La política exterior de la Segunda República Española
La política exterior de la Segunda República Española
La política exterior de la Segunda República Española experimentó una notable transformación respecto a la etapa monárquica, enmarcada en el contexto de inestabilidad europea de los años treinta. Un episodio representativo de este cambio fue la visita del primer ministro francés Édouard Herriot a Toledo en el otoño de 1932, donde compartió un encuentro con destacados dirigentes republicanos en el cigarral del intelectual Gregorio Marañón. Aquel almuerzo, al que asistieron figuras relevantes como Salvador de Madariaga y Manuel Azaña, simbolizó la apertura diplomática del nuevo régimen hacia las potencias democráticas europeas. Sin embargo, la visita no produjo resultados tangibles: Herriot buscaba persuadir a España para que abandonase su tradicional neutralismo, mientras que Azaña, prudente y consciente de las limitaciones internacionales del país, evitó cualquier compromiso militar o alianza que pudiera comprometer la independencia española. A pesar de ello, el gesto diplomático evidenció el interés francés por incorporar a la República española en el marco de la seguridad colectiva promovido por la Sociedad de Naciones y marcó el inicio de un debate sobre el papel internacional de España en el nuevo escenario europeo.
Aunque la visita de Herriot no se tradujo en acuerdos concretos, tuvo importantes repercusiones diplomáticas. En Italia circularon rumores sobre un supuesto tratado secreto entre Francia y España, centrado en el uso de las Islas Baleares por la armada francesa y en el tránsito de tropas coloniales a través del territorio español en caso de conflicto. Tales especulaciones, carentes de fundamento, reflejaban la creciente tensión internacional y la desconfianza de los regímenes fascistas hacia la República española. Azaña, firme en su propósito de preservar la independencia y el neutralismo activo de España, rehusó alimentar esos rumores y evitó comprometerse en cualquier pacto militar. Su postura, coherente con el pacifismo republicano, buscaba mantener una política exterior prudente y equilibrada, alineada con los principios de desarme y cooperación internacional defendidos por la Sociedad de Naciones. Así, la diplomacia republicana apostó por un europeísmo racional y pacifista, pero sin renunciar a la defensa de los intereses nacionales ante la compleja coyuntura política del continente.
Durante los primeros años de la Segunda República, España observaba con creciente inquietud el auge de los regímenes fascistas en Europa y el deterioro del equilibrio internacional provocado por la falta de entendimiento entre Francia y Gran Bretaña. Este contexto obligó al nuevo régimen a replantearse su política exterior, que abandonó la pasividad y el aislamiento heredados de la monarquía para adoptar un neutralismo activo, entendido no como indiferencia, sino como una forma consciente y participativa de inserción en la comunidad internacional. Bajo la inspiración del pensamiento liberal y europeísta de los intelectuales de la Generación del 14, muchos de ellos integrados en el aparato del Estado o al frente de embajadas clave, la República aspiraba a desempeñar un papel constructivo en la defensa de la paz y la legalidad internacional. Figuras como Ramón Pérez de Ayala en Londres, Salvador de Madariaga en París, Américo Castro en Berlín o Julio Álvarez del Vayo en México encarnaron esa diplomacia cultural e intelectual que buscaba proyectar una imagen moderna y democrática de España.
No obstante, los límites estructurales del país condicionaban estas aspiraciones. España era una pequeña potencia con escasa capacidad militar y limitada autonomía internacional, dependiente de la voluntad de las grandes potencias europeas. Por ello, su acción exterior se orientó hacia principios éticos más que estratégicos: el pacifismo, el desarme y la defensa del derecho internacional como garantía de seguridad colectiva. Al no tener conflictos territoriales significativos —más allá de las cuestiones menores de Tánger o Gibraltar—, la República percibía que cualquier confrontación entre las potencias europeas solo podría perjudicar sus intereses. En consecuencia, la política exterior republicana se articuló sobre una idea fundamental: la seguridad de España dependía no de la fuerza, sino del respeto a la legalidad internacional y de su integración en un orden mundial basado en la cooperación y la paz.
Los intelectuales de la izquierda burguesa que asumieron responsabilidades de gobierno durante la Segunda República, entre ellos Manuel Azaña, intentaron formular una política exterior coherente con los nuevos valores democráticos y adaptada a la compleja coyuntura internacional dominada por la Sociedad de Naciones. Azaña, en sus discursos y escritos, defendió la necesidad de superar el retraimiento y la estrechez de miras de la diplomacia monárquica, a la que reprochaba su “achicamiento y encogimiento”, y propuso en su lugar un europeísmo activo, orientado a la defensa del pacifismo y la cooperación internacional. En su visión, España debía participar en los foros de Ginebra no desde la fuerza, sino desde la autoridad moral de un Estado moderno, civil y defensor del derecho internacional. Este pacifismo no implicaba aislamiento, sino una neutralidad comprometida que mantenía un diálogo constante con las democracias occidentales, especialmente con Francia y Gran Bretaña, sin renunciar a los principios de independencia y soberanía nacional.
El europeísmo y la defensa de la seguridad colectiva que animaban a estos intelectuales no eran meros gestos retóricos, sino una apuesta racional por la ley internacional como único escudo posible para un país con escasos recursos militares. En palabras de sus propios protagonistas, España, sin capacidad material para defender su independencia por sí sola, solo podía garantizar su seguridad mediante el respeto y la aplicación de las normas internacionales. Frente a la política exterior pasiva y desconectada del mundo que se atribuía a la Monarquía, la República buscó integrarse de manera más activa en la política de paz y cooperación promovida por la Sociedad de Naciones.
La figura de Salvador de Madariaga encarnó este ideal de diplomacia intelectual y moral. Como representante de España ante la Sociedad de Naciones, desempeñó un papel decisivo en la articulación de una imagen exterior de la República como país moderno, democrático y europeísta. No obstante, las tensiones internas y el agravamiento de la situación internacional terminaron erosionando su posición. Madariaga dimitió en julio de 1936, en vísperas del estallido de la Guerra Civil, tras una intensa campaña de prensa en su contra que reflejaba tanto la polarización política española como la creciente inestabilidad del contexto europeo. Su salida simbolizó, en cierto modo, el final de una etapa: el ocaso de la diplomacia republicana del idealismo liberal ante la inminencia de la violencia y el colapso del orden internacional de entreguerras. FIN
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