El general Primo de Rivera en la Academia de Toledo.

REPÚBLICA Y MODERNIZACIÓN DE ESPAÑA

REPÚBLICA Y MODERNIZACIÓN DE ESPAÑA

Antecedentes históricos para entender la victoria de 12 de abril de 1931.

En 1931, la República española se impuso en las elecciones municipales del 12 de abril, lo que representó un hito en la historia política del país. Previo a esta fecha, España había estado bajo una dictadura militar que impedía las elecciones libres y un parlamento plural. Aunque la monarquía de Alfonso XIII mantuvo algunas estructuras liberales y constitucionales formales que permitían la expresión de la oposición, nunca se llegó a considerar una democracia de la época. El gobierno era designado por el monarca y utilizaba las elecciones para asegurarse una mayoría en la cámara, sin necesidad de disolver las Cortes o suspender continuamente las sesiones. Para esto, se empleaban redes clientelares locales y comarcales que influían sobre la opinión del electorado y que tenían el poder suficiente para presentar candidatos únicos sin competencia alguna. Estos candidatos eran elegidos automáticamente sin necesidad de votación, lo que se encontraba amparado por el artículo 29 de la Ley Maura de 1907. A esto se sumaba un alto abstencionismo electoral que facilitaba y reforzaba estas prácticas caciquiles. Por tanto, era poco común que un gobierno perdiera las elecciones en España y, por ende, que se le arrebatara el poder de manera pacífica. Además, las mujeres no podían votar ni ser elegidas, y la injerencia de militares en la vida del Estado había creado un poder a la sombra que obstaculizaba la tarea parlamentaria desde 1905, especialmente desde 1917. La victoria electoral republicana en 1931, por lo tanto, marcó un cambio importante hacia la modernización del país y la instauración de una democracia plural y participativa.

La Monarquía de Alfonso XIII durante los años previos al golpe de Primo de Rivera en 1923 ha sido clasificada como parte de un amplio grupo de regímenes semiautoritarios debido a varios factores. Sin embargo, se mantuvieron abiertas algunas oportunidades electorales para que las clases medias y populares ejercieran cierta presión, especialmente en las grandes ciudades, donde la corrupción de los caciques era más visible. Desde las primeras elecciones con sufragio masculino en 1891, no era infrecuente que los candidatos de la oposición, especialmente los republicanos, ganaran las elecciones generales en algunas grandes ciudades. Aunque esto no siempre ocurría, en este contexto, ganar en las grandes ciudades era considerado una victoria moral. Los republicanos habían conseguido victorias en Madrid, Valencia y Barcelona en 1893, 1903 y en las ciudades más importantes en 1910 gracias a la Conjunción republicano-socialista. En las últimas elecciones antes del golpe de Primo de Rivera, en 1923, el PSOE ganó en solitario en Madrid y Bilbao.

La cuestión de si las esperanzas de modernización que surgieron en España con la proclamación de la Segunda República pudieron haberse materializado de una manera diferente sigue siendo objeto de análisis incluso casi un siglo después. Aunque es importante no comparar las opiniones y situaciones políticas de aquel pasado con las del presente, es responsabilidad de pensadores, investigadores e historiadores, así como de cualquier ciudadano interesado en esta etapa de la historia, seguir preguntándose si las cosas podrían haber sido diferentes.

Para algunos, la República representó el punto culminante de un proceso de recuperación que comenzó tras la gran crisis nacional de 1898, que siguió a la pérdida de las colonias, y que buscaba dar voz a los sectores marginados por la política monárquica, tanto el proletariado organizado en torno al socialismo como la burguesía progresista liderada por destacados intelectuales como José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno, entre otros. De hecho, el proyecto republicano no fue concebido por una sola clase social, sino que se basó en una idea bastante generalizada que los intelectuales se encargaron de dar forma.

La ilusión que se tenía en aquel momento se basaba en la idea de que el nuevo régimen sería capaz de guiar la voluntad de transformar el país, una idea que estaba arraigada en gran parte del pueblo español, pero que se encontraba fragmentado en una constelación de fuerzas políticas y sociales. Estas fuerzas políticas y sociales, como los republicanos, los socialistas, la clase media y el proletariado, accedían por primera vez al poder político.

A pesar de esta percepción prometedora de la República, algunos autores franquistas la difamaron porque la deriva democrática en que se vio inmersa llevó al país a la ruina económica, social y política. Sin embargo, esta tendencia interpretativa se originó desde los mismos años treinta y ya se manifestó con hostilidad mal disimulada, y fue condenada desde sus primeros días con la expresión de «revolución».

Es importante destacar que los conceptos de «democracia» y «revolución» no se interpretan de la misma manera en los años treinta del pasado como en los años actuales del siglo XXI. Para algunos, la República representaba cambio, democracia, modernidad y ampliación de derechos, mientras que para otros equivalía a una auténtica revolución. Si bien la democracia parlamentaria solo era un valor absoluto para los partidos republicanos llamados «burgueses», para los grupos obreros era un periodo transitorio hasta la verdadera revolución. En otras palabras, entendían la democracia como un medio para llegar a la revolución social, no como un fin en sí mismo.

El hecho de que en aquel tiempo se hablara más de «revolución» que de «democracia» ha llevado a que desde la historiografía más conservadora se califique a la Segunda República como una democracia en crisis, incompleta e imperfecta, o incluso se cuestione su asignación como régimen político. Sin embargo, la democracia implica que, cuando un grupo de individuos tiene que tomar una decisión sobre una cuestión que les afecta a todos, en las sociedades democráticas se hace negociando y votando. Y esto es precisamente lo que ocurrió durante el periodo republicano, lo que para muchos fue el primer régimen auténticamente democrático de la historia del país. Este gran cambio nunca se destacará lo suficiente: la República fue una experiencia convulsa y conflictiva, pero permitió al proletariado adquirir protagonismo real en la vida pública y formar parte del Gobierno por primera vez a través de la conjunción republicano-socialista.

El advenimiento de la política de masas que trajo consigo la República significó que los ciudadanos defendieran sus derechos mediante una intensa participación en acciones colectivas, como manifestaciones, mítines, huelgas, marchas, etc. Sin embargo, este alto nivel de movilización también propició un renacer de la confrontación, especialmente entre los jóvenes, que protagonizaron los principales sucesos violentos que perjudicaron la imagen de la República. Esta violencia sociopolítica fue un elemento importante de desestabilización, pero no fue la causa única de la crisis que desembocó en la Guerra Civil. El desencadenante fue el golpe militar que, al fallar en la mitad del territorio, no logró destruir a la República, y abocó al país a una situación de doble poder que, con el elemento añadido de la intervención extranjera, desató un conflicto armado de larga duración y miles de muertos.

¿Reformismo o revolución?

Los historiadores de tendencia derechista han acusado a la República de falta de objetividad en la aplicación de su proyecto reformista. Sin embargo, es cierto que el marco legal republicano estableció límites a la propiedad privada en beneficio de la utilidad social, algo común en la mayoría de las constituciones de la época, mientras que respetaba la esencia del régimen económico capitalista. De hecho, según Julián Casanova y Carlos Gil Andrés, «nunca en la historia de España se había visto un periodo tan intenso de logros democráticos y conquistas sociales». (Casanova y Gil Andrés, 2009:119)

A pesar de ello, el programa reformista se llevó a cabo en unas pésimas condiciones económicas debido a la Gran Depresión que afectaba a todo el mundo. Además, la pérdida progresiva del apoyo social hizo que la legitimidad popular del proyecto fuera limitada. El descontento social y político alimentó la influencia de las tendencias extremistas de los partidos, especialmente del socialismo por la izquierda y del cedismo por la derecha. Estas tendencias rupturistas provocaron el continuo boicot a las nuevas instituciones por parte de aquellos que veían atacados sus privilegios o frustradas sus expectativas revolucionarias. Según Martín Martín, en la España de los años treinta nunca llegó a existir un Estado propiamente republicano, ya que solo se comenzaron a sentar las bases del proyecto político de esta naturaleza. Desafortunadamente, este proyecto fue frustrado desde el propio Estado a partir de julio de 1936.

¿Fracasó la República?

La República española surgió como una democracia de entreguerras, recién creada, en contraposición a otras que ya llevaban décadas de práctica. Enfrentándose a la derecha autoritaria fascinada por la experiencia fascista y a una izquierda obrera que creía que la democracia era incompatible con el capitalismo. Además, la República tuvo que lidiar con una grave crisis económica mundial y un alto nivel de desempleo, mientras el comunismo soviético parecía inmune. No se puede comparar la República con las democracias del bienestar surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, las cuales estaban basadas en un pacto social, con un estado intervencionista, Plan Marshall y gastos sociales. Es importante tener en cuenta que la República convivía con un comunismo soviético en plena expansión. Quienes creen que la República española debería haber sido como las democracias actuales cometen un error anti-histórico. Los españoles de los años treinta tenían una perspectiva diferente sobre ciertos términos políticos. Para ellos, la «democracia» estaba estrechamente relacionada con la «revolución», y ser «contrarrevolucionario» era ser «antidemócrata».

Hay diversas opiniones sobre el supuesto fracaso de la República. El difunto Manuel Fraga, líder de la derecha conservadora española hasta 1989, afirmó en una entrevista en 2007 que «la responsabilidad de la guerra civil recae enteramente en los políticos de la Segunda República». Su cuñado Carlos Robles Piquer expresó algo similar en 2012.

Es importante tener en cuenta que la actual democracia en España es una monarquía y que su origen proviene de una transición pactada, en contraposición a la ruptura política de 1931. Es recomendable desvincular ambas democracias y no utilizar la República como modelo, ya que el proyecto republicano fue un fracaso evidente, demostrado por la guerra civil (y un antídoto para los posibles nostálgicos). Si bien la República era un régimen democrático avanzado para su época y de voluntad modernizadora, no es adecuado compararlo con el actual sistema.

En la actualidad, la forma más efectiva de descalificar el periodo republicano es afirmar que no fue una auténtica democracia y que fomentaba la intolerancia y la intransigencia. Estas opiniones a menudo se basan en afirmaciones como «esto tenía que acabar mal» o «la guerra era inevitable». Sin embargo, aunque es cierto que la República no era una democracia pacífica, pactada ni bajo control, es importante recordar que el final de la misma pudo haber sido diferente.

Hoy en día, entre los historiadores es ampliamente aceptado que el golpe de estado de 1936 no se produjo como respuesta a la existencia de un presunto plan golpista de carácter comunista o como reacción inmediata al asesinato de Calvo Sotelo. En realidad, un sector del Ejército ya estaba considerando la posibilidad de alterar el régimen democrático mucho antes de que el Frente Popular llegara al poder.

Aunque los desórdenes provocados por las organizaciones de izquierda, incluso si fueron violentos, difícilmente pueden ser considerados actos revolucionarios stricto sensu, en el caso de las acciones subversivas de los militares golpistas se puede confirmar la existencia de un plan para acabar con la República. Sin embargo, la tesis basada en solo dos categorías de revolucionarios y contrarrevolucionarios presenta el problema de delimitar quiénes eran los violentos o intolerantes y quiénes no lo eran. Es difícil establecer que solo los anarquistas o los sindicatos, pero no los partidos obreros o el movimiento obrero revolucionario eran los violentos o intolerantes. Esta categorización puede conducir a un número interminable de conjeturas.

Es pura fantasía querer limitar cosas tan complejas como la violencia política y las tendencias insurreccionales. Las personas, los partidos y los sindicatos no siempre son pacíficos o violentos, y pueden cambiar según las circunstancias que les rodean.

No se puede afirmar sin más que la izquierda obrera era «antidemocrática» porque no creía que pudiese haber una democracia auténtica mientras hubiese capitalismo y propiedad privada en el contexto de una sociedad tan desigual. Los militantes obreros llamaban a esto «democracia burguesa». Del mismo modo, en la CEDA y en grupos más o menos afines, algunos miembros no eran demócratas convencidos, como Luis Lucia o Giménez Fernández.

Las personas de hace ochenta años no entendían la democracia como nosotros la entendemos hoy en día. Desde una perspectiva histórica, la República sorteó problemas bastante graves, como insurrecciones obreras, golpismo, agitación del campo y la guerra fría de la Iglesia. A pesar de esto, la República resistió durante casi tres años después de una guerra desigual. En definitiva, la República fue tan democrática como pudo ser en los años treinta, una época marcada por regímenes autoritarios como los de Stalin, Hitler y Mussolini.

En resumen, la República no fue peor que la mayoría de las democracias continentales de la época que también enfrentaron problemas similares. Sin embargo, ninguna de ellas acabó en una guerra como la española. Por lo tanto, el problema que llevó a la Guerra Civil Española debe buscarse en otro lugar.


En la fotografía, el general Primo de Rivera en el Alcázar de Toledo. Archivo Rodríguez.

 

 

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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