TALAVERA DE LA REINA EN LA GUERRA CIVIL
TALAVERA DE LA REINA EN LA GUERRA CIVIL
Capítulo 11, de la novela «Una memoria sin rencor».
A mitad de aquel verano de 1936 estaban ya en la Península unos veinte mil moros mercenarios que estaban dispuestos a ir a la guerra para ganar dinero y salir de la hambruna. Habían crecido en la guerra del Rif —acostumbrados a la vida dura y a pasar penalidades— y estaban educados para luchar. Les gustaba tanto el saqueo que, incluso, arrancaban a los muertos dientes de oro, con alicates, como podían… Y si el anillo se resistía, seccionaban el dedo para hacerlo más rápido. Los moros tenían fama de sanguinarios y de violadores de mujeres. El mismo general Queipo de Llano, en sus emisiones diarias de Unión Radio de Sevilla, instaba a la agresión sexual de las mujeres republicanas, “por mucho que forcejeen y pataleen”. Todas estas barbaridades perjudicaron gravemente a la imagen de la España rebelde en el extranjero, hasta que Franco ordenó que el agresivo locutor desapareciera de las ondas.
—Después de todo, estas comunistas se lo merecen, ¿no han jugado al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen —voceaba Queipo por la radio en una de sus numerosas soflamas.
Llegaban dejando atrás miles de cadáveres que habían ejecutado sin compasión, realizando así el proyecto de exterminio trazado por el general Mola. Los marroquíes venían acompañados de legionarios, organizados en columnas de quinientos a mil hombres. Viajaban en camiones y autobuses que solían detenerse a una distancia prudencial de cada pueblo para que los soldados avanzaran a pie. Si había resistencia, la artillería ligera bombardeaba y después se tomaba la localidad cargando a bayoneta. Luego, mediante megafonía se ordenaba la apertura de puertas de las casas y que se desplegaran banderas blancas. Posteriormente, mientras la columna proseguía su ruta por el eje de la Carretera de Extremadura en busca de una nueva población, se aseguraba el pueblo conquistado con un grupo de voluntarios falangistas canarios, que ya comenzaron a llegar a la península en barco desde aquel archipiélago.
De acuerdo con esta forma reseñada, el avance del ejército de África fue un «paseo militar» desde Sevilla hasta Mérida, ante la escasa resistencia que encontraban a su paso. Franco había puesto al mando de la Columna Madrid al teniente coronel Juan Yagüe, y la República confió este cargo a José Riquelme, que había sido ascendido a general tras la proclamación de aquella en 1931 y ahora requería la presencia del coronel Mariano Salafranca para defender Talavera del Tajo.
—¡Necesito al coronel Salafranca aquí!, ¡mandad llamar a Mariano! —ordenó con urgencia Riquelme.
—Está en Granada, mi general.
—Lo quiero a mi lado, ¡ya!
Al amanecer del 29 de agosto de 1936, este llegó desde Granada y tuvo que comprobar por sí mismo el estado de su ejército porque no encontró a Riquelme. Quien sí encontró la muerte fue el capitán que acompañaba a Salafranca, al ser asesinado por la masa de milicianos que corrían despavoridos mientras intentaba detenerlos.
—Al próximo que huya será fusilado de manera inmediata —amenazó Salafranca.
—A la orden…
—¿Dónde cojones está el general Riquelme?, ¿no tenía tanta prisa por verme?
—En Talavera…
Salafranca seguía sin encontrar a Riquelme y tuvo que conformarse con la ayuda de un capitán de milicias llamado Castroviejo. Entre ambos consiguieron reunir a grupos de milicias que llegaban desde Oropesa, pero su labor no era fácil debido a la baja moral de los combatientes que venían retrocediendo. Allí, improvisando sobre el terreno, decidieron separar las agrupaciones de milicias entre sí, dando posiciones y misiones a cada una de ellas.
Cuando Salafranca regresa del reconocimiento, se encuentra con un mensaje de Riquelme de manos del comandante Carlos Pedemonte Sabín. Con esta nueva ayuda, junto a la milicia denominada Balas Rojas —milicianos muy disciplinados que pertenecían a Izquierda Republicana—, el coronel ordenó la instalación de teléfonos que unieran conectados a su cuartel general en Talavera.
Por fin, la noche del 29 de agosto, Salafranca se entrevista con Riquelme y entre ambos militares surgen divergencias de carácter táctico. Curiosamente, al día siguiente Riquelme fue reclamado desde Madrid y Salafranca quedó como jefe supremo de la Columna. A la mañana siguiente, este recibe la visita de Uribarri y del jefe del aeródromo de Prado del Arca, a quienes expuso sus planes. Allí, el coronel les deja claro que solo él ostentaba el mando militar sin compartirlo con nadie y les solicitó colaboración.
—He recibido órdenes del ministro, y hay que defender Talavera a muerte —informó Salafranca.
—¡Estamos a su lado, mi coronel!
—Si es así, ¡manden a sus mejores hombres al aeródromo!
Las fuerzas de Yagüe se dispusieron a dar el asalto final a Talavera en la madrugada del 3 de septiembre. Para ello, ordenó a las columnas de los comandantes Castejón y Tella que fueran tomando posiciones durante la noche frente a las tropas enemigas. Por su parte, Asensio Cabanillas dividió a su columna en dos grupos: por un lado la 1ª Bandera del Tercio y por otro el 2º Tabor de Tetuán. Previamente al ataque, se llevó a cabo un intenso bombardeo aéreo sobre el aeródromo de Prado de Arca y sobre la parte oeste de la ciudad. A las cuatro de la madrugada, las distintas unidades se pusieron en marcha con un objetivo: tomar el Cerro Medellín, donde se encontraba el punto fuerte de la resistencia republicana. A parte de este cerro, el terreno era llano y Talavera no tenía otro medio de defensa que no fueran las trincheras y parapetos.
El cerro era aún republicano y se hallaba guarnecido por casi medio centenar de carabineros que impedían la progresión por el llano, el cual también estaba surcado por trincheras defendidas por milicianos de la Columna Mangada. Tras una dura batalla, el Cerro Medellín fue reducido por la 4ª Bandera del Tercio, poniendo en fuga, o capturando, a los carabineros del cerro y a los milicianos del llano. Los sublevados continuaron por el llano, ya despejado, hasta que se toparon con una posición fortificada y con las baterías de artillería que intentarían contener el ataque. Sin embargo, cuando la sección de Kaid Kadur ibhen Hamed Buifruri llegó a las alambradas los milicianos huyeron en desbandada. Después serían capturados cuatro cañones de setenta y cinco milímetros, cinco de ciento cinco, gran número de municiones de artillería, así como veintidós vehículos intactos.
El dominio en el aire había estado hasta el día 2 de septiembre en una situación de equilibrio, incluso algo favorable al bando republicano. Este disponía de aparatos en el aeródromo de Prado del Arca, a tan solo cuatro kilómetros de Talavera —este, a su vez, se nutría de otros llegados del madrileño aeródromo de Cuatro Vientos—. Sin embargo, a partir del día 3 de septiembre, el dominio del aire pasó a manos de los nacionales. A las cuatro de la madrugada de este día, un bombardeo nocturno sobre el aeródromo de Prado Alto destruyó la casi totalidad de los aviones allí existentes, asestando un duro golpe a la defensa de Talavera.
Simultáneamente al ataque descrito, las agrupaciones de Tella y Castejón acometieron por el flanco más próximo al eje de la carretera Madrid-Extremadura. El otro lado estaba defendido por hombres de la Columna Uribarri, también conocida como Fantasma, y por milicianos de los pueblos cercanos, junto a dos compañías de Guardias de Asalto. Tenían como misión cerrar el frente hasta el río Tajo, entre Los Molinos de Abajo y La Morana. La primera embestida de los moros y legionarios se estrelló contra los defensores, bien parapetados en sus trincheras, porque los Guardias de Asalto obligaron a los milicianos a seguir luchando hasta el último minuto. Mantener esa posición era de vital importancia porque los republicanos esperaban refuerzos procedentes de Madrid a través de un tren blindado, que nunca llegó a entrar en acción y dejó desamparada la defensa de la plaza.
—El enemigo no va a sostenerse mucho más…—presagiaba Castejón.
—Así es, mi comandante —ratificaba un sargento—. Confiaban en tener los apoyos del tren que fue interceptado por los nuestros.
—Los que aún aguantan son muy pocos. Ya puedes irte y decir a Tella que, al menos aquí, es pan comido. Una hora, o menos —calculó el comandante el tiempo aproximado en continuar el avance.
La siguiente línea defensiva republicana, con parapetos y alambradas, se había montado en el kilómetro 117 de la Carretera de Extremadura. Aquí se aguantó el embate de Tella, hasta que comenzó a extenderse el macutazo en líneas republicanas de que los moros habían rodeado Talavera. Sin embargo, no era del todo cierto. La verdad fue que los marroquíes llegaban a la ciudad por los distintos caminos que comunicaban el centro con las huertas, arrasando con todo lo que pillaban a su paso. En su huida, algunos milicianos retrocedieron en desbandada hasta el Convento de Santo Domingo, donde se refugiaron sin el consentimiento de las monjas. Estas religiosas tampoco quisieron abrir a los moros que perseguían al aterrado enemigo que no sabía dónde ocultarse.
—Ser soldaditos nacional, ¡abran puerta o nosotros romper! —exigió un marroquí—. No matar a rojos, jurar paisa.
—Esta es la casa de Dios —contestaba una monja tras la mirilla.
—Del Dios Alá, abrir puerta en minuto —los moros esperaron un minuto y luego derribaron la puerta.
A la media hora, no más, un moro mostraba a las aterradas monjitas el contenido de un pañuelo mugriento que sujetaba con ambas manos: tres alianzas y cuatro dientes de oro, dinero nacional y republicano, tres relojes de pulsera, una cadena de plata, tres librillos de papel de liar y varios paquetes de cigarrillos.
—Ser regalo de Dios —guiñó el ojo el moro, mientras reía con la boca abierta, exhibiendo su dentadura con todos los dientes blancos como la cal.
—Dios os castigará —acertó a decir la hermana de mayor edad.
—¿Tienes pisetas nacionales buenas? Si tienes, paisa cambiar por este tisoro. Yo hago a ti favor, mucho grande.
Ante el silencio de las religiosas, el moro lo piensa un momento y luego se encoge de hombros, se pone un cigarro en la boca y lo enciende con un fósforo que sacó de una cajita con la bandera republicana. Después, se enfilaron a la céntrica calle Carnicerías y allí continuaron matando a gente, entre ellas a un grupo de segadores gallegos que casualmente habían llegado meses atrás para trabajar.
Pronto cundió el desánimo y otras unidades penetraron en Talavera por la Puerta de Cuartos y por la calle Olivares, hasta llegar a la Plaza del Pan y al ayuntamiento. De su balcón se retiró la bandera republicana y fue sustituida por la enseña roja y gualda que había sido adoptada como oficial en Sevilla, semanas atrás. Los hombres de Castejón se encontraron con sus compañeros del resto de agrupaciones y tomaron un gran botín de víveres y munición en la estación de ferrocarril.
La ciudad quedó completamente dominada y muchos de sus defensores, que no pudieron huir, fueron pasados por las armas. Los últimos en ser reducidos serían un grupo de unos veinte milicianos que defendían el Vivero —un almacén de obras públicas que había al otro lado del río Tajo—. Se percataron tarde de la situación que les había sobrevenido en tan solo unas horas, justo cuando ya se encontraban rodeados por los moros de Castejón que acabaron con sus vidas.
Una gran parte de la población civil comenzó a marcharse en dirección a Madrid y a Toledo. El comité de la ciudad había organizado un plan de evacuación que se puso en práctica el día 2 de septiembre. Consistía en transportar a la población en una serie de vehículos —camiones y coches anteriormente requisados— que comenzaron a salir en dirección Madrid, desde la cañada de Alfares; junto con dos trenes que llevaban estacionados unos días. Con anterioridad, las autoridades republicanas engañaron a la población haciéndola creer que el enemigo estaba siendo vencido y que era imposible que entraran en Talavera. Todo ello provocó que mucha gente aguardara hasta el último momento —hasta prácticamente escuchar los primeros disparos por las calles— para huir a una zona más segura.
Una gran marea humana se deslizaba por caminos y carreteras. A partir de entonces, la desbanda de vecinos y milicianos —todos mezclados— era masiva y muy arriesgada. La huida fue lenta porque al llegar al puente sobre el río Alberche se produjo un embudo. Cientos de civiles aterrados, soldados en fuga, oficiales y suboficiales que se arrancaban los galones por si caían prisioneros. Uno de ellos llevaba un vendaje improvisado, en torno a la cabeza, por el que goteaba sangre que le manchaba la camisa. Mientras tanto, los aviones rebeldes planeaban por el cielo ametrallando el rosario de evadidos, que a veces quedaba cortado por las ráfagas de plomo, como cuando se corta de un pisotón la procesión de un hormiguero.
A las catorce horas, el coronel Salafranca y los oficiales de su Estado Mayor cruzaron el puente, dando por perdida así la ciudad. Sin embargo, aún pretendía aquel crear una nueva línea defensiva al otro lado del río Alberche con hombres que aún conservaban la disciplina. Pero pronto comprobó que la mayoría de sus combatientes huían atemorizados, camuflados entre la población para no ser identificados por sus superiores.
—¡Me voy a cagar en vuestra puta madre!, ¡así no se puede ganar una guerra, joder! —gritaba un sargento subido en la caja de una camioneta.
—¡Daos prisa, venga! —ignoraba un anciano los insultos del sargento, y animaba a su familia a seguir andando detrás de una mula cargada de bultos.
—¡Cobardes!, ¿dónde vais?, los aviones fascistas os van a matar como a hormiguitas que huyen de su hormiguero.
—¡Vamos, venga!…¡Corred más! —el anciano quería alejar a su familia, cuanto antes, de aquella ratonera.
Algunos huidos dudaban entre seguir o quedarse quietos. Otros solventaron su duda alzando sus armas y dando vivas a la República. Sin embargo, Salafranca puso su atención en unos milicianos que llegaban huyendo desde el otro lado Talavera, mezclados con mujeres y niños. Traían fusiles, pero corrían desesperados. Una niña, de apenas ocho años, había visto morir a sus padres y viajaba sola, llorando sin parar y sin que se dejara consolar por nadie.
—Así no podréis llegar hasta Madrid —les dijo Salafranca con cordialidad—. Es mejor que las mujeres y niños viajen juntos, y los hombres que sepan disparar nos acompañen a nosotros.
A la vista de todo ello, tomó un vehículo que lo llevó hasta Santa Olalla, junto a la niña abandonada que pronto dejaría de llorar. Aquí, el militar se puso en contacto con el ministro de la Guerra, quien se desplazó a esta localidad para acordar formar allí otra gran línea defensiva.
—¿Cuál es su opinión? —preguntó Largo Caballero mientras tomaba un bocadillo en el Café Galvez, reunidos con los mandos republicanos.
—Que debemos seguir conteniendo, en la medida de lo posible, el avance sobre Madrid —respondió Asensio Torrado—. Debemos confiar en la ayuda prometida por Rusia.
—De esa misma opinión soy yo también —dijo Salafranca.
—Y yo…
—Y yo también…—afirmaron todos, de uno en uno, mirando a los ojos azules del ministro marxista.
Ese flujo y reflujo de marea humana era lo que de la guerra se veía desde Madrid. De toda la España republicana llegaban a la capital millares y millares de hombres y mujeres huidos para combatir al golpe militar. Los trenes militares volcaban día tras día sobre la capital masas de voluntarios en todos los rincones de la Península. Muchos de ellos llegaban casi desnudos y armados con viejas escopetas, eran hombres de campo, duros y secos como un sarmiento, que por primera vez saciaban en los cuarteles su hambre milenaria.
La lucha contra el fascismo, predicada por villas y aldeas como se predicaba la guerra santa en los burgos medievales, levantaba a la masa del pueblo y lo lanzaba en oleadas gigantescas sobre el frente. Pero sin ninguna eficacia. La punta de acero de las vanguardias rebeldes clavaba fácilmente sobre aquel amasijo de voluntades fervorosas e indisciplinadas que chocaban con la técnica profesional del ejército sublevado. El pueblo no sabía hacer la guerra y estaba condenado de antemano al fracaso. El improvisado ejército del pueblo no tenía la misma preparación que su enemigo. Y por si fuera poco, alemanes e italianos estaban probando su armamento, calentando motores y ultimando preparativos en nuestro suelo para años después invadir a Europa.
Aun así, el ejército sublevado necesitó más de tres semanas para recorrer la distancia de 54 kilómetros que unen las poblaciones de Talavera y Torrijos. El avance era imparable porque Franco ya tenía como aliados a Alemania e Italia, y los regulares conocían mejor su oficio de militar que las desarrapadas fuerzas republicanas. Sin embargo, la expedición militar perdería rapidez porque el enemigo se organizó mejor, con la finalidad de ganar tiempo para defender Madrid con mayores recursos. El general republicano Asensio Torrado reclamó refuerzos para evitar el avance imparable sobre la capital. En su ayuda llegaron varias compañías de Acero, al mando del oficial de milicias comunistas, Enrique Líster Forján y el batallón de la Victoria. En la localidad de Cazalegas se encontraron con sus compañeros milicianos del batallón Otumbra y varías compañía de Guardias de Asalto: entre todos resistieron los reiterados empujes del 1º Tabor de Tetuán durante toda la mañana del 11 de septiembre. Sin embargo, al siguiente día, otro tabor de Alhucemas al frente del comandante Mizzian tomó Cazalegas.
Sería unos días después, a mediados de septiembre de 1936, cuando el “paseo militar” se ralentizó, otra vez, en el municipio de El Casar de Escalona, muy próximo a la carretera de Extremadura. Este pueblo apareció como noticia de primera plana en todos los rotativos nacionales con la llegada del ejército de África a la misma, al mando del comandante Antonio Castejón. Este era un hombre grueso y de corta estatura, moreno y abultadas mejillas. Le gustaba cubrirse con una gorra de legionario y llevar un bastón en la mano con el que golpeaba sus pantalones bombachos y las botas de montar. Era un militar implacable que, semanas atrás, había luchado sin compasión en los barrios obreros de Sevilla, y por supuesto en Badajoz.
Ahora, Castejón estaba sentado en una silla de tijera que había dispuesto para él un asistente. Desde el punto más alto, debajo de las ramas de una encina, contemplaba el escenario de la batalla. Recorrió con sus prismáticos las líneas de sus soldados que se preparaban para atacar el pueblo. Allí abajo, en los áridos campos de El Casar de Escalona, muy próximos a la carretera de Extremadura, la tierra iba a cubrirse de cadáveres en el curso de una feroz batalla. A lo lejos, su agrupación formada por la V Bandera del Tercio y varios Tabores de Melilla iban avanzando en hilera. Al frente un escuadrón de legionarios y marroquíes.
El comandante divisaba también la línea del frente de las fuerzas republicanas, que estaban formadas por una línea de trincheras con alambradas continuas y en pequeños puestos defensivos aislados. Sin embargo, su gran contingente se encontraba dentro del pueblo.
La guarnición de El Casar de Escalona estaba constituida por fuerzas del batallón 1º de Mayo a las órdenes del comandante de milicias Antonio Cabrera Tova y unidades del batallón Pasionaria.
A Castejón le sorprendió la extraña tranquilidad que se respiraba a tan solo un kilómetro de su objetivo. Sabía que el enemigo estaba bien parapetado, pero no había otra opción que cargar a campo abierto y ganar cuanto antes las primeras casas del pueblo. Los hombres siguieron moviéndose en dirección a El Casar de Escalona. En breve iba a comenzar una batalla encarnizada que causaría muchas bajas en ambos bandos. Los cañones republicanos de bajo calibre comenzaron a disparar.
—¡Quiero a la gente desplegada por escuadras! —gritó uno de los mandos del ejército de África, mientras uno de sus aviones sobrevolaba la zona.
—¡Que nadie dispare, están demasiado lejos! —se oyó la voz nerviosa de un mando legionario.
—Hay una ametralladora en el campanario de la iglesia —anunció otro con los prismáticos en la mano.
—Por eso, digo, joder —respondió el capitán—. Que no se agrupen los hombres, los quiero lejos unos de otros.
—Esa puta ametralladora nos tiene atrancados —gritó otro parapetado detrás de una casa de labor.
—Déjate de hostias y vete tú a callarla —respondió un legionario.
—Los rojos retroceden hacía el pueblo —informó el de los prismáticos.
Cuando los primeros soldados republicanos asomaron a las afueras del pueblo empezó el combate. El fuego que hacían los rojos era endiablado, casi sin pausas, y empezaban a sonar el grito de los heridos. Pero como los regulares también llegaban por todas partes pegando tiros, los enemigos se vieron obligados a retroceder y dejar el campo abierto.
—¿Cree usted que si retrocedemos podremos pararlos ahí atrás, mi teniente? —se oyó decir en las filas republicanas.
—Creo que sí —respondió—. A ver si los del campanario no se cansan. Hasta ahora se están portado como jabatos.
—También esos hijos de puta de moros le están echando cojones —afirmó el capitán—. ¡Vienen morir en desbandada!, ¡están como drogados!
—¡Venga, que tenemos más con cojones que los moros! —gritó un teniente—. ¡Viva la República!
—Bien jodida va a estar hoy la República, como sigan así estos moros —pensó más de uno para sí mismo.
Las balas republicanas zumbaban por todas partes y destrozaban olivos, higueras, almendros y vides. De entre los olivos brotaba un clamor de gargantas con voces de ánimo, la mayoría en árabe. Sin embargo, los extensos campos de vides, plantadas a pocos palmos del suelo, de cuyas ramas verdes colgaban racimos de uvas casi maduras, no ofrecían ninguna protección. Las tropas africanas estaban siendo muy castigadas en el último tramo de vides, causando muchas bajas. Pero ya habían abandonado la cautela y corrían en alpargatas hacía la primera tapia del pueblo. Iban a pecho descubierto, animándose entre ellos. Unos corrían en zig-zag y otros en línea recta, para llegar antes a la protección de las paredes. Los hombres seguían llegando a la carrera, tropezando unos con otros, y buscando el refugio entre sus propios compañeros. Se oían gritos y blasfemias de quienes caían muertos o heridos, arrastrándose hasta los troncos de los olivos para allí estar más protegidos.
—¡Echadle huevos, legionarios!…¡Viva España! —se oyó un grito desgarrador cuando los primeros moros ya estaban posicionados entre las primeras casas del pueblo.
Los nacionales se van agrupando a lo largo de paredes de adobe, donde el fuego frontal enemigo y las ráfagas de otra ametralladora arrancan gran cantidad de tierra y trozos de piedra echadiza.
—¡Me han dado, joder, me han dado! —gritó un legionario que ya había llegado a las tapias.
—¿Dónde? —preguntó un compañero.
—¡En el brazo!
—No tienes nada, joder.
—¿Seguro?…Pues me duele mucho.
—Cállate y mira ahí atrás, verás como a esos no les duele ya.
De todas formas, la máquina situada en el campanario seguía frenando el avance nacional. Sus balas marcaban la trayectoria de la hipotenusa de un triángulo, en el que el campanario se encontraba en el vértice más alto. Aunque un proyectil de mortero estalló sobre la iglesia, el campanario seguía intacto; después resonaron dos ráfagas de fusil ametrallador que salían de una barricada que los republicanos habían reforzado durante la noche con sacos terreros. Desde la altura, con prismáticos, Castejón contemplaba sin inmutarse cómo saltaban las defensas enemigas y sus hombres ya habían alcanzado las primeras casas del pueblo, envueltas en negras estelas de humo que alcanzaban hasta el cielo azul del verano.
—Estos moros son un poco hijos de puta, pero valientes como ellos solos —susurró Castejón detrás de sus prismáticos.
Un joven legionario explicaba a gritos cómo hay que cruzar la zona batida y entrar en las casas.
—El fuego enemigo será intenso en los primeros metros, que es el tramo peor, luego disminuirá hasta que lleguemos el cuerpo al cuerpo —explicó a voces su opinión.
—Hace falta mucha rapidez, correr mucho, sin pararse —dijo otro.
El fuego rebelde ruge apuntando al campanario. La ametralladora republicana tenía bien enfiladas las calles y a los moros que por ellas transitaban corriendo en zig-zag, haciendo ochos. El polvo de ladrillo y yeso que los impactos y las explosiones levantan por todas partes, empezaron a impedir la visibilidad. Muchos moros caían heridos de muerte, pero dos de ellos consiguieron entrar en la iglesia a toda la velocidad que les permitían sus alpargatas. En uno de los ángulos del techo había un boquete por el que se veía el cielo azul, un artesonado de madera destrozado y tejas rotas. Una Virgen y un burrito sin cabeza aparecían hechos añicos en el suelo, junto a varias cajas de munición apiladas unas encima de las otras. En el otro extremo estaba la torre y el campanario, al que se accedía por una escalera de madera. Esta fue incendiada de forma inmediata por una granada lanzada por los marroquíes. La bomba de mano estalló tan cerca que el moro pensó que le había quemado la cara. Después, se escondieron en la sacristía y aquí se tropezaron con un arsenal de fusiles, pistolas y bayonetas.
Al poco rato, la ametralladora dejo de disparar y quienes la manipulaban se arrojaron al vacío. En el suelo fueron rematados a bayonetazos una decena de republicanos que estaban agonizando, porque nadie tenía ganas de hacer prisioneros.
No tardaría el pueblo en quedar en manos sublevadas, mientras las tropas republicanas retrocedían por sus calles y en cuya retirada se produjeron escaramuzas cuerpo a cuerpo y cargas con bayoneta. El Tabor de Regulares llegó con ansias de vengar a sus caídos hermanos de raza, mientras, los atónitos vecinos permanecían escondidos en sus casas. Otros, vestidos con anchas camisas blancas, pantalones oscuros, calzados de alpargatas y con sombrero de paja, salieron con los brazos en alto y desarmados, dando vivas a España. Tras ellos aparecieron los primeros legionarios y marroquíes de regulares. Unas mujeres se asomaron al balcón agitando trapos y sábanas blancas, mientras los perros corrían sin rumbo y ladraban asustados.
No obstante para algunos de éstos paisanos también habría represalia porque, momentos después, los moros hicieron valer su fama de sanguinarios y la emprendieron contra el vecindario. Sin distinción de ideología política, comenzaron a llamar a los domicilios de manera indiscriminada. Muchos de los que abrieron la puerta eran pasados por las armas hasta alcanzar la lista de once muertos. La entrada de las tropas moras de la Columna Castejón en El Casar de Escalona fue despiadada y sangrienta.
En las calles del pueblo de El Casar todo eran carreras, precipitación, gritos de angustia y agresivas voces de cabos y sargentos ordenando tranquilidad. Órdenes y contraórdenes. Reinaba el desconcierto, y muchos vecinos son sacados de sus casas a punta de bayoneta. Los moros han abandonado su equipo completo, macuto y fusil, y se lanzan al pillaje. Delante de la iglesia en llamas había heridos, a los que nadie atendía, y decenas de muertos tumbados en el suelo. Algunos estaban boca arriba con la cara destrozada y la mayoría boca abajo, pero todos tenían los bolsillos vueltos del revés y les han quitado todo lo que llevaban de valor. Los moros habían dejado esparcidos por el suelo los objetos sin importancia —documentos, fotografías, estampitas de algún santo, cartas recibidas de algún familiar— y muchas carteras desvalijadas.
Un moro se paseaba por la calle con una sonrisa de oreja a oreja, exhibiendo su perfecta dentadura, y con gesto triunfal mostraba su botín: un anillo y dos dientes de oro ensangrentados, un reloj y muchos billetes de dinero republicano.
—Yo estar rico, yo estar rico, paisa —reía Abdel.
Otros vecinos llegaron gritando a la plaza pidiendo que parasen de matar, mientras otros seguían amontonando cadáveres en la calle principal para que pudieran circular los vehículos. Por otro lado, llegaron un par de viejos que habían recorrido horrorizados medio pueblo, casa por casa. Un militar nacional en mangas de camisa, que parecía el jefe, alto y con bigote, con pistola al cinto y botas altas, parecía estar queriendo organizar aquello. Mientras aún se oían tiros de pistola, pum, pum, pum…
—¡Parad ya, joder! —gritaba—. ¡Putos moros!, ¡me voy a cagar en vuestra puta madre!
Los moros que rodearon al sargento del bigote lo miran con curiosidad, ofendidos. Unos llevaban turbantes blanco y otros negros, descansaban apoyando las manos en los cañones de sus Mauseres que aún ardían de tanto disparar.
—Jefe nacional no saber que muchos paisas morir ahora —dice un marroquí dirigiéndose al sargento y señalando a algunos cadáveres esparcidos por la calle.
—Pues vengaros con los rojos, y no con los pobres vecinos—gruñó resignado el militar nacional, mientras guardaba la munición en la cartuchera—. ¡Que os den por culo a todos!
—Ha habido muchas sangre derramada, mi sargento —intervino un legionario para tranquilizar a su superior—. La tropa necesita un desahogo y un morito consiguió volar el campanario. Ninguno de ellos ha escurrido el bulto.
—¡Putos mercenarios! —exclamó el sargento—. ¡Esta batalla la han ganado nuestros cojones, y no los moros!
Mientras los heridos iban siendo clasificados según su gravedad, otros ya tenían la cabeza vendada o los brazos en cabestrillo. La mayoría gemían y blasfemaban. En aquel momento llegaron tres vecinos a la enfermería. Uno de ellos, cubiertos los ojos con un vendaje ensangrentado, se apoyaba en su compañero.
—No hay derecho a esto —dijo el tercero—. Quiero hablar con el jefe.
—Exageras —contesta uno del botiquín mientras manipula una botella de cloroformo—. ¿No te han contado lo de Badajoz?, ¿o lo de Talavera?
—¿Que exagero, dices?
—Sí, exageras. Lo de este puto pueblo ha sido un combate equilibrado —añadió otro del botiquín—. El enemigo y nosotros merecemos un respeto.
—¡Pero los moros han violado a nuestras mujeres!
—¿Y los jefes militares?
—No lo han querido ver, miraban para otro lado. Nuestras hijas han sido deshonradas y ya no encontrarán a un hombre para casarse.
Mientras el comandante Castejón meditaba si abandonada o no el pueblo ordenó a los suyos que no quería una ejecución más. Al otro lado del pueblo, el Ejército Republicano retrocedió hasta el paraje denominado Los Lugares, próximo a la vecina Santa Olalla. Aquí se alojaron sus mandos militares, ignorantes estos de que El Casar había sido abandonado inesperadamente por los rebeldes.
En el puesto de mando republicano se empezaban a percibir malos síntomas y hombres apresurados entraban y salían del caserón de Usano —en la misma plaza— con el fusil al hombro. En efecto, Castejón cedió las posiciones ganadas por dos razones: la primera fue que la artillería que debía apoyar la maniobra de Castejón no pasó el río Alberche y la segunda es que la columna Delgado Serrano apenas si se movió de sus posiciones. Lo cierto es que habían tomado el pueblo y en unas horas lo dejaron, ante la sorpresa que ello supuso para el mando republicano. Mientras, la población en solitario comenzó a enterrar a sus muertos, con un funeral previo para todos juntos entre los escombros de la iglesia.
—Los fascistas han copado el pueblo, pero después han huido —informaron a los mandos republicanos.
—Es una maniobra de Castejón —auguró un coronel republicano—. Que alguien vaya a caballo al pueblo a buscar una explicación. Pero creo que al final, seguiremos el repliegue en orden, despacio y por grupos.
—¡ A sus órdenes, mi coronel!, creo que es mejor hacernos fuertes en Maqueda, al albor de la loma del castillo —el capitán se llevó con energía la mano a la sien para hacer el saludo.
La situación en el campo de batalla era confusa y ambigua porque Castejón había dejado abandonado el pueblo conquistado. Los republicanos derrotados fueron advertidos de la retirada del ejército rebelde y, a la vista de la inesperada fuga, el día 16 septiembre se retomó la plaza. El capitán Cabrera, perteneciente al ejército leal, llegó montado a lomos de un caballo blanco andaluz hasta dicha localidad. A trote largo, y a veces a galope, el oficial cabalgó en tierra de nadie, territorio llano y con poca vegetación. El animal relinchaba y movía nervioso la cabeza, como si barruntara que algo iba mal; pero al final llegó al pueblo.
—¡Caballito, caballito!, ¿cómo te llamas? —ignoraba su nombre, para agradecerle la galopada de más de cinco kilómetros.
El regreso del citado oficial a El Casar fue aterrador. A su entrada, mientras estaban siendo recogidos y trasladados al cementerio decenas de cadáveres, el enojado oficial se encontró con gran cantidad de crespones blancos que adornaban los balcones de la localidad en signo de gratitud a los militares nacionales. No obstante, los pocos vecinos que no habían huido continuaban temerosos ante los insultos del mando republicano que les amenazó enrabietado.
—¡En este pueblo sois son todos unos fascistas! —gritaba el capitán Cabrera desde su caballo, repitiendo la misma frase mientras recorría las calles más céntricas del pueblo y las ventanas se cerraban a su paso—. ¿Dónde cojones está el alcalde?
—Aquí, señor, a sus órdenes —se identificó como alcalde un hombre delgado, de unos cuarenta años de edad, con el rostro desencajado, la mirada limpia, ojos nerviosos y manos de campesino —. Me llamo Zoilo Laureano Perdones.
—¿No os da vergüenza como habéis engalanado el pueblo de blanco para recibir a esos moros fascistas que han matado a sangre fría a vuestros familiares?
—No sabíamos que iban a retroceder, señor —dijo Zoilo cabizbajo—. Mi ayuntamiento está por la República, pero aquí ya no mando na.
—¡Cobardes! Nos hemos jugado la vida para que no entren los fascistas en El Casar de Escalona y ahora que entran perdéis el culo por ellos.
—Pero, señor…
—Ni pero, ni hostias —subía de tono el militar republicano—. ¡Os matan!, ¡os violan!, ¡os roban!, y encima agradecidos.
—Aquí hay vecinos de todos los pelajes, señor, y la mayoría no han votado al Frente Popular —acertó a explicar el alcalde socialista.
—Ahora estáis a tiempo de dejar el pueblo y venir con nosotros a morir en el frente como hombres, porque aquí vais a morir como cobardes —auguró el militar un hecho que días después se hizo realidad porque Zoilo sería asesinado y su cuerpo aún sigue desaparecido.
—En el pueblo tenemos nuestra vida y las manos limpias de sangre: ¡hemos respetado la vida a todos los derechistas! —respondió Zoilo con ingenuidad, ignorando que el capitán estaba en lo cierto porque en unos días llegarían los falangistas canarios para acabar con su vida en misiones de retaguardia.
—¿Y crees que te pagarán con la misma moneda? —se despidió el capitán mientras tiraba de las bridas de su caballo para volver a Santa Olalla.
—Señor, el enemigo va a contraatacar en unas horas, no lo dude —advirtió Zolio sin que fuera escuchado ya por el capitán—. ¿Qué crespones ponemos ahora?, lo blancos, los rojos, los amarillos…
—¡Habrá contraataque, pero de la República, para recuperar el terreno perdido! ¡Vamos caballito! —arreó el capitán al animal sin nombre, sin ninguna convicción en lo que había dicho.
A la salida del pueblo, en capitán se encontró con un chiquillo de poco más de diez años, vestido con pantalón corto, una camisa que le venía grande y un pañuelo blanco en la mano. Se quedó quieto y levantó los brazos, llorando, en señal de rendición. El grito del capitán alertó a sus posibles padres:
—¡Coged al niño, coño!
Al poco rato el alcalde ordenó excavar zanjas en el cementerio para acumular cadáveres. Busca por todo el pueblo cal viva para echar en las fosas antes cubrirlas de tierra.
—Tendremos a los fascistas y a los falangistas en el pueblo en poco tiempo: cada cual que haga lo que quiera. Estáis a tiempo. ¡Yo me quedo!, pero anoche se pasaron muchos —expuso Zoilo a los suyos y desveló la desacertada decisión de no huir con los republicanos que estaban en Santa Olalla.
El ejército republicano cumplió con su deber defendiendo el pueblo con firmeza y hasta Dolores Ibárruri llegó hasta el frente para alentar a su batallón. Sin embargo, no hubo más remedio que replegarse ordenadamente a una segunda línea defensiva, Maqueda. Aquí, Yagüe sería relevado del mando, en favor del general Varela, por expresa decisión de Franco, que discrepó con aquel en si avanzar a Madrid o tomar el Alcázar de Toledo.
Por mantener la posición de El Casar de Escalona se pagó un precio muy alto, pero nadie pudo hacer el más mínimo reproche porque enfrente tenían a un enemigo que había sido educado para morir: tanto moros como legionarios.
Un anciano de El Casar de Escalona, que vivió aquellos trágicos momentos, recordaba el día en que los republicanos apresaron a un moro que se había despistado del grupo. Lo llevaron a la plaza y allí se arremolinó un nutrido grupo de vecinos, algunos de los cuales habían sido víctimas de la agresión marroquí o habían visto asesinar a algún amigo o familiar.
—Paisa no disparar. Morito estar rojo. Morito bueno. ¡Franco malo! Morito estar valiente—suplicaba con los brazos extendidos a sus captores que lo tenían encañonado, después de comprobar que llevaba el collar de oro de una vecina.
—¡Tú eres tan fascista como ellos! —acusó un guardia de asalto.
—No, yo estar rojo, mucho rojo yo —repetía el apresado—. Yo estar aquí por pesetas.
—¿Y ese collar de oro?
—Franco dejar robar, culpa tener Franco.
—¿También te dijo Franco que matarais ayer a mi hermano? —preguntó con rabia un casareño.
—Yo no matar, morito bueno. ¡Allahu akbar! —comenzó a rezar en árabe.
Cuando notó que alguien puso el cañón de una pistola en su nuca, y a partir de ahí no movió ni un solo músculo; permaneció inmóvil como una araña hasta que sonó una detonación.
Las tropas rebeldes tuvieron que esperar refuerzos, y el 17 de septiembre se tomó definitivamente el pueblo. En el diario de operaciones del ejército sublevado, se reflejó la ocupación de El Casar de Escalona «con 538 rojos muertos». Y es posible que fuera verdad porque así los escribieron corresponsales de guerra y periodistas extranjeros que acompañaban a las columnas africanas. Uno de ellos, John T. Whitaker, se ganó la confianza de Yagüe, quien le ayudó a sortear los rígidos controles impuestos a la mayoría de los reporteros de países democráticos. Solo les permitían llegar al frente una vez concluida la batalla y siempre escoltados por el jefe de prensa de Franco. Pero, Whitaker debió transmitir por error una noticia equivocada y que el historiador Paul Preston ha transcrito en su libro El holocausto español. Aquí, su autor describe como Whitaker se quedó horrorizado por la ejecución, en la calle Mayor de Santa Olalla, de seiscientos milicianos capturados.
—Que nadie haga fotos de lo que ha pasado aquí —ordenó el comandante Castejón a los corresponsales extranjeros que acababan de llegar a su despacho improvisado en el ayuntamiento.
—Ya tomé una imagen a los cientos de cadáveres amontonados, señor —dijo Whitaker.
—Pues deme su cámara o abra la tapa para que entre la luz y se puedan velar esas fotos —exigió el militar, haciendo un gesto para recibir la cámara de fotos.
—Tome señor, la película velada —acató el periodista americano la voluntad de Castejón, abriendo su cámara y entregándole los negativos, sabiendo que eran reglas no escritas del oficio.
—Muchas gracias, procurad molestar poco y contar la verdad al mundo entero —la papada de Castejón se movía de arriba abajo mientras intentaba contener su irritación.
—En mi país no se censura a los periodistas.
—Pues aquí sí, ya lo ve. ¿Tiene ya en la cabeza lo que escribirá mañana en su periódico?
—Hombres venidos de Marruecos, mercenarios a sueldo, después de un gran combate en Santa Olalla caminan imparables hacía Madrid —improvisó Whitaker.
—Que combate ha sido en El Casar, y no en Santa Olalla —aclaró Castejón al periodista—. Esto no es censura, es la verdad. A Santa Olalla no hemos llegado aún y está a unos siete kilómetros, creo.
—Muchas gracias.
—Por qué no escribe mejor que “el ejército nacional se ha batido como un jabato” —propuso Castejón.
—Porque los sucesos en la plaza de toros de Badajoz me dieron mucho que pensar —respondió Whitaker, sin temor, sabedor de la inmunidad de la que decían que gozaban los corresponsales de guerra.
—Y la matanza de patriotas en la cárcel Modelo, ¿no le da que pensar? —aceptó el reto Castejón, dando por terminada la recepción a los periodistas internacionales—. ¡Ah!, escriban también que el otro día mataron a otra veintena de cerca de Talavera, entre ellos el cura, el notario y unas cuantas mujeres. Estaban encerrados en un sótano y lo quemaron con gasolina para que sus cuerpos ardieran como la tea.
La mayoría de los periódicos europeos y norteamericanos mandaban sus artículos telefónicamente, casi siempre a la misma hora en el día que podían. El más incisivo de todos contra el ejército de Franco era Hemingway, que nunca estuvo en este frente El Casar y casi siempre se hospedaba en el hotel Florida de Madrid. El reportero de guerra norteamericano, amante de España, del whisky y los toros, decía que “en Francia se mataron a los aristócratas, en Rusia a los explotadores y en España a los curas”. De él opinaba su compatriota Whitaker que era mejor escritor que periodista, porque le faltaba humildad para dejar su propia figura en segundo plano en muchos de los reportajes que escribía. Sin embargo, todos sabían que las historias que Hemingway contaba a sus lectores tenían más fuerza y vigor que las de Whitaker. Las crónicas de aquel se aproximaban más a la verdad de lo que ocurría en España, porque se emocionaba y las sentía en su ánimo. Escribió con mucho sentimiento sobre el heroísmo de los combatientes norteamericanos y, casi siempre, sobre la bravura de los ciudadanos anónimos del Madrid cercado por el ejército de Franco.
Para la prensa internacional el inicio de la guerra fue vendido como una lucha entre hermanos. Desde The New York Times publicaban los comunicados del Gobierno y deban fe de que algo se estaba tramando en el norte de África. La mayoría de la prensa liberal, a excepción de los de Italia y Alemania, se mostraron favorables a la República y denunció la guerra como una guerra entre fascismos y democracias. Aunque la población civil simpatizaba mucho más con los republicanos, un sector de los rotativos extranjeros, los más conservadores, veían con mejores ojos a los franquistas. Estos dibujaron a la República como la antesala de la revolución y el golpe como un castigo necesario para salvar a España de la amenaza comunista. Mientras tanto, los conservadores ingleses y franceses reproducían en sus revistas imágenes descontextualizadas de iglesias en llamas e historias falsas de fervor republicano anticlerical y de terror rojo.
El comandante Castejón se despidió de los periodistas y llamó a un sargento para darles instrucciones a seguir:
—Llévese a nuestros caídos y deles cristiana sepultura —ordenó Castejón.
—¿Ordena algo más?
—No, yo voy a formar un nuevo ayuntamiento con la gente de bien que ha quedado viva — adelantó Castejón—. Como ya han llegado los falangistas canarios para hacer su trabajo en retaguardia, nos marchamos de aquí sin esperar un minuto más.
—Todo va muy rápido mi comandante —advirtió un capitán a Castejón.
—Es verdad, hace unos días estábamos matando rojos en Badajoz y hoy estamos a noventa kilómetros de Madrid —respondió Castejón.
—A ver que decide el general Franco.
—Hay que tomar Madrid porque Andalucía, casi entera, es nacional, es nuestra.
—No hay que fiarse porque parte de la zona está llena de partidas armadas de rojos y pueden hacerte una emboscada en cualquier momento.
—Telefonee ahora al general Varela y dígale que ya estamos listos para continuar hacia Santa Olalla y Maqueda —concluyó Castejón.
—Así lo haré, a la orden.
El periodista norteamericano, Whitaker, había estado antes en Badajoz y Talavera y vio a muchos cadáveres muertos y amontonados. Pero nunca se había encontrado bajo el fuego directo, corriendo y brincando entre los matorrales. Siempre llegaba cuando le dejaban llegar, y sin hacer fotos comprometidas con su Leica último modelo de 35 mm; pero sus artículos de prensa siempre eran veraces. Otro de los reporteros se atrevió a escribir para el periódico de su país un titular que causó mucha polémica: “Si no paramos al fascismo en España, lo tendremos en Europa en poco tiempo”.
Sin embargo, esta información en prensa que Whitaker dio sobre el pueblo de Santa Olalla no era correcta. Las únicas atrocidades que se recuerdan en la zona más próxima a Santa Olalla son las ya citadas de El Casar de Escalona, donde el número de muertos en el campo de batalla sí pudo aproximarse a esa cifra de seiscientos republicanos. En la comarca no se tenía constancia de una masacre en masa de esa magnitud. A esa conclusión llegué después de entrevistar a varias personas, hoy ya fallecidas, que en aquellas fechas recibieron a las tropas de Franco en Santa Olalla.
Una de esas personas era Teodoro Sacristán, un afamado doctor cuyo busto sigue adornando la plaza de esta localidad tras ser declarado hijo adoptivo y personaje ilustre de la misma, y por cuyas manos pasaron las gargantas de los cantantes más famosos de España. Mi amistad con el otorrino se remontaba al año 2003, cuando escribió con mucho cariño un magistral prólogo para uno de mis primeros libros: Santa Olalla a mitad del camino. Aquí describió mi perfil de novel escritor, mis preferencias artísticas y culturales, y el influjo que la transición democrática causó sobre mí durante la etapa universitaria. No se olvidó el presidente de honor de la Sociedad Española de Otorrinolaringología, y profesor de la Universidad Complutense de Madrid, de recordarme haber vivido muy de cerca la llamada Movida Madrileña, muy próximo a los personajes más emblemáticos de aquella explosión de libertad y que moldeó mi personalidad para siempre.
—Teodoro, dice Paul Preston que una montonera de unos seiscientos cadáveres republicanos asesinados en la calle Mayor de Santa Olalla —comenté al otorrino mientras comíamos un cocido con los amigos en el Bar Castillo de Santa Olalla.
—Pues Paul Preston se ha equivocado de guerra o de pueblo —comentó con la educación que le caracterizaba, si intentar ofenden al escritor hispanista.
—Bueno, en realidad, creo que a Preston le equivocó Whitaker que confundía los cientos de pueblos por los que pasaba —disculpé al escritor.
—Será eso, porque yo tenía diecisiete años cuando vi pasar delante de Salamanquilla, la finca de mis padres, a la Columna Castejón —recordaba ahora, con noventa y tres años de edad.
—¿Te escondiste?, ¿les saludaste? …
—Como chaval que era, me puse a la cola. Mis padres habían huido a Portugal y yo estaba solo cuidando de su patrimonio.
—¡Qué interesante para mi investigación, jefe! —se me encendieron las pupilas de los ojos, una vez más, porque don Teodoro era una fuente inagotable de conocimientos y vivencias.
—Entraron en una Santa Olalla devastada por los bombardeos —recordó mientras fumaba con lentitud, sin saber coger el cigarrillo entre sus dedos porque lo hacía solo en contadas ocasiones.
—¿Viste esos 600 cadáveres que dice Preston? —pregunté, tan intrigado que me hubiera gustado que Preston estuviera con nosotros, pringando el tocino y la morcilla.
—No, solo había frente a las escuelas dos o tres milicianas muertas con el pelo rapado. Al llegar a la plaza vimos otros dos o tres cadáveres desperdigados y poco más.
—¿Y luego?
—Luego, los mandos se alojaron en el caserón de la familia Usano de la plaza y la tropa donde pudo. ¡Como en esa fotografía que es portada de tu libro de Santa Olalla! ¡Ahí estaba yo!, pero no salí en la foto —sonreía mientras pedía un cigarrillo.
—¡Fumando un otorrino tan importante como tú! ¡Y a tu edad! —había cumplido ya noventa y cuatro años, y su hijo Teodorito siempre le llevaba en silla de ruedas.
—Si después de comernos un cocido como este, no te tomas un gin tonic y te fumas un cigarrillo es mejor estar muerto, Guti.
El otorrino había nacido en Santa Olalla, pero pronto marchó a Madrid porque su padre, Quintín Sacristán, afamado empresario de la construcción de obras públicas, tenía aquí la sede de sus empresas. El pequeño Teodoro enseguida comenzó a estudiar en el prestigioso Colegio del Pilar, enclavado en el corazón del barrio de Salamanca, que durante más de un siglo fue centro educativo de referencia de las élites madrileñas. Ser pilarista fue una marca de pedigrí político por excelencia, que aún perdura. La escuela religiosa, desde su inauguración en 1921, caracterizada por su talante humanista y liberal, educó a célebres alumnos que luego ocuparon cargos de responsabilidad en el Gobierno de España —de todas las tendencias políticas—, y otras esferas de la vida pública.
El joven pilarista se compenetraba perfectamente con sus compañeros, la mayoría pertenecientes a las clases medias y altas de Madrid, en un país gobernado por el general Primero de Rivera, bajo cuyo régimen dictatorial la familia Sacristán alcanzó los mejores años de prosperidad.
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