PARTIDOS Y DIRIGENTES POLÍTICOS DURANTE LA REPÚBLICA

PARTIDOS Y DIRIGENTES POLÍTICOS DURANTE LA REPÚBLICA

  

El panorama de partidos y fuerzas políticas que rivalizaron durante la Segunda República se ha comparado con el que se produce en España a partir de la muerte de Franco. A la incipiente democracia que arrancaba en 1977 se la previno por todos los medios de los “males” de la Republica histórica, y por tanto de los errores del anterior ensayo democrático. Visto en perspectiva, lo que distingue más bien es la inexistencia de un sistema de partidos estable, lo que no debería ser tan sorprendente en un periodo tan breve que emergía de una dictadura militar que casi suprimió a la mayoría de los partidos de izquierda y derecha.

Si observamos el desarrollo de los partidos políticos en la República puede apreciarse que fueron pocos los realmente decisivos. No faltaron acuerdos entre ellos para poder gobernar. Y los que gobernaron pertenecieron en su mayoría a lo que la historiografía ha denominado genéricamente como centro liberal, mientras la izquierda obrera y la derecha antiliberal, nunca llegaron a gobernar como miembros dominantes y tan solo gestionaron algunos ministerios. Entre abril y diciembre de 1931 quien gobernó  fue una gran coalición desde la izquierda obrera más moderada al centro liberal más conservador que fue quien engendró la Constitución.

La coalición entre el centro-izquierda liberal y los socialistas que lideró el Gobierno entre diciembre de 1931 y septiembre de 1933 mantuvo una gran consistencia y lealtad mutua hasta el final. Por el contrario, la coalición del segundo bienio desde principios de 1933 a febrero de 1936 entre la derecha liberal y parte de la derecha antiliberal nunca fue una auténtica alianza pactada. Los partidos decisivos fueron la CEDA y el Partido Radical. Este último se dividió porque no confiaba en el primero. La CNT, los comunistas, los monárquicos o los fascistas influyeron poco durante el segundo bienio.

Por último, entre febrero y julio de 1936 solo gobernaron dos partidos de centro republicano, respaldados por una coalición y un programa que dependía de la fidelidad de las fuerzas a su izquierda, la que perduró  de manera razonable hasta el golpe. De ellas, la única determinante era el PSOE, bastante fraccionado por entonces. A su izquierda, ya se percibía el arrinconamiento del anarcosindicalismo por el comunismo, siguiendo el ejemplo del resto de Europa. La única oposición a la derecha, la CEDA, también parece que se estaba dividiendo entre los que estaban a favor del golpe militar o no.

El periodo republicano fue demasiado breve para adivinar qué habría pasado en un devenir normal de los acontecimientos, es decir, sin sublevación militar. La experiencia republica fue demasiado corta, o si se prefiere problemática, para haber creado un verdadero sistema de partidos, como ocurriría después tras la muerte de Franco. El incremento de la conflictividad social de la primavera de 1936 no se fundamentaba en un enfrentamiento habitual entre partidos, sino en una gran movilización social y sindical que intimidaba al Gobierno y a la patronal, y que fue contestada duramente por las fuerzas de orden público y por atentados de Falange. De hecho, la violencia política no se centró en batallas campales en la calle entre paramilitares de distintos partidos. Los militares sublevados, con el apoyo de Italia y Alemania, y sus aliados monárquicos y falangistas, muy poco representativos del sistema de partidos —José Antonio Primo de Rivera so obtuvo poco más de un millar de votos en las últimas elecciones por Toledo—, serían quienes dieran frustraran el sistema de partidos.

 

Pluralismo político en otros países hacia 1931

 

El sistema de partidos en España podrá entenderse un poco mejor si lo comparamos con las situaciones políticas que se daban en los años treinta en la mayoría de Europa continental. Países con sistemas de partidos muy diferentes entre sí tuvieron desenlaces semejantes al español aunque por otras vías, que no necesariamente pasaban por una guerra civil abierta. Ocurrió que el virus del fascismo llegó a Europa central y fue entonces cuando todas las fuerzas políticas tuvieron que situarse necesariamente a favor o en contra.

En Alemania, la República de Weimar creada en 1918, y que tanto inspiró a la española, empezando por su misma Constitución, sucumbió finalmente al nazismo en 1933. Como es sabido, Hitler tardó menos de un año en crear un Estado totalitario en Alemania, frente a ls cerca de siete años que había tardado Mussolini en Italia. Mientras tanto, las sosegadas monarquías nórdicas ya empezaron a encaminarse hacia modelos de Estado del bienestar con una claro matiz socialdemócrata. El caso del Reino Unido ya era excepcional entonces, no solo en comparación con España, sino con toda Europa por diversos motivos: su sistema parlamentario, que se remontaba a las revoluciones del siglo XVII; su partido socialdemócrata conocido como Labour Party, que no era marxista; su impresionante imperio ultramarino, y un sistema político limitado a tres partidos.

Un poco más semejante a España fue el caso de la Tercera República Francesa, que aguantó como régimen parlamentario hasta la “extraña derrota” de 1940. A pesar de la convulsa historia de Francia en el silgo XIX, este régimen ya había separado la Iglesia del Estado en 1905, se había dotado de una escuela pública, gratuita y laica que contribuyó a bajar la tasa de analfabetismo. Su partido fundamental había sido fundado en 1901 y era liberal en lo político y conservador en lo social, a pesar la denominación de Radical-Socialista en sus siglas. En suma, el modelo francés de partidos era de lo más parecido a España que se podía encontrar a la altura de 1935-1936, cuando ya quedaban pocas democracias en Europa.

 

Democracia tardía en 1931 con respecto a otros países de Europa

  

Una de las causas de que la democracia irrumpiera tan a última hora en España, fue que el panorama político en 1931 tuvo que sustentarse en partidos y formaciones relativamente recientes, muchos de ellos creados en los últimos años de la dictadura previa (1927-1930), o directamente aparecidos durante la transición Berenguer-Aznar, e incluso en la víspera de las mismas elecciones de abril de 1931, como fue el caso de Esquerra Republicana de Catalunya. Y es que el nuevo régimen había brotado de una Dictadura que había arruinado el panorama de partidos previo a 1923, con que marcó una diferencia fundamental con respecto a otros países europeos. Entre los partidos típicamente republicanos, el único más antiguo y de peso era el Partido Radical de Lerroux. En el espectro de la derecha antiliberal incluso tuvieron que formarse tras abril de 1931. En el espacio del movimiento obrero eran todas organizaciones relativamente antiguas: el PSOE (1879) y su sindicato afín (1888), la CNTE (1910) y el PEC (1922).

En las nuevos partidos nacidos desde 1927 en el centro liberal tuvieron un importante papel dirigentes políticos que habían colaborado con la Dictadura antes y después de la Dictadura (es decir, hasta 1923 y entre 1930 y 1931), pero que tuvieron volver a posicionarse entre las nuevas fuerzas políticas. En el Gabinete previo a la Dictadura ya fueron ministros de Alfonso XIII tres futuros presidentes del Gobierno durante la República: Niceto Alcalá-Zamora, Joaquín Chapaprieta y Manuel Portela Valladares.

Pero donde es más apreciable esta continuación es el sector de la derecha antiliberal de los años treinta. El partido oficial creado por el dictador Primo de Rivera era Unión Patriótica Nacional (UPN), cuyos miembros fueron colaboradores de la Asamblea Nacional. Entre otros se pueden recordar monárquicos como Calvo Sotelo, Ramiro de Maeztu, José María Pemán, cedistas como Gil Robles o falangistas como José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador y militante de la Unión Monárquica Nacional en 1930. Todos los citados fueron colaboradores de la UPN y apoyos importantes de la Dictadura.

Para poder relacionar esto con una tesitura similar en nuestro entorno y en una época muy cercana se puede mostrar el distinto trato que, por ejemplo, se dio en Francia a los también colaboracionistas de la dictadura de Pétain tras la caída de esta en 1944-1945. La IV República tomó duras represalias contra ellos, y las ejecuciones o encarcelamientos fueron la tónica general. Si bien cabe decir que Francia salía de una guerra y de una violenta ocupación extranjera. En España, por ejemplo, cabe señalar que Emilio Mola, director general de Seguridad entre febrero de 1930 y abril de 1931, fue destituido, pero no expulsado del Ejército, lo que le permitió años más tarde organizar el golpe de estado de 1936; que Sanjurjo, máximo mando de esa conjura y de la de 1932, permaneció al frente de la Guardia Civil hasta febrero de 1932.

 

Izquierda obrera: libertarios y marxistas

 

Por izquierda obrera se entiende aquí al conjunto de los partidos políticos y sindicatos que creían que los trabajadores asalariados del campo y de la ciudad constituían una clase social distinta de la demás, llamada “clase obrera”. El resto solía recibir la denominación de “burguesía”, con sus distintos grados. Como entendían que eran la inmensa mayoría de la sociedad, frente a los propietarios y “burgueses”, pensaban que con la “revolución” democrática podían encontrar una sociedad más justa. Para ellos, el capitalismo de libre mercado y el Estado liberal, que veían como injustos, solo eran etapas de paso, más o menos necesarias, según las distintas opiniones, para abandonar el Antiguo Régimen y dirigirse hacia la sociedad soñada, que se podría llamar “socialista” en el sentido más amplio del término. Aunque los líderes acostumbraban a insistir en que la revolución era el final del proceso, no el proceso mismo, esto no siempre era admitido por los militantes más jóvenes, en particular los anarcosindicalistas, que mitificaban las insurrecciones violentas contra la autoridad. De este modo, reprobaban por igual las elecciones a disputados o a concejales que encomendar en representantes sindicales profesionales fuera del trabajo. Con ello creían seguir en toda ortodoxia el espíritu original de la AIT, bajo lema “hazlo tú mismo”: no confíes en lo que no son de tu clase, y por tanto no votes.

El anarquismo era en los años treinta un movimiento cultural e intelectual, más allá del mundo del trabajo, y dejó su impronta en muchas facetas a través de los ateneos libertarios. A través de ellos se difundieron la educación y la pedagogía no autoritaria, la propaganda de la libertad sexual, el amor libre y la interrupción voluntaria del embarazo. También abogaron por la emancipación femenina relacionada con todo loa anterior, en la que destacaron importantes símbolos históricos como Teresa Claramunt (hasta 1931), Federica Montseny, que llegó a ser la primera mujer ministra de la historia de España, Lola Iturbe o el colectivo “Mujeres Libres” desde 1934.

La CNT colaboró en la huelga general del 15 de diciembre de 1930 y sus militantes votaron por la conjunción republicano-socialista en abril y en junio de 1931. Sin embargo, muy pronto, la influencia de los anarquistas más radicales y violentos —la FAI— alcanzaron su grado máximo en los primeros años de la República. Se arbitró una nueva de actividad conjunta de la CNT y FAI. En cualquier caso, a la altura de los años treinta el anarcosindicalismo apolítico y revolucionario, nunca recuperó el papel hegemónico en la izquierda obrera que aparentemente había tenido antes de 1923.

En las elecciones de noviembre de 1933 la CNT llamó a sus votantes para que se abstuvieran de votar a los partidos gubernamentales, simbolizados por Azaña y sus amigos socialistas, influyendo en los malos resultados conseguidos por las izquierdas, en particular en las zonas donde eran más populares los anarquistas. Su respuesta a la victoria de centro derecha fue la insurrección del 8 de diciembre de 1933, de cuya represión salieron muy resentidos.

En los principios anarquistas y libertarios se rechazaban los partidos políticos, las elecciones y el acatamiento y legitimidad a las leyes que promulgaba el Estado burgués. Por ello, el movimiento libertario se le acostumbra ubicar convencionalmente a la extrema izquierda de esos años. Desde el siglo XIX había sido un movimiento híbrido y variado, dado el rechazo al partido obrero como forma de organización básica. El anarcosindicalismo fue el vehículo que permitió que la influencia anarquista continuase siendo dominante hasta los años veinte, y siguiera siendo muy importante en los años de la República.

La CNT-FAI no colaboró en el pacto de enero de 1936 para que el Frente Popular ganara las elecciones del mes siguiente, pero tuvo que hacer la vista gorda ante el entusiasmo de las bases, ante la posibilidad de futuras amnistías, y favoreció el voto de izquierdas. La participación electoral de los libertarios fue esencial para el éxito del Frente Popular. También fue difícil que sus afiliados y simpatizantes no buscasen unirse con otros sindicatos obreros para organizar manifestaciones o huelgas para presionar a los poderes públicos republicanos buscando cambios legales que les favoreciesen.

La sublevación militar colocó a la CNT-FAI en primer plano de la retaguardia republicana. Sus militantes más radicales tuvieron que luchar contra el mito de que pasaron a ser violentos milicianos que ejercieron la represión a su manera.

Los comunistas

 

A la nueva revolución rusa de 1917 debía acompañarla una nueva Internacional, a la que llamaron Tercera Internacional (mayo de 1919), aunque el resto del movimiento obrero eligió siempre llamarla Internacional Comunista (IC), y los liberales y conservadores Komintern. Se planeó un Partido Único Mundial dirigido desde Moscú, a la espera de mudar de sede a otra ciudad más occidental cuando la revolución se expandiese.

En España, la creación del Partido Comunista de España (PCE) en el año 1920 resultó ser muy conflictiva, no ya por el Congreso Mundial y Comité ejecutivo común que controlaba a todos los países, sino porque en España decidieron formar un partido antes de que finalizase aquel proceso congresual mundial. Ahí ya estaba Dolores Ibárruri (que ya firmaba como Pasionaria) y muchos estudiantes que destacaban por su impaciencia.

Cuando en 1921 se produjo la escisión oficial que dio lugar al “Partido Comunista “de los mayores”, tuvo que llamarse PCOE (Partido Comunista Obrero Español) para distinguirse del otro. Una gran parte de los cuadros de los dirigentes del PSOE se pasaron al grupo comunista. Como la Internacional Comunistas no podía aceptar dos partidos comunistas, así se forzó la fusión en el PCE en 1922, que es la fecha oficial a la que suele citarse como fundacional.

Lo lógico hubiera sido que el PCE en 1931 hubiese sido un partido importante, como el PSOE, formado por ex-socialistas veteranos de 1922-1923, pero no resultó ser así. El plan de los partidos comunistas en toda Europa se basaba en descubrir a los socialdemócratas como traidores de la clase obrera, “socialfascistas” vendidos a la burguesía. Por ello, ya desde 1930 en España se prodigaron más los ataques contra el bloque republicano-socialista que contra la Monarquía de Alfonso XIII. La Internacional Comunista no diferenciaba entre República y Monarquía, entendidas ambas como burguesas. Había que aprovechar la efervescencia revolucionaria para pasar de inmediato a los soviets. Este espacio de izquierda radical entraba en competencia con la CNT-FAI, que contaba con muchos más simpatizantes, por lo que el PCE no consiguió despegar. A diferencia de los anarcosindicalistas, el PCE se presentó a los comicios de 1931 y 1933, cosechando malos resultados, logrando en las segunda una diputado (el doctor Cayetano Bolívar) por Málaga.

La escasa influencia del PCE en España —no llegó a pasar de los 15.000 militantes en 1932-1933— es entendida por parte de la historiografía en que la línea del partido era vigilada por hombres de confianza de Stalin. Por eso, muchos autores opinan que es prácticamente imposible que un grupo tan sectario y minoritario, como era el PCE de 1931-1934, hubieses sobrevivido de no haber sido por la financiación que le proporcionaba la Internacional Comunista. La admiración hacia la URSS de los comunistas españoles hizo que el símbolo del comunismo combinara la bandera roja revolucionaria con la hoz y el martillo, y que era a la vez la bandera “nacional” de la URSS. Esto explica por qué a la larga el papel del PCE terminó siendo esencial en los años 1934-1936, y luego en la Guerra Civil y resistencia antifranquista.

La expansión de la Alemania nazi obligó a Stalin a preparar una estrategia ante el peligro fascista, obligando al PCE a suscribir en España el pacto de enero de 1936, que los propios comunistas llamaron primero Bloque Popular, y después Frente Popular. El éxito electoral de febrero de 1936 dio al PCE 17 diputados, entre los que se encontraba Pasionaria. Su estrategia se centró en intentar mantener la unidad del Frente Popular y sostener los gobiernos de Azaña-Casares y con ellos la democracia republicana. Como consecuencia, su militancia creció enormemente hasta julio. También, el PCE impulsó la entrada de sus juventudes en las socialistas, dando nombre a una nueva formación —Juventudes Socialistas Unificadas— en marzo de 1936. Que los dirigentes de la JSU se pasaran al PCE durante la Guerra Civil se debió a las nuevas líneas políticas que generó la guerra misma.

 

El PSOE, partido hegemónico dentro de la izquierda filomarxista

 

Tras la escisión del PSOE de 1920-1921, provocada por la polémica sobre el ingreso en la Internacional Comunista, había quedado como el partido dominante de la izquierda obrera que creía en la hegemonía de la acción política frente a otra menos democrática. Junto al PSOE permaneció fiel su sindicato afín, la UGT. Ya en los años veinte, el sindicato y el partido reposaban sobre una bicefalia marcada por el estilo de Julián Besteiro, un profesor universitario originario del republicanismo “burgués”, y Largo Caballero, un sindicalista madrileño autodidacta y trabajador de la construcción, herederos históricos de Pablo Iglesias.

Los socialistas organizaron una estratégica red de Casas del Pueblo, centros locales donde las sociedades obreras tenían su sede social, donde pagaban cuotas sindicales y se daban mítines; aunque la Dictadura de Primo de Rivera suspendió el funcionamiento normal de las mismas, así como provocó fracturas internas dentro del partido.

Tras la caída de Primo, algunos dirigentes se sumaron a título individual al Pacto de San Sebastián, adhiriéndose en octubre de 1930 Prieto, Largo Caballero y De los Ríos, que no por casualidad serían después los tres ministros socialistas de los primeros gobiernos republicanos.

Tras proclamarse la República se organizó un Congreso extraordinario en julio de 1931 para tomar decisiones con respecto a si esos tres ministros socialistas continuaban dentro del Gobierno Provisional. También se discutió si la colaboración del PSOE debía prolongarse más allá de la aprobación de la Constitución, o si ese hecho debía ser la fecha límite. Besteiro apoyó esta última propuesta y perdió. Meses después, en otro Congreso ordinario se ratificó todo esto, y Largo Caballero salió elegido presidente del partido con una Ejecutiva purgada de besteiristas. Las divisiones en la cúpula de los socialistas giraban sobre tácticas, en particular la colaboración gubernamental y sus implicación en las instituciones burguesas, más incluso que sobre apoyar o no a la “revolución” republicana. La cuestión fundamental para ellos radicaba en cómo gestionar la ayuda a los más pobres, después de un capitalismo en crisis a partir del hundimiento económico mundial ocurrido en 1929. Su programa consistía en nacionalizar la minería, la tierra, los ferrocarriles, la banca…, pero no lo podían aplicar. Como indica Donald Sasson: “La creencia de que era imposible convertir la sociedad capitalista al socialismo no era exclusiva de los comunistas revolucionarios, sino igualmente compartida por los socialistas”. Controlando el Parlamento y el Gobierno, es decir, la maquinaria estatal, debían “conseguir una redistribución permanente del poder al eliminar la propiedad privada de los principales medios de producción”. A diferencia de los comunistas, los socialistas sí creían que todo eso se podía hacer sin vulnerar el parlamentarismo liberal.

Es famoso el comentario que hizo Largo Caballero sobre su experiencia gubernamental durante su participación en la Escuela de Verano de las Juventudes Socialistas en agosto de 1933, que es estimada por muchos como el punto de partida de su “radicalización”: “Hoy estoy convencido de que realizar obra socialista dentro de una democracia burguesa es imposible”. De este modo, los socialistas pactaron con un conjunto de partidos liberales una Constitución progresista, que permitiese en el futuro hacer sus políticas.

El año clave de la división interna del PSOE y del fin del parlamentarismo socialista en Europa fue 1933, cuando el SPD alemán, partido socialdemócrata de referencia en Europa, que había emprendido desde 1918 una alternativa al socialismo soviético, cuando comprobaron que la coacción nazi era una realidad. El final se resumen en una palabra y una fecha: Hitler, enero de 1933. El socialista Luis Araquistáin, que había ayudado a Largo Caballero en el Ministerio de Trabajo, era embajador en Alemania en el momento del ascenso de los nazis al poder, por lo que fue testigo presencial y escribió destacados artículos en la prensa. En ellos presentaba la atrevida toma del poder por el socialismo, como opción defensiva y necesaria contra el fascismo. Mostraba al fascismo como la etapa final del capitalismo decrecido cuyo objetivo fundamental era destruir las organizaciones obreras. Hasta entonces, en el historial de Araquistáin no se conocían semejantes ligerezas revolucionarias, por lo que el cambio de actitud resultaba muy extraño. En verano de 1933, el discurso de Largo Caballero del cine Pardiñas también hizo insinuaciones expresas a Alemania, ya definida como fascista, y as que algo iba a cambiar en el futuro.

En este sentido, se hacía necesario “hacer algo”. ¿Pero qué? En el Comité Nacional del PSOE se votó, en septiembre de 1933, la famosa resolución de “defender la República contra cualquier agresión reaccionaria y su convicción de la necesidad de conquistar el Poder político como medio indispensable para instalar el socialismo”, con solo tres votos negativos, uno de ellos el de Indalecio Prieto, pero por estar en contra de preparar una posible insurrección armada, que él apoyaba como los demás, sino por la inclusión de la coletilla final. Dos meses después, ganó las elecciones generales la derecha y, a partir de ahí, existe una legión de autores que atribuyen a Octubre de 1934 como una mera revancha para recuperar lo que los socialistas habían perdido en los comicios; es decir, el poder, algo que no era cierto porque nunca lo tuvieron. En cualquier caso, las dos razones que llevaron a los socialistas al desastre de Octubre fueron la respuesta a una amenazada fascista proveniente de Alemania y la toma del poder político como respuesta a la llegada de la CEDA al poder: una táctica defensiva a expensas de las iniciativas que tomase el Gobierno del Partido Radical.

Pero el partido tenía que persuadir aún a la Ejecutiva besteirista de la UGT. Como la principal discrepancia no era “hacer algo”, sino la cuestión de la forma en que llegar al poder, Prieto, por un lado, y Besteiro, por otro, hicieron dos borradores de programas de gobiernos alternativos, evitando todo aquello que se pareciese a la “dictadura del proletariado”. La dirección del PSOE votó por el de Prieto —que incluía la nacionalización de la tierra y la supresión del Ejército y la Guardia Civil) y rechazó el de Besteiro. Sin embargo, continuó habiendo desacuerdos en el camino a Octubre, y el grupo de este líder siempre estuvo en contra de la insurrección. El resto de lo ocurrido tras los sucesos de Octubre viene narrado en otra parte de esta obra.

Centro liberal: entre el movimiento obrero organizado y la derecha antirrepublicana

Se trata de partidos que la izquierda obrera calificaría como “burgueses”. Básicamente se referían a los partidos y personalidades que firmaron el Pacto de San Sebastián y formaron parte del Gobierno Provisional de abril de 1931, en coalición con los socialistas y otras fuerzas. Este centro liberal fueron los que ostentaron el poder en los distintos gobiernos del periodo republicano, más escorado a la izquierda cuando hubo que gobernar con el PSOE hasta septiembre de 1933, y más a la derecha cuando hubo que hacerlo con la CEDA a partir de octubre de 1934.

Conviene decir desde ahora que el concepto “centro político” no estaba muy aceptado en la época, por ello no parece muy operativo insistir en usar la palabra “centro”. En cualquier caso, podríamos arriesgarnos a afirmar que el verdadero centro político se situaba —por su trayectoria entre 1930 y 1936— en torno a la persona del sevillano Diego Martínez Barrio. Simplificando el panorama, podría hablarse de cuatro grupos fundamentales hacia 1931 de izquierda a derecha: los radical-socialistas, los azañistas, los radicales (luego escindidos entre los grupos de Martínez Barrios y Lerroux) y por último la derecha republicana de AlcalÁ-Zamora, Miguel Maura o Melquíades Álvarez. A la altura de 1936 estas tendencias a tres tras la disolución de los radical-socialista y los radicales, que se distribuyeron más o menos entre las formaciones de Azaña y Martínez Barrio, y por la práctica anulación del grupo de Lerroux. En este sentido, uno de los grandes problemas del sistema político republicano es que no llegó a fundarse un gran partido de masas de centro liberal y republicano, como ocurrió con el PSOE o la CEDA.

En general, estos partidos de “centro” de los años treinta eran de reciente creación, formado en los últimos años de la Dictadura (excepto el Radical). Habían sido frágiles y habían estado muy fraccionados desde fin de siglo. El centro republicano se vistió de largo en el histórico mitin celebrado en la Plaza de Toros de Madrid el 28 de septiembre de 1930 (con 20.000 personas), con participación de, entre otros, Alcalá-Zamora, Martínez Barrio, Lerroux, Azaña y Marcelino Domingo. Los republicanos obtuvieron una gran éxito en las urnas en abril de 1931 en ciudades de tamaño medio donde su presencia había sido casi nula hasta entonces.

Su programa teórico, más o menos compartido por todos, puede resumirse en cuatro columnas fundamentales: democracia liberal y parlamentaria en un Estado nacional moderno, la hegemonía del poder civil sobre el militar, las políticas de reforma social y el laicismo; es decir, la aspiración a una separación radical de la Iglesia católica y el Estado republicano y apartar la religión a la exclusiva esfera privada de los fieles. Este tema religioso dividió también a los republicanos de “centro”, pues ya en octubre de 1931, dos católicos practicantes como Alcalá-Zamora y Maura, consideraban algunos artículos constitucionales excesivamente radicales. Pero este desencuentro no rompió del todo dicha solidaridad entre los políticos liberales: el primero permaneció como jefe de un Estado radicalmente laico. Esto demuestra que el principio del laicismo era compartido muy ampliamente en el centro liberal aunque lógicamente los políticos situados más hacia el centro derecha eran partidarios de moderar varias leyes.

 

Derechas antiliberales: autoritarios y fascistas.

 

El crecimiento de la derecha antiliberal preocupó mucho al “centro” y a la derecha liberal, que temía ser fagocitada por la CEDA. Los partidos liberales ponían como condición sine qua non que la CEDA y los agrarios reconocieran la legitimidad de la República y juraran fidelidad a esta antes de dar paso al Gobierno. Pero ocurrió así, ni antes ni nunca.

La Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) era partidaria de la eliminación de la democracia republicana por vías de hecho, incluida la violencia. Era una coalición de varios grupos comarcales y locales, de los cuales el más importante fue Acción Popular (AP); Renovación Española (RE), es decir, los monárquicos alfonsinos, y la Falange Española de las Juntas Ofensivas Nacional Sindicalistas (FE de las JONS). Todas ellas estaban completamente desorganizadas cuando se proclamó la República. Para ellos, el nuevo régimen se trataba de un a cambio profundo en el país que tenían que eliminar. Al final lo consiguieron, aunque por un golpe de parte del Ejército, una intervención extranjera decisiva y una guerra civil más larga de lo inicialmente planeado, trayendo la Dictadura de Franco.

Estas derechas antiliberales compartían una serie de valores culturales de amplia gama. Su patriotismo aspiraba a un Estado muy fuerte y muy unido, con una Ejecutivo poderoso e identificado con el catolicismo, así como su rechazo al parlamentarismo y  a la democracia liberal. Rechazaban integralmente a la izquierda obrera marxista, revolucionaria y anticlerical, considerada el enemigo principal. Su ultrapatriotismo les llevaba a afirmar que quien determinaba la existencia de una nación no era el conjunto de ciudadanos en una comunidad democrática, sino una serie de rasgos culturales, geográficos, lingüísticos e incluso radicales acumulados por la historia. La unidad nacional, política, religiosa y social era la misma cosa, por lo que toda organización que amenazase sus convicciones pasaba a la categoría de la anti-España y de enemigo potencial. Este peligroso enemigo revolucionario era por definición internacionalista, y por tanto dependiente de potencias extranjeras; en especial de Rusia. Ni que decir tiene que el comunismo dirigido desde Moscú era el enemigo a batir.

La añoranza del pasado glorioso de España era común a todas estas organizaciones. Se ensalzó a los “españoles” que lucharon por su independencia frente a los romanos (Viriato, Numancia), los mártires y santos cristianos “nacionalizados” (Justo y Pastor y Santiago), los concilios visigodos toledanos que unieron a la España católica, la Reconquista, los Reyes Católicos… Pero descendiendo a lo más concreto, había entre estos partidos políticos serias discrepancias, pues mientras para la CEDA y Falange les era indiferente que fuese Monarquía o República, no era así para RE y CT, partidarios obstinados de un rey, principio irrenunciable para ellos. Pero además, la CEDA de Gil Robles, aspiraba a instaurar un Estado católico inspirado en las doctrinas de la Iglesia, mientras que Falange llevaba en su programa el Estado totalitario, y RE y CT discrepaban sobre quien debía reinar, si los herederos Isabel II o los de su tío Carlos María Isidro (Carlos V), conflicto que ya arrastraba un siglo de existencia.

El origen de la CEDA se encuentra en Acción Nacional (AN), creada en 1931 y capitaneada por el abogado salmantino José María Gil Robles y Quiñones. En las elecciones de junio de 1931, la AN apenas obtuvo cinco diputados, y tuvo que unirse en el Congreso con las más variadas derechas agrarias, para luego abandonar el hemiciclo y no  votar la Constitución por razones religiosas. La “persecución religiosa” se convirtió en un verdadero banderín de enganche que permitía un discurso fácil y una movilización masiva. Estos fueron los auténticos trampolines y estímulos para llegar a crear la CEDA entre febrero y marzo de 1933. En su programa fundacional priorizaba sobre la defensa de la “esencia, unidad e indisolubilidad del matrimonio”, “igualdad jurídica entre los sexos, sin destruir la familia”, y en el tema educativo defendía “el supremo magisterio de la Iglesia”, por razón de su divina misión.

Todo esto se sumergió en parte de la sociedad española y dicha táctica llevó a la CEDA a seguir creciendo de manera imparable hasta su triunfo en las elecciones de noviembre de 1933. El éxito de la táctica fue inmenso y tras estos comicios paso a ser la agrupación política con más diputados de la cámara (más de un centenar), y posiblemente la más fuerte del país. La casi totalidad de la izquierda consideraba a la CEDA como una formación antirrepublicana cuyo objetivo era acabar con la democracia liberal.

En sus campañas electorales proliferaban el uso de los automóviles, los altavoces, la radio y miles de carteles. En la campaña de 1936 instalaron un enorme cartel en la Puerta del Sol con el retrato de Gil Robles. El dinero brotaba de tal forma que terminaba sobrando y Gil Robles donó el remanente de medio millón de pesetas al general Mola para apoyar el golpe de julio.

 

A la derecha de la CEDA, alfonsinos y juanistas

  

Eran grupos demasiado pequeños que nunca aceptaron la legalidad republicana ni se doblegaron a ella. Estaban divididos entre monárquicos y fascistas. Estos alentaban un Estado totalitario nacional-sindicalista y no necesariamente monárquico; y los primeros llevaban divididos desde el siglo XIX acerca de cuál rama de los Borbones tenía legitimidad para gobernar el país.

Cuando Calvo Sotelo volvió del exilio a España en mayo de 1934, tras beneficiarse de la generosa amnistía que aprobó el Gobierno de Lerroux, comenzaron las entrevistas en Roma con Mussolini para desestabilizar el régimen republicano. El firmante de los acuerdos para adquirir armamento fue el monárquico Sáinz Rodríguez, pero sin duda Goicoechea y Calvo Sotelo, superiores suyos en Renovación Española estuvieron obligatoriamente informados. El avalista millonario fue Juan March.

 

 

Fotografía: Toledo, octubre de 1932. Cigarral del doctor Marañón. Manuel Azaña, Luís Zulueta, Fernando de los Ríos, Salvador de Madariaga, entre otros, recibieron a Edouard Herriot, presidente del consejo de ministros de Francia.

[1]. GONZÁLEZ CALLEJA, Eduardo; COBO ROMERO, Francisco; MARTÍNEZ RUS, Ana; SÁNCHEZ PÉREZ, Francisco: La Segunda República Española, Pasado&Presente, Barcelona, 2014. pp 624 y ss.

[1]. MORALES GUTIÉRREZ, Juan Antonio; MORALES PÉREZ, Belén: La Segunda República y Guerra Civil en Santa Olalla; Ledoria, Toledo, 2008, pp 45

[1]. MARTÍN DÍAZ-GUERRA, Alfonso; La Segunda República y Guerra Civil en La Puebla de Montalbán, Ayuntamiento de la Puebla de Montalbán, Toledo, 2005,  página 74.

[1]. Ibidem.

[1]. AROSTEGUI, Julio: Largo Caballero. El tesón y la quimera, Debate, Barcelona, 2013, pp. 376 y ss.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
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Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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