ASALTO AL CUARTEL DE LA MONTAÑA

Asalto al Cuartel de la Montaña.

Madrid, julio de 1936.

Capítulo 1 de la novela «Secuelas de una guerra»

A Pepe le despertó con sobresalto un estampido cercano a la calle Princesa, como el producido por el disparo de un cañón de gran calibre. Acababa de comenzar algo espantoso, pensó. Luego, como a la primera detonación no le siguió ninguna otra, el joven decidió que tal vez aquella formaba parte de un mal sueño. Para alejarlo se levantó, fue a la ventana y cerró las hojas de madera que daban al Palacio de Liria. Todavía era de noche y por la calle ya circulaban vehículos militares a gran velocidad.

Volvió a la cama, cansado y aturdido; el desasosiego no le permitió volver a conciliar el sueño. Sin conciencia de estar dormido, soñó que de la calle llegaba un coro numeroso que entonaba La Internacional. La ventana enmarcaba un cielo rojo por el que ascendían gruesas columnas de humo negro. Era evidente que había estallado la revolución y, en consecuencia, que su vida corría serio peligro. Con la implacable lógica de los sueños, se vio arrastrado por el torbellino de los acontecimientos. No tengo escapatoria, pensaba, me obligarán a contar todo lo ocurrido en el golpe militar de Sanjurjo y me matarán. Esta perspectiva le producía una angustia física: sudaba copiosamente y le dolía la cabeza.  Quería salir corriendo, pero los músculos se negaban a cumplir las órdenes impartidas por el cerebro.

Despertó en un pozo de desasosiego y el terror de saber que en el cuartel de la Montaña estaba ocurriendo algo grave. Como había dejado abierto un recuadro de la ventana, vio clarear el día. Entonces se levantó casi desnudo y se asomó de nuevo a la calle. El ronquido de los camiones cargados de milicianos y los cláxones de los coches hacían presagiar lo peor. En la calle y en los cafés se formaban grupos expectantes, mientras otros debatían en la Casa del Pueblo más próxima a la calle Princesa, si Casares debería entregar o no armas al pueblo para defenderse de los sublevados. Sin embargo, la gran mayoría ignoraba aquella mañana que el presidente ya había dimitido y se estaban entregando fusiles para detener el alzamiento de los militares.

—Casares Quiroga dijo que mandaría fusilar a quien armase al pueblo sin su permiso —dijo un joven socialista.

—Eso es una barbaridad, los fascistas están armados hasta los dientes y nos van a dar a todos una carrera en pelo —replicó otro.

—No seas alarmista, el levantamiento quedará reducido a algunas plazas del protectorado, a lo mejor en estos momentos es ya historia pasada —porfió otro.

—No es democrático luchar contra el fascismo con procedimientos fascistas —opinó otro.

—Con estas teorías, mañana o pasado tenemos a Sanjurjo instalado en la presidencia de la República…, ya me lo diréis.

—¿Cuánto duró lo de Sanjurjo en 1932?, pues estos van a durar menos…

—Sanjurjo está en Portugal, y a lo mejor ni se presenta —aseguró otro —.  El hombre tiene que estar muy escarmentado.

—Mira, a mí esto de los golpes militares me toca las pelotas, ¡como lo oyes! La gente está muy harta de huelgas y lo que quiere es vivir en paz y los sábados echar un polvete sin mayores problemas.

—Los militares hablan mucho pero después hacen poco, eso de la sublevación de las guarniciones del protectorado no son más que ganas de hablar —opinó el más incrédulo de todos los asistentes a la tertulia.

—Nadie debería haberse salido de la legalidad… Las fuerzas leales se deben bastar para dar a los sediciosos su merecido —expuso otro que aún no había intervenido, con cara de intelectual—. España es un país de demencias colectivas, siempre lo he dicho. Al pueblo no debe armársele. El histerismo religioso lleva a los españoles a llevar cadenas en las procesiones y a pedir a los santos que llueva en tiempos de sequía. Cuando se junta este histerismo con el fuego, surge la quema de conventos y la piromanía colectiva de matar al vecino.

—¡Muy bien dicho! ¿Qué el pueblo quiere armas?, bien, que se las den pero sin munición, que se maten a culatazos. Casares tiene razón en no armar al pueblo —concluyó la conversación el joven socialista que la había empezado—. Las cosas siempre tienen un ritmo y a veces van demasiado deprisa. Hay quien dice que las armas las carga el diablo, todo es posible. Ya verás cómo habrá crímenes a voleo y sin ton ni son.

A poca distancia, desde la calle Mendizábal, subiendo del paseo de Rosales a la izquierda, se oyó en la lejanía el estruendo hueco de otro cañonazo, al que siguió lo que parecía el repiqueteo de muchos disparos. Sobresaltado, el portero del edificio se quedó inmóvil.

—¿Qué ha sido eso, Pedro? —preguntó María, la esposa del antiguo alcalde de Gerindote.

—No lo sé, pero ha sonado muy lejos. ¡Niñas, meteros dentro de la portería! —les reprendió Pedro Rivera a sus dos hijas —. Que no salgan las chicas a la calle.

Pedro dejó la escoba y el cubo de la basura y se asomó a la esquina.

—Eh, oiga, ¿de qué son esos cañonazos?

Dos hombres alzaron la mirada sin detenerse.

—Es el cuartel de la Montaña. Lo están asaltando.

No le dio tiempo a preguntar nada más, porque cruzaron la calle y se alejaron con prisa en dirección al metro.

La esposa de Pedro se fue directa al aparato de radio que había sobre la cómoda y, muy nerviosa, buscó la sintonía de Unión Radio. Mientras, Pedro le contaba lo que le habían dicho en la calle. La reacción de María fue un ataque de nervios acompañado de varias palabrotas que presagiaban terribles desgracias.

Cuando consiguió captar la emisora, lo único que radiaban era música clásica. Miró el reloj; hacía tan solo unos minutos que debía haber pasado ya el parte de las nueve y tendría que esperar el siguiente. Bajó el volumen y decidió preparar una infusión de tila para calmarse. La tranquilidad de la mañana en el barrio se rompía con el nítido estruendo de las explosiones. Un humo negro expulsado al aire desde la plaza de España, presagio de algún incendio o de algo peor.

—María, ¡me voy a Plaza de España!, hazte cargo de la portería y sube a informar a la marquesa de todo lo que está ocurriendo.

La mujer le miró sorprendida.

—¿Para qué quieres ir a meterte donde no te llaman?

—Tengo que ir hasta el cuartel de la Montaña, María, y sé que yendo vestido con este mono azul nadie me detendrá. El señorito está allí…

—Ay, padre, no se vaya usted, a ver si le va a pasar algo —rogó la hija mayor.

—A tu padre no le va a pasar nada —replicó severa la madre—, porque no se va a mover de aquí. ¡Lo digo yo, y punto!

Desde el balcón de aquel señorial edificio se veía cómo grupos de gente armada paraban a todo aquel hombre que fuera con sombrero y corbata, y a las mujeres que llevaban el peinado de peluquería. Les pedían la cédula de identificación y a muchos les metían a la fuerza en un coche, y se los llevaban.

El portero había desistido de ir a buscar al señorito y, ahora, barría el portal con desgana.

—Buenos días, señora duquesa, ¡qué temprano sale usted! Tenga cuidado que las cosas no están bien. Yo quería haber ido a buscar al señorito, pero…

Pilar se detuvo un momento a hablar con el portero. Susurró un saludo apresurado y dijo:

—Gracias, Pedro, tendré cuidado. ¿Qué hay por la calle?

—Pues ya usted lo ve, la gente que grita a voz en cuello. Esto  toma mal cariz. Yo creo que nadie sabe lo que quiere.

—Ha sido todo tan rápido…

—Parece mentira que así, en un abrir y cerrar de ojos, pueda reunirse tanta gente armada campando a sus anchas por las calles.

—Esto parece la toma de la Bastilla, ¿verdad Pedro?

—Si el gobierno no mantiene la tranquilidad, esto va a acabar como el rosario de la aurora.

—Este es un país de locos, aquí nadie se entera de nada y lo único que quieren es cargarse al vecino.

—¿Y cómo acabará esto, señora duquesa?

—En España, las revoluciones terminan siempre en matanzas. El pueblo español, cuando se echa a la calle pidiendo pan y justicia tiene siempre argumentos legítimos, lo que pasa es que acostumbra perderlos en pocos días.

—¡Que Dios nos proteja a todos! —exclamó Pedro mirando al cielo —. Aquí se va a repartir leña a manta.

—Mientras la cosa no se arregle, esto es como el cráter de un volcán, al menor descuido puede entrar en erupción y arrastrarnos a todos.

Aquella no era una mañana normal. Pilar había pedido prestado un vestido viejo a su cocinera y salió a la calle sin miedo. La gente caminaba deprisa, nerviosa. Se veían pasar por la calle varios coches negros con la carrocería pintarrajeada con letras grandes y blancas, llevando a gente subida incluso en los alerones de los bajos. Pudo ir andando, pero prefirió tomar el tranvía por razones de seguridad y evitar así controles callejeros. Bajaba atestado de hombres, algunos armados, cantando y dando vivas a la República. Lo dejó pasar, y esperó al siguiente para ver si tenía más suerte.

A la media hora, cuando emprendió la marcha a pie, oyó el sonido de la campana que se acercaba y se detuvo a esperarlo. El tranvía venía medio vacío; al llegar a su altura se subió. Pagó el billete de quince céntimos, oteó a los pasajeros y se dirigió hacia el asiento del fondo. No estaba habituada a coger el tranvía porque se sentía observada por los hombres y prefería viajar en taxi o con su chófer. Pero ese día nadie se fijó en ella; todos parecían abstraídos. Pensó que era su aspecto desastroso. Además de haberse puesto el vestido de cocinera, que no le sentaba nada bien, se calzó unas alpargatas de esparto y se había recogido el pelo en un moño pegado a la nuca. No llevaba maquillaje, ni se había pintado los labios.  Sin embargo, no la miraban, no por su aspecto de cualquier mujer normal, sino porque los madrileños estaban viviendo un estado de inquietud que no les abandonaría en mucho tiempo.

Mecida por el lento traqueteo de las ruedas de metal, sobre los raíles, y el sonido de la campana que el conductor hacía sonar para alertar de su paso, la duquesa viuda de Santoña pensaba en los consejos que le había dado Pedro Rivera. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde que el portero llegó a su palacio de Ventosilla pidiendo ayuda. Aquel mes de marzo de 1936, Pedro Rivera viajó en bicicleta desde Gerindote hasta las Barrancas de Burujón. Cuando llegó a esas espectaculares cárcavas arcillosas, formadas por la erosión del viento y las aguas del Tajo sobre sedimentos de hace miles de años, divisó la torre del palacio. Aquí había trabajado como secretario de cacería de la duquesa en los ojeos de perdices y suelta de faisanes.

La verja del palacio estaba abierta y Pedro cruzó en bicicleta el espectacular jardín, diseñado por los mejores arquitectos de la época, que bordeaba un extenso estanque plagado de ninfas esculpidas en mármol y rodeado de vegetación.

—Hola, Pedro, ¿qué te trae por aquí? —dijo el administrador de la finca.

—Vengo a ver a la duquesa…

—Espera aquí, no recibe visitas de nadie, pero tú eres especial para ella…

Pedro esperó sentado en un banco de granito, recreándose en la belleza de la fachada principal de lo que parecía un chateau francés. El hasta hace un mes alcalde de Gerindote por la CEDA, era el encargado de contratar ojeadores para la viuda del duque de Santoña. Por razones de seguridad no quería cualquier jornalero.

Cuando la joven señora descendió todo el tramo de escaleras enmoquetadas, se acercó al patio y luego salió al estanque plagado de nenúfares.

—Hola, Pedro, ¿qué te trae por aquí fuera de temporada de caza?

—Señora, las cosas van mal en Gerindote desde que el Frente Popular ganó las elecciones.

—No solo en Gerindote las cosas van mal, Pedro. En España va todo mal desde hace siglos, pero en los últimos meses esto es la casa de tócame Roque. Los falangistas andan a tiros con los socialistas y con los anarquistas; los socialistas, con los falangistas. Y mientras tanto, todos hablan de hacer la revolución. Menudo despropósito, Pedro. Cógete a la familia y vente de portero a mi casa de Madrid. Hablan de golpe de Estado. Y lo darán los militares, eso está cantado. Queda saber cuándo: esta noche, mañana, de aquí a tres meses; el tiempo dirá.

—Bueno —dijo Pedro—, quizá con los militares se arreglen un poco las cosas. Tal y como estamos no se puede continuar.

—Si hay un golpe militar, aquí se va a armar una gorda. El pueblo se levantará en armas y vendrá a por nosotros, como pasó en Rusia hace no muchos años. Los rusos están detrás de todo esto, no lo dudes; lo sé de buena tinta.

—Pero, ¿qué va hacer un pueblerino como yo perdido en la ciudad? —preguntó Pedro, mientras el mundo parecía derrumbarse a su alrededor.

—Mejor estar perdido en Madrid, que no en un rincón del cementerio de tu pueblo —dijo la duquesa, mientras jugaba con un perro dálmata en el jardín de su mansión, sabedora del incierto futuro de su fiel empleado.

Pedro sonreía y movía la cabeza de lado a lado para rebajar sus méritos y quitar importancia a todo lo que había hecho por La Ventosilla. Al fin y al cabo, él se había limitado a hacer lo que habría hecho cualquiera en su lugar; sobre todo porque en aquella época se ganaba bien la vida trabajando en el campo, y en sus ratos libres como organizador de las cacerías de la viuda. No pertenecía a ningún sindicato ni a ningún partido, pese a lo cual creía con firmeza que había que frenar al socialismo, que tanto mal estaba haciendo a la República. A cambio de su ayuda —contratar a jornaleros de confianza como ojeadores— nunca pidió ni quiso aceptar recompensa de ningún tipo.

—En el fondo —dijo con su habitual ecuanimidad—, yo pienso igual que tú. A mí tampoco me interesa la política. No pertenezco a ningún partido ni a ninguna logia, y no siento simpatía ni respeto por ningún político. Pero quiero a España y para mantener el orden público no me disgustaría que pasara lo que tenga que pasar. No podemos esperar aquí, perdidos en el campo, cruzados de brazos, porque si se arma la gorda vendrán a por mí también y a por mis fincas. En unos días nosotros también nos marchamos para Madrid.

—Le agradezco sinceramente, señora, su interés por mi familia; mañana saldré para Madrid en tren. ¿Dónde voy?

—Primero vais a la calle Princesa número doce, a casa de tu amigo Pepe. Allí Sara y su novio os acompañarán hasta vuestro destino.

María se había casado con Pedro Rivera Navarro hacía diez años. La ceremonia se celebró en la iglesia de San Mateo de su pueblo natal. Fue un día feliz para todos, a pesar de las ausencias. El marido se dedicaba a labrar las tierras que había heredado al morir su padre. Sacaba lo suficiente para vivir sin pasar penurias. Conocía a María desde siempre y se enamoró de ella cuando ambos tenían solo catorce años.

 

 

 

A pesar de la hora y del mal tiempo, cuando Pedro Rivera y su familia llegaron a la estación de Atocha, Madrid era un ruidoso hervidero de gente. Para las niñas, todo era muy distinto. Era la primera vez que salían de Gerindote. Demasiada gente, demasiados coches, demasiados edificios, demasiado de todo. Incluso creían que aquí la gente caminaba más deprisa.

Por todas partes menudeaban los vendedores ambulantes: mujeres que colgaban de sus cuellos cajas de metal, sostenidas por dos correas de cuero, en donde ofrecían cigarrillos por unidades, cajas de cerillas, papel de fumar y mecheros de yesca amarilla; chicos que cargaban ristras de botas de cuero atadas unas a otras por los cordones. Un afilador movía la muela de esmeril sobre el caballete de madera, ante un grupo de mujeres que esperaban su turno, y las chispas que despedían los filos de los cuchillos volaban por el aire como estrellas fugaces en la noche. Más allá, otro hombre lañaba pucheros de hierro. Era el lento trajinar de una mañana de finales de marzo de 1936.

Absorto por sus pensamientos, Pedro Rivera no reparó en que caminaba por el centro de la calle y tuvo que saltar apresuradamente a un lado cuando sintió a sus espaldas el golpe de una campana de un tranvía.

—¡Que la calle no es para los paletos, cegato! —le gritó el conductor cuando el vehículo pasó a su lado, casi rozándole.

Era uno de esos viejos tranvías de trole que aún transitaban por las calles de la ciudad, con carricoche, de dos plataformas abiertas a la calle, asientos de madera y chicos aupados al ancho guardabarros trasero, que evitaban de ese modo el pago del billete.

Caminando sobre las losas de piedra gris, con la maleta de madera a cuestas, atravesaron los jardines y se detuvieron un instante para leer el texto de un cartel electoral: “Vota Frente Popular”. Al llegar a la Plaza de España se encontraron con un grupo de muchachos, en tono desafiante, que vestían camisa azul oscuro con una insignia roja. Esta misma insignia, consistente en un yugo de arado cruzado por un puñado de flechas. Portaban una bandera con franjas rojas y negras verticales. Estaban enfrascados en sus cánticos, levantando el brazo, y obedeciendo a uno que parecía el jefe. En ese momento, llegó Pepe acompañado de Sara.

—¡Arriba España! —exclamó, para distraer la atención que el grupo había puesto en aquella familia cargada de maletas—. ¡Guardad las armas, so capullos!, son amigos míos!

—¿Y tú quién eres? —interesó un falangista.

—¡Amigo de la familia Primo de Rivera!

—¡Viva José Antonio! —gritó brazo en alto.

Pepe sentía devoción por José Antonio, a quien conocía personalmente, y eso había quedado claro con aquel grito cargado de sinceridad. Pero en ese momento, después de la soflama, mi señorito se excusó de acompañarles al Sindicato Universitario y les agradeció su confianza. Con el vuelco electoral del 16 de febrero de 1936, mi amigo tenía claro de que había que pasar a la acción. Sin embargo, él ya tuvo bastante con su intervención en la Sanjurjada de 1932, y ahora iba a permanecer en la sombra. Sus padres ya no aguantaban otro disgusto más.

—Vámonos por las buenas o pronto vendrán los otros y no saldremos nunca de aquí —susurró Sara, dando una palmada en el hombro a la esposa de Pedro Rivera.

—¿Qué pasa aquí, Pepe? —preguntó Pedro camino del número 12 de la calle Princesa.

—Que las organizaciones obreras —explicó su paisano— ya no hacen caso a sus políticos, y se van a echar a la calle de un momento a otro. Motivos no les faltan: el Gobierno que precedió al actual hizo lo que pudo para invalidar los logros alcanzados hasta ese momento y reprimió la agitación como era debido. Hoy, el Frente Popular trata de reconducir la situación, pero choca con la oposición: Gil Robles y Calvo Sotelo. El Parlamento es un ring de boxeo, y las fortunas españolas maniobran en las bolsas para provocar la depreciación de la peseta y el hundimiento de la economía.

En ese momento Pedro Rivera señaló a una amplia foto de Manuel Azaña, al que le habían pintado unos cuernos, que ofrecía un aspecto avejentado. Gordo, calvo, pálido, feo, con expresión avinagrada, los ojos tras las gruesas lentes son dos rendijas a su preocupación interior. El exalcalde solo lo ha visto en fotografías más agradecidas y en caricaturas de la prensa de derechas, bajo forma de sapo o de cerdo.

—Hablas como uno de ellos…

—Es la verdad, pero detrás está Rusia. Quiere bolchevizar España; eso es lo que muchos no ven y no podemos permitir. La prensa está manipulada y siembra el pánico. Hasta algunos intelectuales, como Ortega y Unamuno, se lo han creído y ya reniegan de la República. En previsión del golpe militar, que todo el mundo augura, los sindicatos y milicias obreras están comprando armas. A la primera señal, los socialistas se van a echar, otra vez, a la calle y vamos a morir como ratas.

—¿Y qué hacemos?

—Esperar acontecimientos —aconsejó Pepe—. Tú, y tu familia, os acopláis en la portería del edificio propiedad de la duquesa. ¡No te signifiques!, no hables de política con nadie. Ahora no es lo mismo que en 1932, ahora va en serio. Manuel Azaña conoce estos factores, pero duda de su alcance. Los monárquicos han pedido a Gil Robles que se declare el líder del alzamiento, pero se ha negado. Sin embargo, afortunadamente, queda el Ejército, claro. Pero Azaña lo conoce bien: no en vano fue ministro de la Guerra. Se cree que los militares solo amenazan y lloriquean para buscar ascensos, destinos y condecoraciones. ¡Que se van a dejar camelar, vamos!

—¿Y se dejarán?

—Eso está por ver, ponerse de acuerdo en una acción conjunta es muy difícil. Los de artillería están a matar con los de infantería, estos con la Marina, y así…Falta el cabecilla, pero están todos cagados de miedo. En 1932, sí le echamos tres cojones, con Sanjurjo. Y nos dejaron solos. Así nos fue, me desterraron a Villa Cisneros, como si fuera un criminal.

—¿De dónde sacas toda esa información?

—Que bolo eres, Pedro. Te he dicho mil veces que mi padre es muy amigo de Manuel Fal Conde…

—Sí, soy un tontaina…Pero si pasa algo, ustedes serán los primeros en…

—Tenemos amigos en Portugal, ya no me como otra Sanjurjada como la de 1932. Ya no me caso con ningún general, ni con el mismo Dios que baje del cielo.

—Revolución no habrá —replicó Pedro Rivera—, pero habrá golpe de Estado. Y lo darán los militares, eso está cantado.

—No digáis paponás —respondió la mujer de Pedro—. Si hay un golpe militar, aquí se va a armar la gorda. El pueblo se va a echar a la calle y se levantará en armas. Querrá defender su libertad…

—¿Defender qué? —su marido se echó a reír.

—No le haga caso, señorito Pepe, —dijo María—. En oyéndole hablar cualquiera diría que somos unos capitalistas; pero en el fondo es un corderito. Y más bueno que el pan bendito.

—No empecemos, María. Estas historias no le interesan a Pepe.

—Pero a mí sí —repuso Maria—, y soy tu mujer, y estas son mis hijas. Somos una familia sencilla, de campo, humilde. Nos mueve el amor a España y el respeto a la tradición y a la religión católica.

—Y eso os honra, pero la ocasión pide más. Aunque no tengáis un nombre y una posición, ni trabajo, ni casa, ni nada… Pero una portería es una solución, una buena solución en estos tiempos que corren —reconoció Pepe.

Y sin que sirvieran de nada las reconvenciones, María refirió una historia larga y confusa, de la que apenas Pepe comprendió el meollo. Ese matrimonio nunca había salido de su escenario habitual en Gerindote, de entre las vacas y ovejas, entre campos de océanos dorados en verano y barbechos en invierno, churros y verbenas en la plaza, letras de chotis y romanzas de las zarzuelas más castizas al son del organillo. Lo único que no cambiaba de la capital, eran los gritos de ¡que se besen! y ¡vivan los novios!, en las bodas.

Pepe intentó poner orden en el matrimonio, ante la atenta mirada de sus hijas.

—Un golpe de Estado no es cosa fácil. En primer lugar, no se puede contar con la unidad interna del Ejército: algunos generales son republicanos convencidos; otros no lo son, pero su código de honor les impide sublevarse contra un Gobierno que ha salido de las urnas. Muchos militares son de izquierdas, o simpatizan con ellas. Yo mismo intervine, aunque fui absuelto por los tribunales, en el golpe de 1932.

—¡Eres un patriota, Pepe!

—Así fue, pero hoy es todo diferente a cuando lo planificó el general Sanjurjo. Si el golpe encuentra resistencia armada, y desemboca en una verdadera guerra civil, los sublevados ganarán batallas en campo abierto porque Alemania e Italia nos ayudarán, pero no podrá controlar las ciudades. La lucha callejera se convertirá en un baño de sangre…

 

 

 

El sonido de una ráfaga de disparos demasiado próximos despertó con brusquedad a la duquesa de sus ensoñaciones de un tiempo que había pasado hacía tan solo cuatro meses. Como debería estar ocurriendo algo horrible, decidió sortear el lugar en el que estaban sucediendo los hechos. El tranvía se detuvo casi en seco, los viajeros se levantaron perturbados por el miedo a ser alcanzados por la metralla, con el susto en el cuerpo, mirando a un lado y a otro para localizar la procedencia del impacto de los cascotes. En unos segundos continuó su marcha hasta la siguiente parada de San Francisco el Grande, luego siguió por calle Bailén, donde vio un Madrid que se desplomaba a la vera del río, hacia los barrios humildes y desmontes del oeste. Al llegar a la altura de Cuesta de San Vicente, se escucharon más detonaciones. Sus pensamientos, no obstante, volaban hacia otro lado.

Poco antes de entrar a la Plaza de España se hallaba apostado un grupo de hombres armados, algunos de los cuales, de vez en cuando, disparaban al aire una ráfaga de tiros, riendo y gritando vivas a la República y muerte al fascismo. Se oyó otro estampido lejano. Los viajeros empezaron a apearse, asustados. La duquesa dudó un instante, pero al final, también se decidió a abandonarlo. Ya estaba muy cerca de su destino, la calle Princesa, el domicilio de su amigo Pepe; así que echó a andar, y se alejó todo lo que pudo del peligro.

En ningún momento echó la vista a atrás. Avanzaba deprisa, asustada con el estallido de los tiros y cañonazos procedentes del cuartel de la Montaña. Hasta que llegó al número doce de la calle Princesa. Se precipitó al interior del portal y, solo entonces, se detuvo aturdida.  Cuando se vio a salvo, apoyada la espalda contra la pared, comenzó a llorar. La portera oyó un ruido y se asomó.

—¿Te ocurre algo, chica?

La duquesa no respondió, se lanzó escaleras arriba y no se detuvo hasta llegar a la casa de sus amigos. Llamó al timbre. No pudo contener el llanto, apenas podía respirar.

Una chica morena vestida de blanco abrió la puerta.

—Pero, señora duquesa, ¿qué le ocurre?

—¿Está Pepe? —preguntó con la voz entrecortada.

—Sí, sí, pase, por Dios, pase. ¡Señorito Pepe! —llamó a gritos Sara—. Pase, pase, está en el salón, dormido, aquí apenas se ha dormido esta madrugada con tanto jaleo.

Estupefacta de terror, la joven aristócrata se encaminó, tambaleándose, hacia la puerta.

—¿Qué te ha pasado, Piluca, te han hecho algo estos putos rojos? —preguntó Pepe.

—¿Preparo algo de caldo para que reviva? —preguntó la criada.

Doña Pilar Eugenia del Valle y Álvarez de Ordina, viuda duquesa de Santoña, más conocida para los amigos con el castizo diminutivo de Piluca, nació en el seno de una familia rica. Perdió a su madre cuando era muy joven, y pese a las comodidades de su posición social, no todo fue fácil. Luchó valientemente en un mundo donde la sociedad relegaba a la mujer a un segundo plano. Dedicó tiempo y dinero a mejorar las condiciones de vida de mujeres y niños, así como a hacer obras benéficas. Su otra pasión eran las flores, los pájaros, la ropa bonita…

—Y entre tanto, nosotras a luchar solas…, aunque tampoco nos sobra tanto dinero…—solía decir.

El padre de Pepe, Julián, le miró la cara, le toco el pelo, la cabeza, y la revisó de arriba abajo, buscando algún daño en su cuerpo. Pilar, entre sollozos, le intentaba decir que estaba bien, que no tenía ningún daño. Solo cuando Pepe se convenció de que su amiga no estaba herida, la abrazó dulcemente.

La señora duquesa era una mujer menuda y su comportamiento destilaba inteligencia, energía y tesón, y hablaba con tanto nerviosismo que era difícil entenderla. Su espontaneidad irreprimible le hacía incurrir en frecuentes cambios de humor. Se había casado por amor, como no lo había hecho ninguna de las mujeres que conocía.

La criada contemplaba la escena con preocupación. A nadie le extrañaba el estado en el que llegó la duquesa, eran conscientes de la gravedad de lo que estaba ocurriendo en las calles de Madrid, y, desde la madrugada en el cuartel de la Montaña. Todo el vecindario llevaba despierto desde las cinco de la mañana oyendo tiros. Desde los ventanales del salón se podía ver la Gran Vía, y hacía horas que hombres y mujeres, metidos a milicianos, pasaban armados en dirección a la calle Bailén. Todos gritaban consignas para liberar del cuartel de la Montaña.

La duquesa y el señorito Pepe se sentaron en el sillón. El estruendo de los tiros hacía temblar a todos cada vez que estallaban. Sara calentó un puchero de chocolate y sacó unos picatostes para mojar. Colocó en una bandeja las tazas, las cucharillas y una jarra de agua. Cuando estuvo todo preparado, dejó a solas al señorito y a su amiga. Pero como era un poco cotilla, entró al cuarto de los utensilios de limpieza y tomó un palo con plumas naturales adheridas en un extremo. Con el plumero en una mano y un trapo blanco en la otra, comenzó a simular que limpiaba las cornucopias isabelinas que colgaban de las paredes. Cuando llegó a aquella fotografía enmarcada con madera bañada en oro no pudo evitar hacer una exclamación:

—¡Jesús, José y María!

Pilar y Pepe se miraron, preocupados.

—No sé dónde vamos a llegar —murmuró la duquesa dando un suspiro desconsolado.

—¿Por qué has salido a la calle en esta situación? Bueno, ya pasó, tranquilízate, ya pasó.

—Creo que mi hermano está dentro del cuartel de la Montaña. No sabemos nada de Jaime desde ayer. Se marchó por la mañana, estaba muy nervioso…

—Seguro que anda de juerga, ya sabes cómo es…

—No lo creo —la viuda negó con la cabeza—. Jaime es un botarate cuando se junta con los amigos, pero con todo lo que está pasando en Madrid habría llamado a casa. Algo malo le ha pasado. A las cuatro de la mañana me despertó y me dio un abrazo. Iba vestido con su uniforme de militar. “No salgas de casa hoy”, me dijo. “Nos veremos esta noche cuando todo haya terminado; todo va a salir bien”.

—Espero que no haya cometido el error que yo cometí en 1932.

—Ya, que mala suerte tuviste entonces.

—Sí, apoyé un fallido golpe militar en 1932, y lo pagué muy caro. Espero que tu hermano…

—Pero, ¿cumpliste pena?

           —Sí, me desterraron a Villa Cisneros, pero después salí absuelto en el juicio. Aunque esta vez parece que pintan bastos si Sanjurjo es capaz de convencer a sus allegados, desde Queipo de Llano, Franco o Mola —opinó Pepe—. El alzamiento de antes de ayer no es una broma; saldrá bien. Ya lo verás…

—Pero la parte más importante de las fuerzas sublevadas está en África, cuando lleguen aquí, será tarde… —apuntó la viuda.

—Si nos marchamos mañana a Portugal, como está valorando mi padre, tú deberías hacer lo mismo.

—Pero, mi hermano, ¿qué habrá sido de él? No puedo dejarle aquí solo —Pilar estaba confusa.

—Si no está de juerga, habrá huido, o estará escondido, no temas —Pepe sonrió para intentar disimular la preocupación.

—Armas, armas, armas…, el pueblo pide armas. Los guardias siempre llegan tarde, hasta cuando arde un convento —dijo Pilar, que seguía muy nerviosa.

—Ya verá usted como al final sale todo el mundo diciendo que se lavan las manos como Pilatos —apuntó Sara.

—Desde que Pilatos se lavó las manos nadie quiere cargar con la responsabilidad de nada —aseguró la viuda.

—¡Así da gusto!, ¿qué arde un convento?, yo me lavo las manos, ¿que los mineros asturianos declaran la huelga general revolucionaria?, yo me lavo las manos —continuó la criada.

—¡Joder qué país más limpio! —exclamó Pepe.

—Ya le digo, así da gusto.

Estaba claro que aquel militar de graduación había desaparecido. Pepe sabía que la hermana no iba descaminada en sus temores, y los infiernos se abrieron para ella. El ambiente estaba enrarecido tras el golpe militar, y él lo sabía. Pero intentó restar importancia. En ese momento entró el padre de Pepe, un señor de más de cincuenta años, aproximadamente de la misma edad que la duquesa, delgado, avejentado, con pelo entrecano, escaso, y un bigote triste de puntas caídas, cruzó el salón sin despegar los labios ni hacer ruido alguno. Sus zapatillas de lana de cuadros y suela de goma se deslizaron sobre las baldosas como si no pesaran. Así, sigiloso, triste, mudo, llegó  y se sentó en el sillón, frente a la duquesa, sin decir nada. Se saludaron con cordialidad, y hablaron de lo poco que habían descansado. Estaban dialogando de cómo se estaban torciendo las cosas en Madrid tras la sublevación militar en África.

—Usted tampoco puede dormir, ¿verdad? —preguntó la doncella, mientras le servía el chocolate—. ¿Se encuentra bien?

Él, con un gesto de asentimiento, agradeció a Sara. Después, esbozó una sonrisa y se dirigió a su amiga Pilar.

—No llores, Piluca… —le consoló Julián.

—Está muy preocupada por él…

—Tu hermano estará vivo, pero nosotros vamos a morir si no salimos de Madrid de manera inmediata.

Todos se quedaron atónitos. La criada entró con una bandeja de bizcochos y les sirvió otra taza de chocolate. Se dio cuenta del silencio que las palabras de don Julián habían causado.

—Háganle caso, se lo digo yo, que se cómo está el patio en la calle —terció Sara—. No juguemos con estas cosas. ¡Márchense fuera de Madrid!, yo me quedaré cuidando la casa, a mí no me harán nada.

Un silencio tenso entristeció el ambiente. La viuda se quedó con la taza en los labios, mirando por encima de ella a la criada, y después a Pepe de reojo, esperando su reacción. El padre de Pepe impuso silencio: no quería ser interrumpido en sus cavilaciones. Se levantaba de vez en cuando y daba largos paseos por los pasillos con la cabeza gacha, el ceño fruncido y las manos cruzadas a la espalda. De vez en cuando se detenía, desarrugaba el entrecejo y una vaga sonrisa distendía sus labios prietos; se le oía murmurar con voz apenas perceptible: “Vaya, vaya”. Luego volvía a caminar, seguido por la mirada respetuosa de su hijo Pepe.

—Te vienes con nosotros a Portugal, Piluca. Llama a Pedro y que él se disfrace de miliciano y busque a tu hermano por Madrid. Desde Lisboa le llamaremos por teléfono y nos explicará qué ha ocurrido con él. Una cosa está fuera de discusión: el asunto compete al Ejército español. La situación es grave y no podemos permitirnos arbitrariedades. Simpatizo con el patriotismo de los sublevados, y me hago cargo de que no han podido hacer otra cosa, pero ya casi pierdo a un hijo en el último intento de 1932. Mola, Franco y Queipo de Llano no son el general Sanjurjo, y sabrán mantener el orden en sus filas. En Madrid no pintamos nada, solo podemos encontrar la muerte.

Las palabras del padre de Pepe quedaron ahogadas por el sollozo incontrolado de la duquesa, que aceptó salir esa madrugada hacia Lisboa.

—Señora, será mejor que no vaya a su casa —propuso Sara—, iré yo a por sus maletas, y esta noche tendrá aquí listo su equipaje. Mañana puede ser tarde. Piense que Madrid es muy grande y que la mecha todavía no ha prendido en todo Madrid. ¡Ponga tierra de por medio!

—¿No será mejor que vaya yo? Así explicaré a Pedro todo lo que tiene que hacer.

—No deberías, Pedro y el resto del servicio pueden recibir tus instrucciones por teléfono.

—Saldremos de madrugada.

 

 

 

A última hora de la mañana de aquel extraño veinte de julio, la calle Princesa era una fiesta de milicianos, con monos azules, puños en alto, y banderas diversas con los colores de la República. El bullicioso claxon de los coches, que venían desde el cuartel de la Montaña, evidenciaba el júbilo de sus ocupantes por la victoria conseguida.

Sara bajó a la calle y cuando cogió el tranvía en dirección al domicilio de la duquesa viuda de Santoña frunció el ceño con inquietud.

—¿Cómo ha acabado el asalto al cuartel de la Montaña? —preguntó Sara al conductor.

—Pues como tenía que acabar, con muchos fascistas muertos. Los demás se han rendido como ratas. El golpe militar ha fracasado, se han tomado todos los cuarteles. El de la Montaña ha caído en manos de las milicias y han matado a todos.

—¿Qué dice usted?

—Lo que oye…

—Las noticias no pueden ser mejores —fingió Sara.

—Aunque yo no dudo que Mola acabará entrando en Madrid.

Sara miraba por la ventanilla fijándose en las caras de alegría de los transeúntes. Había otros que andaban desconfiados y huidizos por las aceras de la Gran Vía, evitando a los milicianos que se habían hecho dueños de la calle, de la ley y de las vidas. La criada no sabía muy bien qué pensar. A su parecer, todo resultaba caótico. Nunca había vivido una guerra y supuso que este desorden era propio de este tipo de luchas entre civiles.

—El gobierno de Giral ha dado orden de entregar armas al pueblo —dijo un viajero que también miraba atento a través de los cristales.

—¿Sin ningún requisito?, ¿a mí me pueden dar un arma? —preguntó Sara.

—No, las entregan a los sindicatos y a los partidos de izquierdas…Toda ayuda es poca para defender nuestros derechos.

La gente hablaba en voz alta y no parecía estar muy asustada.

—¿Os habéis enterado de lo del cuartel? —preguntó otro viajero.

—¿De qué cuartel? —dijo una señora mayor.

—Del de la Montaña…

—No, ¿qué pasa?

—Pues nada, que se sublevaron los que estaban dentro y fueron controlados por las fuerzas leales a la República.

—Bueno, a mí eso ni me va ni me viene, el caso es que haya paz y pueda una trabajar sin ser molestada.

—¡Baje la voz, señora!, ¡cierre la boca!

—¿Por qué?

—Por nada, allá usted…

—¿Usted entiende esto? —insistió ella.

—¡Hay que joderse qué mujer!, ¿qué hay que entender?

—Pues yo no entiendo ni palabra, ¡esto va a acabar mal!

—Bueno, a mi poco pueden quitarme… —aseguró él.

—A ver lo que hay de verdad y de mentira en todo esto…

—Ya me lo dirá usted mañana o pasado.

—Bueno, seguro que algún ministro está ya en París con un baúl repleto de duros.

—¡Habla usted como una puta jubilada! Si dice eso en voz alta, no va a durar ni un minuto con vida. Ha tenido suerte conmigo que, aunque soy un muerto de hambre, soy un hombre tranquilo.

—También hay otras riquezas de mayor monta que el dinero.

—Sí, la libertad y la vida.

—Por eso digo… —asintió aquella funcionaria del catastro en situación de jubilada.

—La gente se equivoca cuando dice que este o aquel son unos muertos de hambre y no tienen nada que perder, por eso quieren la revolución; por si les toca algo en el reparto. No, eso no es así…

—Los únicos que no tienen nada que perder son los muertos, porque ya lo han perdido todo —concluyó ella mientras se apeaba del tranvía gritando—. ¡Yo soy viuda y mi único hijo está de misionero en el Paraguay!

—¡Escóndase antes de que la encuentren! —gritó él desde la ventanilla.

—¿Yo?, ¡no hijo!, yo no soy ni Calvo Sotelo ni Gil Robles, yo no soy más que una modesta viuda. ¿De qué voy a huir si no tengo nada que ocultar? —replicó la señora desde la acera—. Pero mira, te lo agradezco: me iré de Madrid hasta que pase esto. Aunque no estaría mal que los militares salieran de los cuarteles y pegaran cuatro tiros.

La confusión hacía que cualquiera creía haberse convertido en un soldado con derecho a matar. A la mayoría de los afiliados se les entregaban escopetas o fusiles, y en el mejor de los casos se impartían algunas nociones básicas de cómo cargar y cómo disparar. Parecía que, en medio de aquella euforia por el triunfo sobre el cuartel de la Montaña, se presagiaba algo peor.

Bajó del tranvía y Sara comenzó a caminar pensativa y preocupada. Al torcer la calle se tropezó con un tumulto en el portal de un edificio en el que se ubicaba el local de una Casa del Pueblo. Se abrió paso con disimulo, esquivando a los que salían y a los que, formando grupos, bravuconeaban de sus experiencias en el asalto al cuartel de la Montaña. La mayoría iba con un mono azul o gris, algunos lucían correajes de militares, con el arma terciada al cinto o al hombro, y todos llevaban el pañuelo rojo anudado al cuello. Algunos transeúntes la piropeaban sin faltar.

No quería preguntar, delante de todos, por la suerte que habían corrido los militares de alta graduación, por temor a ser investigada. Pero un miliciano de avanzada edad se acercó a ella.

—¿Y tú que quieres?

—Alistarme. Quiero matar a los fascistas —respondió Sara.

—¿Qué edad tienes?

—Dieciséis.

—Tú no tienes dieciséis. Vete a jugar y déjanos eso para nosotros. ¿Buscas a alguien?, ¿a dónde vas con la que está cayendo?

—¡Pues ya ve, por Madrid! Busco a un fascista que es comandante en el cuartel de la Montaña.

—¿Cómo se llama?

—Jaime del Valle y Álvarez de Ordina.

—¿Y para qué le buscas?

—Para pegarle dos tiros, si no ha muerto ya.

—Anda, guapa, vete a jugar a la comba…

Sara continuó su marcha y anduvo hasta dar con el número 40 de la calle Mendizábal. Cuando lo divisó desde la acera de enfrente se detuvo para mirar la casa de la duquesa, en la que Pedro regentaba la portería. Era un edificio de tres plantas, además de la baja. Se trataba de una vivienda de lujo. La viuda y su hermano ocupaban las plantas principales con vista a la calle, y el resto eran pisos arrendados por ella misma a personas de su confianza. La familia de Pedro vivía, desde que llegó a Madrid huyendo del pueblo, en una de las buhardillas del edificio con tejados de pizarra. Una hilera de balcones recorría toda la fachada, con sus barandillas de hierro forjado.

La jovencísima Sara seguía indecisa. Sabía que se la jugaba con lo que estaba haciendo, pero no solo ella, sino también ponía en peligro a Pedro y su familia. Tenía que comunicar al portero los planes de la señora y, sobre todo, preparar un pequeño equipaje para llevárselo a la calle Princesa sin levantar sospechas. La esposa de Pedro era, a su vez, la criada de confianza de la viuda. Les llevaba las noticias que la duquesa no quiso desvelar por teléfono: se ausentaba de Madrid por razones de seguridad.

Cuando la puerta se cerró a su espalda se encontró en un amplio portal de mármol blanco. Olía a limpio y el aire resultaba más fresco que en la calle. De frente, una puerta de cristal con el marco dorado; al otro lado, una hermosa escalera ascendía como un caracol envolviendo a un montacargas.

—Solo quiere que la lleve las joyas de su cómoda, dinero, tres o cuatro mudas de ropa interior y tres pares de pantalones de montar a caballo.

—¿Y los pañuelos de seda que tanto le gustan a la señora?

—María, la señora duquesa me lo acaba de decir por teléfono, no quiere más cosas.

—¿Qué sabes tú del señorito Jaime?

La pregunta le salió a Pedro de los labios débiles, sin apenas fuerza, como si las palabras se ahogasen en la garganta. El portero mantuvo la mirada. Sara bajó la suya y le contó la misión que la duquesa había encomendado a su hombre de confianza.

—Es posible que haya muerto en el asalto al cuartel de la Montaña, pero también puede que no. La señora me encarga que te diga que te disfraces de miliciano y salgas a Madrid en búsqueda de noticias. Ella te llamará cada cuatro o cinco días, desde donde esté…

Pedro reaccionó y miró a su esposa de inmediato. Esta se colocó la ropa y se atusó el pelo. Le costó admitir que su marido se iba a jugar la vida, pero el matrimonio también debía la suya a la duquesa.

—No fallaremos —dijo María.

Aceptó Pedro asintiendo con la cabeza, mientras se daba media vuelta para marcharse. Pero antes de dar un paso, se giró de nuevo para mirar a Sara.

—Le dices a la señora que… —María no pudo terminar la frase.

Pareció que iba a llorar, y antes de dar el último mensaje para la duquesa, se cerró la puerta. Sara se quedó al otro lado del rellano y se marchó escaleras abajo. Cuando llegó a la calle todavía llevaba en su rostro las lágrimas de María.

 

 

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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