre de 1935 la artillería de campaña de 75 mm pesada antiaérea. También ordenó la fabricación de cañones para la infantería, cascos de acero para los soldados y carros de combate. De todo ello se benefició la  Fábrica de Armas de Toledo, que aumentó su plantilla al producir 800.000 cartuchos diarios.

 

 

           El Ejército con los gobiernos del Frente Popular

 

Después de febrero de 1936 un hubo tiempo nada más que para conjurar el peligro golpista a fuerza de ceses y de cambios de destino. Tras los amagos de levantamiento militar de 16 a 18 de febrero, Azaña realizó una completa composición del generalato con mandos moderados y simpatizantes de las República, hasta el punto de que solo uno, Cabanellas, apoyó la rebelión cinco meses después.

Las ofensas militares contra el Ejecutivo se incrementaron porque la amnistía para los penados y encausados  dictada el 22 de febrero no alcanzaba al personal militar y policial que comenzó a ser procesado por sus abusos en la represión del levantamiento de Octubre y en la campaña de Asturias. Todo ello acentuó el malestar en los cuarteles, hasta el extremo de que algunos historiadores militares afirman que la violencia política no hubiera dado lugar al alzamiento, sino hubiera sido por la lista de afrentas del antimilitarismo del Gobierno. (Rivas Gómez, 1976:17)

En julio de 1936, de los doce generales con mando equivalente a división solo se sublevaron tres (Cabanellas, Franco y Goded), pero todos los jefes de Estado Mayor estaban metidos en la conspiración. Era la cuarta vez (tras 1873, 1874 y 1923) que el Ejército intervenía de forma corporativa en un asalto al poder político, pero al no presentarse unidos provocó la Guerra Civil. El golpe militar evidenció el fracaso de esta reforma emprendida en 1931, cuyo objetivo era convertir al Ejército en un organismo completamente sumiso al poder civil.

La división en dos de las Fuerzas Armadas originó en la configuración de dos modelos de Ejército antagónicos: uno creado tras la disolución de las unidades y la licencia de los soldados del Ejército regular, y que se fue creando con voluntarios tras el reparto de armas al pueblo el 19 de julio, y otro de carácter profesional que fue uniendo unidades paramilitares.

 

Fotografía Archivo Rodríguez. El general Primo de Rivera en el Alcázar de Toledo.

 

 

[1]. JACKON, Gabriel: La República y la Guerra Civil, Biblioteca Historia de España, Madrid, 2005, pp. 123

[1]. GONZÁLEZ CALLEJA, Eduardo; COBO ROMERO, Francisco; MARTÍNEZ RUS, Ana; SÁNCHEZ PÉREZ, Francisco: La Segunda República Española, Pasado&Presente, Barcelona, 2014. pp 135 y ss.

[1]. MORALES GUTIÉRREZ, Juan Antonio: Segunda República y Guerra Civil en la comarca de Torrijos, Toledo, Autoedición, 2006, pp. 43 y ss.

[1]. GONZÁLEZ CALLEJA, Eduardo; COBO ROMERO, Francisco; MARTÍNEZ RUS, Ana; SÁNCHEZ PÉREZ, Francisco: La Segunda República Española, Pasado&Presente, Barcelona, 2014. pp 135 y ss.

 

 

 

 

 

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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