¿QUÉ TIPO DE DEMOCRACIA FUE LA SEGUNDA REPÚBLICA?

 

¿QUÉ TIPO DE DEMOCRACIA FUE LA SEGUNDA REPÚBLICA?

 

 

Que en su momento se hablase más de «revolución» como objetivo que de «democracia» como instrumento ha llevado a que cierta historiografía, de orientación más conservadora, caracterice a la Segunda República como una democracia en crisis, incompleta y deficiente. Incluso hay quienes llegan a cuestionar su inclusión dentro de los regímenes democráticos. Este juicio incurre, una vez más, en anacronismo y esencialismo. La filosofía política ha dejado claro que tanto la teoría como la práctica de la democracia han evolucionado históricamente a través de intensas luchas sociales y políticas. La democracia ha significado —y sigue significando— cosas distintas para distintas personas. En la actualidad, la percepción de desconexión entre la ciudadanía y las instancias políticas o burocráticas contribuye a que la democracia se perciba como algo lejano y carente de sustancia.

En las democracias, los ciudadanos pueden tomar decisiones colectivas mediante el diálogo, la negociación o el voto. La democracia republicana española fue la última en surgir en Europa después de la Primera Guerra Mundial, en un contexto muy distinto al optimismo de 1919. A lo largo del siglo XX, se consolidó en Occidente la democracia representativa liberal, un sistema basado en elegir representantes que gobiernen en nombre de la ciudadanía. Aunque ha sido eficaz en términos económicos y militares, no siempre ha generado un alto grado de satisfacción política.

El economista Schumpeter criticó la idea clásica de que todos los ciudadanos pueden coincidir en un “bien común”. En sociedades modernas, diversas y complejas, esto es poco realista. Por ello, propuso un modelo de democracia donde el papel de los ciudadanos se limita a votar ocasionalmente y elegir líderes, sin involucrarse demasiado entre elecciones. Según esta visión, no deberían intentar controlar ni orientar a sus representantes, e incluso cierta apatía política se consideraba normal e incluso necesaria. Este modelo, centrado en los políticos y no en la participación ciudadana, se aleja del ideal clásico de la democracia como “gobierno del pueblo”, y plantea dudas sobre su capacidad para renovar y democratizar las instituciones.

La Segunda República fue el primer régimen verdaderamente democrático de la historia de España. A diferencia del sufragio masculino establecido desde 1890, que en muchos casos era solo formal, en los años treinta se abrió una etapa de participación política real para la mayoría de la población. Los avances democráticos respecto a la etapa de la Restauración fueron muy claros, sobre todo en lo relativo a la participación ciudadana: la República ayudó a romper con siglos de apatía política y social, implantando un sistema multipartidista que abrió el poder a la competencia y dio protagonismo, por primera vez, a los sectores sociales más innovadores y con voluntad de cambio.

Fue una transformación profunda —aunque también conflictiva y compleja— que supuso un auténtico aprendizaje democrático para el país. El pueblo trabajador, por ejemplo, no solo ganó presencia en la vida pública, sino que incluso llegó al Gobierno gracias a la alianza entre republicanos y socialistas. Además, se vivió el nacimiento de la política de masas: se bajó la edad para votar de 25 a 23 años, se reconoció el derecho al voto femenino y se garantizaron otros derechos civiles.

La democracia de la República no se limitaba a votar cada cierto tiempo, como ocurre hoy en muchas democracias representativas. Era una democracia participativa, en la que los ciudadanos se organizaban activamente en partidos, sindicatos y asociaciones, y salían a defender sus derechos en huelgas, manifestaciones, mítines, marchas o incluso protestas radicales.

Lo que realmente definió al régimen democrático de la Segunda República fue la enorme movilización política que generó. Nunca antes en la historia de España se había vivido un compromiso tan fuerte por parte de la ciudadanía. La participación era masiva: organizaciones como la CNT, el PSOE-UGT, la CEDA, así como partidos como Izquierda Republicana (IR), Unión Republicana (UR) o el Partido Republicano Radical (PRR), contaban con cientos de miles de afiliados, e incluso llegaron a superar el millón en algunos casos.

Por primera vez, las elecciones fueron verdaderamente competitivas y, en gran parte, limpias. Esto se logró gracias a una reforma de la Ley Electoral, que eliminó los pequeños distritos uninominales —fáciles de controlar por los caciques locales— y dejó sin efecto el polémico artículo 29 de la Ley Maura de 1907, que permitía adjudicar escaños sin votación cuando solo había un candidato. Además, se ampliaron los derechos de ciudadanía como nunca antes, ni tampoco después durante mucho tiempo. Sin embargo, no todo fue perfecto: existían obstáculos en el día a día para ejercer esos derechos, como las presiones desde el poder —especialmente a nivel local— y el uso frecuente de leyes como la de Defensa de la República o la de Orden Público para frenar a los grupos más críticos o disidentes.

La otra cara de esta intensa participación política —algo que no se volvería a ver en España hasta la Transición democrática de 1976-1977— fue la aparición de actitudes extremas y, en muchos casos, violentas. El alto grado de movilización durante la Segunda República alimentó una cultura de confrontación, especialmente entre los jóvenes, que fueron protagonistas tanto de las protestas radicales como de las innovaciones políticas.

Las razones de este giro hacia el extremismo son múltiples. Por un lado, reflejan una influencia general del clima contestatario europeo de entreguerras. Por otro, están ligadas al impacto de la movilización estudiantil contra la dictadura de Primo de Rivera y al deseo frustrado de independencia económica. Esta expectativa, razonable durante la bonanza económica de los años veinte, se vino abajo con la crisis económica de 1931. La falta de oportunidades afectó especialmente a los jóvenes de clases medias y trabajadoras, generando frustración y desencanto con el sistema republicano, sentimientos que fueron explotados por los movimientos radicales, tanto de izquierda como de derecha.

Con la mayoría de edad electoral fijada en los 23 años, muchos jóvenes encontraron en los partidos políticos una vía legal para canalizar su descontento. Para algunos, sin embargo, la papeleta de voto no era suficiente. El resultado fue una expansión del activismo juvenil en los extremos ideológicos, que infló las bases de los partidos más radicalizados.

La violencia política se convirtió así en uno de los grandes males del periodo: un factor de polarización que contribuyó a debilitar la convivencia. Aun así, no fue la causa directa del estallido de la Guerra Civil. El verdadero detonante fue el golpe militar de 1936 que, al fracasar parcialmente, sumió al país en una situación de poder dividido. La intervención extranjera y la creciente radicalización terminaron por desencadenar una guerra cruenta y prolongada.

Pese a todo, no puede negarse el carácter democrático de la Segunda República. Fue, sin duda, un proyecto político lleno de tensiones, contradicciones y obstáculos. Pero también fue la experiencia más cercana a una democracia real y participativa que España había conocido hasta entonces. Imperfecta, sí; pero también viva, abierta y profundamente transformadora. FIN

 

Que en su momento se hablase más de «revolución» como objetivo que de «democracia» como instrumento ha llevado a que cierta historiografía, de orientación más conservadora, caracterice a la Segunda República como una democracia en crisis, incompleta y deficiente. Incluso hay quienes llegan a cuestionar su inclusión dentro de los regímenes democráticos. Este juicio incurre, una vez más, en anacronismo y esencialismo. La filosofía política ha dejado claro que tanto la teoría como la práctica de la democracia han evolucionado históricamente a través de intensas luchas sociales y políticas. La democracia ha significado —y sigue significando— cosas distintas para distintas personas. En la actualidad, la percepción de desconexión entre la ciudadanía y las instancias políticas o burocráticas contribuye a que la democracia se perciba como algo lejano y carente de sustancia.
En las democracias, los ciudadanos pueden tomar decisiones colectivas mediante el diálogo, la negociación o el voto. La democracia republicana española fue la última en surgir en Europa después de la Primera Guerra Mundial, en un contexto muy distinto al optimismo de 1919. A lo largo del siglo XX, se consolidó en Occidente la democracia representativa liberal, un sistema basado en elegir representantes que gobiernen en nombre de la ciudadanía. Aunque ha sido eficaz en términos económicos y militares, no siempre ha generado un alto grado de satisfacción política.
El economista Schumpeter criticó la idea clásica de que todos los ciudadanos pueden coincidir en un “bien común”. En sociedades modernas, diversas y complejas, esto es poco realista. Por ello, propuso un modelo de democracia donde el papel de los ciudadanos se limita a votar ocasionalmente y elegir líderes, sin involucrarse demasiado entre elecciones. Según esta visión, no deberían intentar controlar ni orientar a sus representantes, e incluso cierta apatía política se consideraba normal e incluso necesaria. Este modelo, centrado en los políticos y no en la participación ciudadana, se aleja del ideal clásico de la democracia como “gobierno del pueblo”, y plantea dudas sobre su capacidad para renovar y democratizar las instituciones.
La Segunda República fue el primer régimen verdaderamente democrático de la historia de España. A diferencia del sufragio masculino establecido desde 1890, que en muchos casos era solo formal, en los años treinta se abrió una etapa de participación política real para la mayoría de la población. Los avances democráticos respecto a la etapa de la Restauración fueron muy claros, sobre todo en lo relativo a la participación ciudadana: la República ayudó a romper con siglos de apatía política y social, implantando un sistema multipartidista que abrió el poder a la competencia y dio protagonismo, por primera vez, a los sectores sociales más innovadores y con voluntad de cambio.
Fue una transformación profunda —aunque también conflictiva y compleja— que supuso un auténtico aprendizaje democrático para el país. El pueblo trabajador, por ejemplo, no solo ganó presencia en la vida pública, sino que incluso llegó al Gobierno gracias a la alianza entre republicanos y socialistas. Además, se vivió el nacimiento de la política de masas: se bajó la edad para votar de 25 a 23 años, se reconoció el derecho al voto femenino y se garantizaron otros derechos civiles.
La democracia de la República no se limitaba a votar cada cierto tiempo, como ocurre hoy en muchas democracias representativas. Era una democracia participativa, en la que los ciudadanos se organizaban activamente en partidos, sindicatos y asociaciones, y salían a defender sus derechos en huelgas, manifestaciones, mítines, marchas o incluso protestas radicales.
Lo que realmente definió al régimen democrático de la Segunda República fue la enorme movilización política que generó. Nunca antes en la historia de España se había vivido un compromiso tan fuerte por parte de la ciudadanía. La participación era masiva: organizaciones como la CNT, el PSOE-UGT, la CEDA, así como partidos como Izquierda Republicana (IR), Unión Republicana (UR) o el Partido Republicano Radical (PRR), contaban con cientos de miles de afiliados, e incluso llegaron a superar el millón en algunos casos.
Por primera vez, las elecciones fueron verdaderamente competitivas y, en gran parte, limpias. Esto se logró gracias a una reforma de la Ley Electoral, que eliminó los pequeños distritos uninominales —fáciles de controlar por los caciques locales— y dejó sin efecto el polémico artículo 29 de la Ley Maura de 1907, que permitía adjudicar escaños sin votación cuando solo había un candidato. Además, se ampliaron los derechos de ciudadanía como nunca antes, ni tampoco después durante mucho tiempo. Sin embargo, no todo fue perfecto: existían obstáculos en el día a día para ejercer esos derechos, como las presiones desde el poder —especialmente a nivel local— y el uso frecuente de leyes como la de Defensa de la República o la de Orden Público para frenar a los grupos más críticos o disidentes.
La otra cara de esta intensa participación política —algo que no se volvería a ver en España hasta la Transición democrática de 1976-1977— fue la aparición de actitudes extremas y, en muchos casos, violentas. El alto grado de movilización durante la Segunda República alimentó una cultura de confrontación, especialmente entre los jóvenes, que fueron protagonistas tanto de las protestas radicales como de las innovaciones políticas.
Las razones de este giro hacia el extremismo son múltiples. Por un lado, reflejan una influencia general del clima contestatario europeo de entreguerras. Por otro, están ligadas al impacto de la movilización estudiantil contra la dictadura de Primo de Rivera y al deseo frustrado de independencia económica. Esta expectativa, razonable durante la bonanza económica de los años veinte, se vino abajo con la crisis económica de 1931. La falta de oportunidades afectó especialmente a los jóvenes de clases medias y trabajadoras, generando frustración y desencanto con el sistema republicano, sentimientos que fueron explotados por los movimientos radicales, tanto de izquierda como de derecha.
Con la mayoría de edad electoral fijada en los 23 años, muchos jóvenes encontraron en los partidos políticos una vía legal para canalizar su descontento. Para algunos, sin embargo, la papeleta de voto no era suficiente. El resultado fue una expansión del activismo juvenil en los extremos ideológicos, que infló las bases de los partidos más radicalizados.
La violencia política se convirtió así en uno de los grandes males del periodo: un factor de polarización que contribuyó a debilitar la convivencia. Aun así, no fue la causa directa del estallido de la Guerra Civil. El verdadero detonante fue el golpe militar de 1936 que, al fracasar parcialmente, sumió al país en una situación de poder dividido. La intervención extranjera y la creciente radicalización terminaron por desencadenar una guerra cruenta y prolongada.
Pese a todo, no puede negarse el carácter democrático de la Segunda República. Fue, sin duda, un proyecto político lleno de tensiones, contradicciones y obstáculos. Pero también fue la experiencia más cercana a una democracia real y participativa que España había conocido hasta entonces. Imperfecta, sí; pero también viva, abierta y profundamente transformadora. FIN

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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