COMBATES EN EL FRENTE SUR DEL TAJO

Ofensiva sobre Toledo(1937)

Capítulo tomado de mi novela «Una memoria sin rencor»

 

El valle toledano era testigo de los estruendos y sus espinados riscos devolvían y multiplicaban los ecos. A lo largo de ambas orillas del río los dos bandos construyeron complejos sistemas de fortificación —reductos, blocaos, trincheras…— que hicieron posible el establecimiento de un sangriento frente guerra. Tanto Adrián, Garoz, Melitón y Julián, unas semanas después de su llegada, lucharon desde la retaguardia por la defensa de esta línea de fuego a las órdenes del denostado teniente coronel Uribarri.

—Nos queda muy poco para entrar en fuego. ¿No tenéis miedo? —preguntaba Adrián mientras limpiaba su armamento.

—No —respondió Garoz con voz temblorosa—. ¿Y tú?

—No deberías tener meido porque aún no pegaremos tiros: primero nos van a llevar a Alcalá de Henares para adiestrarnos en la lucha de guerrillas —recordó Adrián—. Pero sí, tengo mucho miedo.

—Te he mentido —reconoció Garoz—. Tengo más miedo que tú.

La maniobra del general Yagüe  consistía en controlar la zona del valle marcada en el mapa entre las dos cabezas de puente, San Martín y Alcántara, y doblegar a las tropas republicanas mandadas por los tenientes coroneles Uribarri y Ropero. La artillería republicana de la 46ª Brigada Mixta tenía como objetivo militar la Fábrica de Armas, imprescindible para el general Franco, que ya producía los cartuchos para el fusil Mauser; muy utilizado en su ejército. La fábrica sufrió un intenso bombardeo artillero republicano el día 19 de abril de 1937, ocasionando importantes daños que consiguieron frenar la producción de cartuchería máuser.

El general Yagüe divisó en la lejanía, con indiferencia, las ruinas del Alcázar y ahora recordó aquel 21 de septiembre pasado en el que Franco desoyó sus consejos. Tras aquella histórica y  polémica decisión tomada por Franco de sustituirle por Varela, todo cambió para Yagüe. El militar reemplazado mantenía la opinión de que era más conveniente seguir la marcha hacía Madrid, donde aún no habían llegado las Brigadas Internacionales, en lugar de liberar Toledo. La opinión de los expertos en cuanto a esta táctica militar está dividida porque los éxitos de septiembre auparon a Franco a lo más alto y el Alcázar se convirtió en su símbolo de resistencia. Por el contrario, para muchos autores, esta arriesgada determinación estratégica fue una osadía, ya que a principios de noviembre de 1936, cuando las tropas franquistas ya se encontraban en las puertas de Madrid, el Gobierno decidió marcharse precipitadamente a Valencia ante lo que se percibía como una inminente caída de la capital.

Desde lo más alto, alguien seguía con mucho riesgo las operaciones a través de unos prismáticos. El capitán republicano Alfredo Hueso movía sus ojos hacia la izquierda, observando al enemigo como retiraban a sus muertos. Con satisfacción, comprobó que eran numerosos los cadáveres que los nacionales se llevaban consigo. También en ese momento, el general Yagüe divisaba con sus anteojos la torre de la catedral en la lejanía, varios kilómetros de campo ondulado de matorrales y tomillo hasta llegar al valle por el que discurría el  río Tajo.

—Los legionarios que llegaron la semana pasada están siendo decisivos —dijo un coronel nacional.

—¿Y a qué espera la artillería para disparar?, ¡como perdamos esta zona, se nos cuelan hasta el río! —auguró Yagüe.

La orden era mantener esas posiciones para que las dos únicas entradas a la ciudad, a través de los dos únicos puentes, uno romano y otro medieval, quedaran sin control absoluto para ninguno de los dos bandos.

Sin embargo, el general Saliquet no disponía de fuerzas suficientes para realizar la operación propuesta por Yagüe: que Franco les mandara refuerzos para doblegar al enemigo y controlar los dos puentes. Aunque el primero entendió que la petición de Yagüe era razonable, solo les autorizaron a realizar la mitad del plan: ampliar la cabeza de puente desde Santa Martín hasta el arroyo de La Pozuela, en la creencia de que esa maniobra era suficiente para proteger la Fábrica de Armas. A Yagüe le desagradó mucho el hecho de que su operación no fuese aprobada en su totalidad y comenzó a exponer sus quejas a Saliquet.

—¡Joder!, con Franquito —exclamó Yagüe—. Ese enano rechoncho no me perdona lo de Maqueda.

—No veas gigantes donde solo hay molinos —respondió Saliquet, mientras extendía un amplio mapa de Toledo sobre una mesa cuartelera.

Franco tenía razón esta vez —en Maqueda es posible que se equivocara, o que se equivocara aposta— porque Toledo y sus dos cabezas de puente estaban suficientemente defendidas por unidades del I Cuerpo del Ejército, al mando del teniente coronel Guillermo Emperador: el puente San Martín estaba guarnecido por el 8º batallón de Bailén y en la ciudad una tropa de la Academia de Infantería. Además, Emperador contaba con tres baterías artilleras y otra antiaéreas, suficientes según los mandos del Estado Mayor para evitar al enemigo hacer tiro sobre la Fábrica de Armas.

En la mañana del 6 de mayo de 1937, el coronel Esteban Infantes se presentó en Toledo para disponer a las distintas unidades que se aprestaran a ejecutar la maniobra planificada por Saliquet y Yagüe. De esta manera, durante la noche, en absoluto silencio, sus unidades fueron cruzando el puente de San Martín. Una vez situados en sus posiciones de partida, la artillería se desplegó para proteger el avance de las unidades de choque. Se trataba de que las fuerzas republicanas de la 46ª Brigada Mixta se vieran sorprendidas, como así ocurrió.

El lugar de máxima resistencia republicana fue la casilla de peones camineros del kilómetro cuatro de la carretera de Navalpino. A las nueve y media todos los objetivos del enemigo fueron alcanzados, pero estos intentaron fortificar nuevas posiciones a una distancia prudencial: en un punto próximo del palacio de La Sisla. Incluso los nacionales llegaron a hacer una incursión sobre la localidad de Argés.

Olía a azufre, pólvora y tomillo. No se podían parar, les había aconsejado a sus hombres un capitán republicano. Quien vacile y ofrezca blanco morirá.

—Arrojen sus bombas de mano y después de la confusión del estruendo, claven las bayonetas — les decía.

Las granadas seguían lloviendo como granizo. El terror no acaba nunca, y por todas partes rebotan chozos de hierro, aluminio, plomo o baquelita. En el otro bando, una centuria de falangistas —que al principio del ataque habían cantado el Cara al sol para impresionar a los rojos— se infundieron ánimos unos a otros y desplegaron  la bandera roja y negra.

Pero el exalcalde de Gerindote no se encontraba cómodo con esta forma de luchar por la República porque, a sus cincuenta años, no tenía  la fortaleza física de sus jóvenes paisanos. Dos de ellos si continuaron al mando del coronel Mena, pero Adrián y Garoz volvieron a Navahermosa porque ambos preferían estar en la retaguardia.

A las doce horas del día 6 se dio por terminado con éxito el ataque y el coronel Esteban Infantes regresó a su puesto en Villaviciosa de Odón.

—Ha sido todo un éxito —decía el coronel mientras era despedido en la Puerta de Bisagra y escoltado hasta su destino—. Espero no volver por esta bella ciudad, pero con los rojos nunca se sabe.

—A la orden, mi coronel —se oyeron varias voces al unísono.

Mientras Esteban Infantes ponía rumbo al frente de batalla, al oeste de la provincia de Madrid, las fuerzas republicanas, al mando del capitán Alfredo Hueso Isach, retrocedieron hasta el pueblo de Guadamur ocupando el castillo allí existente. Aquí, el desesperado comandante Iglesias ordenó a su comisario Castillo que buscara munición debajo de las piedras y que, además, el batallón retrocediera hasta el cercano pueblo de Cobisa.

En el castillo de Guadamur, el puesto de mando republicano hervía de actividad. Jefes y oficiales consultaban mapas e impartían órdenes, y había un constante de ir y venir de hombres armados y enlaces con mensajes que entregaban, a veces, hasta en bicicleta. Llevaban discutiendo hace rato, enfadados todos por el discurrir de los acontecimientos. Otros escuchaban callados, mirando a los que discutían. Un capitán asistía a la reunión recién herido en una pierna y en la otra muestra pequeñas heridas leves, salpicaduras de esquirlas con un poco de sangre reciente.

—Malditos sean los fascistas de los cigarrales y la madre que los parió —maldecía el oficial herido.

—De aquí a mañana infección segura —dijo otro mientras tomaba una taza de café.

—¿No tendrás una inyección de algo, por casualidad? —preguntó el herido a un comandante médico.

—Yo qué voy a tener.

—¿Duele? —preguntó otro, por decir algo.

—Pues claro que duele…

—Deberíamos evacuarte

—Sí, en avión y con una enfermera rubia y tetona a mi lado.

—No, los aviones para esos fascistas cabrones…

—¿Qué tal está su cabeza, mi capitán? —preguntó un sargento médico.

—Mejor que la pierna, me estoy desangrando.

—Descuide, mi capitán, me lo llevo para hacer un torniquete —apostilló el sargento mientras le ofrecía un cigarrillo ruso.

—¡No quiero tabaco bolchevique!

—Se quejará usted de los rusos…

—Qué importante es el tabaco en la guerra: te alivia el dolor, te sube la moral, te hace compañía —rectificó el capitán tomando un cigarro ruso entre sus dedos para encenderlo con un mechero empapado de gasolina.

Sin embargo, la República reaccionó planificando un contraataque. El ministro de la Guerra, ya en Valencia, y el Estado Mayor del Ejército Popular la República temían que los nacionales continuaran su avance por la Mancha hasta Ciudad Real. Por ello, el 8 de mayo de 1937, se ordenó recuperar las posiciones ganadas por Yagüe en jornadas anteriores.

En base a dicha orden, mientras llegaban los refuerzos solicitados,  el coronel Mena aprovechó para reconocer las posiciones perdidas: descubrió los emplazamientos de armas automáticas y baterías artilleras del enemigo, así como las tareas de fortificación que los franquistas estaban realizando.

Procedente del frente de Madrid llegó, hacia la media noche, Enrique Lister con la 11ª División, acantonándose en los pueblos de Gálvez y Polán, muy cercanos a Navahermosa donde se alojaba el batallón Dimitrof.  Pocas horas después llegaron las 11ª y 45ª Brigadas Mixtas, así como la número 46ª de Uribarri. Así pues, Mena contaba ya con las mencionadas fuerzas que levantaron su moral y ya solo faltaba planificar el contraataque.

La primera acción de contraataque republicano comenzó a las seis y media del 8 de mayo de 1937 en la zona de los Alijares. Un tren blindado, desde la estación, cañoneó las posiciones franquistas de la finca de Higares, pero la artillería nacional lo hizo retroceder sin causar bajas. Después, a las ocho, comenzó otro intenso fuego de artillería que preparó el ataque de la infantería republicana y sus efectivos tanques rusos T-26B; uno de los cuales fue inutilizado por los ahora defensores de la posición.

Los ataques se reanudaron en la mañana del día 10 con once tanques T-26B, que habían pasado la noche entre los olivos. Después de cuatro horas de intensa lucha, con escaramuzas cuerpo a cuerpo hasta las dieciséis horas, se produjeron muchas bajas en ambos bandos —dos mil en el bando republicano, según información que facilitó el enemigo— y se destruyó otro carro ruso y un derribo de avión.

El día 11 corría una ligera brisa, y el olor de la pólvora se mezclaba con el del tomillo. No había apenas árboles, solo rocas y matorrales. Cuando todavía faltaban un par de horas hasta el alba, los ataques republicanos continuaron con mayor crudeza, si cabe, que el día anterior y la infantería de Lister se seguía apoyando de los tanques rusos. Sin embargo, los legionarios pudieron resistir, a duras penas. Los atacantes consiguieron penetrar en las trincheras y los tanques rusos pudieron abrir un camino entre las alambradas.

—¡Yuri!

—¡A sus órdenes!

El sargento Yuri Petrov —con tres cruces rojas, medalla militar y muchas más condecoraciones— se adelantó hasta situarse ante su superior.

—Batir el terreno, no quiero toparme con el enemigo.

—Ahora mismo…¿Voy con ellos?

—No. Tú quédate aquí, al alcance de mi voz. Manda a alguien que sepa lo que hace.

—¿Mando a Fiodor?

—Puede valer. Dile que quiero el camino despejado en menos de una hora.

La guerra también era eso, andar y desandar, correr y esperar, avanzar y retroceder…Lo que tocaba ahora a las tropas de la 11ª División era avanzar. Amparadas tras los carros de combate, realizaron un primer ataque sobre el flanco izquierdo de las posiciones del bando nacional, para atacar después el sector central de sus defensas. La lucha fue encarnizada por ambas partes porque los mandos se jugaban su prestigio: Líster pretendía demostrar la capacidad y disciplina de combate del Ejército Popular a los milicianos y soldados que habían huido ante el avance de los nacionales; y Yagüe, siempre con sus prismáticos colgados del pecho, no podía empañar su impecable hoja de servicios; y menos aún, de una operación ideada por él mismo. Además, estaba en deuda con Franco por su oposición a la conflictiva decisión tomada en Maqueda meses atrás.

—¡Qué cojones tienen mis soldados! —susurraba Yagüe mientras seguía observando, con sus prismáticos, las líneas enemigas desde lo más alto de un cerro.

Las conversaciones plasmadas en el cuaderno de memorias del entonces sargento nacional de la 6ª Bandera, Manuel Martínez Delgado, relataban cómo sus compañeros caían a su alrededor. Entre rocas y matorrales, agachaba la cabeza cada vez que un estampido de balas silbaba cerca de sus oídos. Su único afán era seguir andando y alcanzar el palacio de la Sisla, pero una ametralladora enemiga tira desde su derecha con ráfagas cortas y espaciadas, en dirección al rio. La otra, la de su izquierda, ya no se oye; así que supone que ha sido abandonada o que sus compañeros se han cargado a sus sirvientes.

—¡Venga, hombres! ¡Arriba todos!…¡Vamos a por ellos, joder! —gritó después de dar un silbido.

Mientras gritaba el sargento, seguía disparando sin cesar su fusil ametrallador alemán Dreiser MG-13. Su compañero, de apellido Guerra, que era quien se encargaba de  rellenar los cargadores del ametrallador, fue alcanzado con un disparo en plena cara.

—¿Te han cazado?, ¡responde! —mientras el sargento seguía disparando ráfagas cortas con el Dreiser apoyado en la cadera, sin ayuda.

En pleno fragor de la batalla, unos legionarios se disponían a bajar la cuesta que unía la Pozuela y el Cerro de los Palos, en dirección al puente de San Martín. A punta de bayoneta consiguieron hacer retroceder a los soldados republicanos. El sargento contaba en su diario que se luchaba cuerpo a cuerpo, con la bayoneta, a culatazos, arrojando bombas de mano y disparando a quema ropa.

Peor suerte corrió otro compañero, el alférez Isidro Alonso, que seguía arrojando bombas de mano para desalojar al enemigo.

—¡Me han herido en la pierna izquierda! —exclamó el alférez, pidiendo ayuda a su compañero Manuel, mientras era rematado mortalmente por el enemigo a golpe de bayoneta.

Ambos bandos derrocharon valor y heroísmo. También Lister contaba como un hombre del batallón Gallego, apodado Talento, rebasó a los tanques propios con una ametralladora al hombro hasta llegar, de manera temeraria, hasta las alambradas enemigas.  Una vez aquí, emplazó su ametralladora y causó muchas bajas. Tal era su valor que consiguió un trofeo que regaló a Lister: el capote con cuello de piel de un oficial franquista.

—¡Fascistas!, aquí estoy yo. ¡Si tenéis huevos venid a por mí! —gritaba Talento sin parar de disparar.

—Y ese loco, ¿qué hace ahí? —se preguntaba así mismo el oficial del capote, a tan solo una decena de metros.

—¡No huyas, cobarde! —exclamó Talento, mientras comprobó cómo se le acabó la munición y no tuvo más remedio que salir corriendo detrás del oficial que había perdido en su huida el capote.

Igual bravura que el suicida Talento demostraron los soldados del Batallón de Tiradores de Ifni Sahara en la toma de la finca Mirabel. Los moros de este batallón se defendieron de los tanques rusos disparando sobre las mirillas de los mismos —es decir, subiéndose prácticamente encima de ellos— y arrojando sobre las torretas botellas de gasolina y bombas de mano para incendiarlos.

Los contendientes de ambos bandos estaban tan agotados que frente quedó estabilizado, al menos por el momento. La Fábrica de Armas siguió funcionando a pleno rendimiento, excepto cuando sufría un nuevo ataque republicano.

En uno de estas acometidas los edificios de la fábrica sufrieron la destrucción de muchas de sus dependencias y el rendimiento de la misma quedó mermado. Ese mismo día, tres aviones de reconocimiento del bando rebelde sobrevolaron el sector Burguillos-Cobisa, pero no consiguieron localizar las piezas republicanas que habían efectuado el ataque. Se conformaron con bombardear las posiciones enemigas más próximas a estas localidades.

Lo cierto fue que no había forma de evitar el fuego artillero sobre Toledo y su valiosa fábrica. Es posible que Yagüe tuviera razón cuando propuso al general Saliquet que la única manera de evitar el fuego enemigo era unir las dos primitivas y diminutas cabezas de puente. Por ello, una nueva orden de operación fue encomendada a la 12ª División franquista: debía unificar, de una vez por todas, las dos cabezas de puente. El general Yagüe volvía a tener otra vez la razón, pero después de lo de Maqueda ya no quería, ni podía, hacer reproches a nadie.

La última maniobra importante, a cargo de las fuerzas nacionales, consistió en un movimiento de pinza para envolver las posiciones enemigas por todos los flancos y por la retaguardia. Esta operación constituyó un auténtico éxito para las tropas nacionales. Y hubiera sido mayor si se hubieran dado cuenta de que, entre los republicanos, empezó a correr el rumor de que se encontraban rodeados por todas partes y estaban atemorizados. Pero lo cierto es que no fue así y a la mañana siguiente volverían los republicanos a ocupar sus posiciones. Sin embargo, una vez ganadas de manera definitiva las dos cabezas, puentes de Alcántara y San Martín, los observatorios de la artillería republicana dejaban de estar casi operativos.

La ofensiva terminó días después con el mantenimiento de un cierto status quo que permitía a los nacionales mantener las posiciones ganadas, pero a costa de que algunas alturas quedaran en manos republicanas. La guerra estaba siendo con demasiada frecuencia la testarudez de unos y otros en torno a un punto que se toma, se pierde, se vuelve a tomar y perder; aunque tuviera poco valor estratégico.

De esta forma, Toledo continuaba expuesta a la observación directa, pero menos al fuego artillero de los republicanos. Además, éstos mantuvieron un pequeño saliente en torno al palacio de la Sisla y los cerros del Valle. Los combates provocaron una pequeña reordenación del frente que terminó de definirse por la construcción de nuevas trincheras y blocaos, algunos separados entre sí por escasos metros, que crearon un frente discontinuo que resultó infranqueable para las tropas enfrentadas.

De todas formas, la acción dejó un cierto regusto de fracaso en el bando republicano, sobre todo por los limitados objetivos alcanzados en relación con los medios empleados para ella. De hecho, Líster culparía a la ineptitud de la intendencia republicana del fracaso de la contraofensiva, así como a la incapacidad de Uribarri —a quien juzgó con duras palabras llegando a calificarlo de “señor feudal”, y a sus hombres de ladrones porque habían cometido desmanes en la zona—. Pero Uribarri, protegido por Indalecio Prieto, lejos de ser sancionado por ello, fue trasladado a Valencia donde se hizo cargo del SIM (Servicio de Información Militar). Un año después, en mayo de 1938, sería declarado traidor a la República y procesado por un delito de asesinato y malversación de fondos, aunque logaría salvar la vida y huir a Francia.

Las bajas fueron numerosas por ambos bandos: los nacionales reconocieron oficialmente 1.098 bajas (217 muertos y 881 heridos) y se calcula en unas 3.000 el número de bajas por parte republicana (entre 600 y 700 mortales).

Una vez estabilizado el frente tras la conquista de Toledo por el ejército expedicionario, el Frente Sur del Tajo fue considerado a lo largo de la contienda como un frente secundario, destinado a operaciones guerrilleras en las que ya si intervinieron Adrián Rodríguez y Juan Rivera Garoz, después de pasar un periodo dos meses de instrucción en Alcalá de Henares. Tal fue la actuación de los comandos republicanos que, en agosto de 1938, el Estado Mayor de Franco dictó unas instrucciones reservadas para romper dicho frente a la altura de La Puebla de Montalbán mediante un ataque en dirección a Las Ventas con Peña Aguilera, que embolsaría el sector occidental del frente y controlaría a su vez los Montes de Toledo, lo que pondría bajo amenaza todo el territorio manchego.

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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