Fracaso o frustración

¿Fracaso o frustración?  Qué fue realmente la Segunda República

 

La memoria de la Segunda República Española ha estado marcada por la sombra de la Guerra Civil y por una lectura fatalista que la reduce al fracaso. Pero ¿y si, en lugar de un fracaso, habláramos de una frustración histórica? De un proyecto interrumpido antes de poder madurar. Revisar ese matiz cambia por completo la manera en que entendemos nuestro pasado democrático.

 

Más que la culminación de un largo proceso de modernización o desnacionalización, la Segunda República debe entenderse como un proyecto inacabado, frustrado, incompleto. Algunos historiadores la han calificado de fracaso o de oportunidad perdida, pero no es lo mismo una cosa que otra.

La frustración implica la interrupción de un proceso por causas ajenas a su propia naturaleza, antes de que haya podido desplegar todo su potencial. El fracaso, en cambio, supone que un proyecto suficientemente desarrollado se derrumba por sus propios defectos.

La imagen y la memoria de la República han quedado unidas, casi de forma inseparable, a su desenlace: la Guerra Civil. Esa asociación ha alimentado durante décadas una narrativa del fracaso, una memoria negativa que incluso los protagonistas de la época compartieron en parte (“todos fuimos culpables”, “no fue posible la paz”, etc.).

Sin embargo, muchos estudiosos prefieren hoy analizar aquella breve experiencia bajo el paradigma de la frustración de expectativas. Y aun aceptando este término, conviene matizarlo y comprenderlo en su contexto.

Pensemos en la intensidad de los cinco años de vida republicana, de 1931 a 1936: una etapa de institucionalización incompleta, marcada por tensiones, reformas y resistencias. Si la comparamos con los años de la Transición democrática —de la muerte de Franco al golpe frustrado de febrero de 1981—, encontramos una duración similar, con parecidas incertidumbres y sobresaltos.

¿Qué se diría hoy del proceso democrático iniciado en 1976 si el golpe del 23-F hubiera triunfado o provocado una involución significativa, pese a desarrollarse en un contexto internacional mucho más estable que el de los años treinta? Probablemente hablaríamos de una segunda oportunidad perdida tras la de 1931-1936, y aplicaríamos de nuevo la narrativa del fracaso.

 

La trampa del “todo estaba escrito”

Durante mucho tiempo, el peso de la Guerra Civil cubrió la historia de la República con un manto de fatalismo. Pero, como recuerda la expresión latina post hoc ergo propter hoc (“después de esto, por tanto a causa de esto”), confundir la sucesión temporal con la causalidad es una falacia.

La Guerra Civil no fue la consecuencia inevitable de los errores de la República, aunque viniera después. Muchas explicaciones ignoran la contingencia: la posibilidad de que los acontecimientos hubieran tomado otros rumbos.

La República superó crisis gravísimas: los levantamientos anarquistas de 1931-1933, las conspiraciones involucionistas (incluido el golpe de 1932), o la revolución de octubre de 1934. E incluso, contra todos los pronósticos, sobrevivió al golpe de Estado de julio de 1936 y resistió durante casi mil días de guerra.

El historiador Shlomo Ben-Ami señaló que, aunque la República no logró en su primer bienio un contenido social sólido, sí consiguió articular una política pragmática y equilibrada, expresión de un auténtico deseo de administrar la cosa pública. Por eso reclamó para ella una identidad propia, no como “el último disfraz de la Restauración” ni como “el preludio de la Guerra Civil”. En sus palabras: “El 14 de abril todo era posible, hasta la paz.”

 

Frustración, pero no fracaso

¿Qué queda de todo aquello: frustración o fracaso?

El historiador Rafael Cruz definió la República como “un proceso de democratización en constante construcción improvisada”. En efecto, la contingencia, la aceleración del ritmo histórico y la sensación de interinidad fueron rasgos definitorios de aquellos años.

Fue una República apresurada e imperfecta, pero sin duda democrática.
Su herencia positiva —la voluntad de modernizar España— se ocultó en buena medida durante la Transición. Desde sectores conservadores se la presentó como contramodelo del régimen actual, como un experimento fallido por exceso de reformismo o de demagogia.

Frente a esa visión simplificadora, conviene recordar dos reflexiones.
La primera, de Manuel Azaña, quien escribió:

“En su corta vida la República no ha inventado ni suscitado las fuerzas que la destrozan […] Aquellas realidades españolas, al arrojarse unas contra otras para aniquilarse, rompen el equilibrio que les brinda la República y la hacen astillas.”

Y la segunda, del historiador Edward Malefakis, que afirmó:

“La excepcionalidad de la República radica en el rico legado de valores políticos y sociales que dejó […] A pesar de todos sus defectos, la República de abril de 1931 estaba envuelta en una nobleza que la hizo excepcional, tanto en su tiempo como dentro de la historia de España y de Europa.”

 

Una herencia aún vigente

Con la conciencia del calado de los problemas no resueltos por la República, podemos —y debemos— evaluar la Monarquía democrática actual en función del grado en que ha cumplido o superado aquel proyecto reformista.
La Segunda República representó, en definitiva, la democracia posible para su tiempo: frustrada, sí, pero no fracasada.

 

 

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Juan Antonio Morales Gutiérrez
moralesgutierrez@telefonica.net

Después de "Una memoria sin rencor", Juan Antonio Morales Gutiérrez y Belén Morales Pérez, padre e hija, presentan la segunda entrega de la trilogía, que es independiente de la primera. Pese a que algunos de sus personajes principales aparecen en ambas narraciones, "Secuelas de una guerra" no es una continuación de aquella; aunque comparten el mismo espíritu y denominador común: narrar acontecimientos históricos con nombres y hechos verdaderos. Este segundo volumen se inicia en julio de 1936, con el asalto al cuartel de la Montaña en Madrid, continúa con los sucesos de Paracuellos del Jarama y finaliza en la primavera de 1981, tras el fallido golpe de Estado del 23-F. Pedro Rivera, alcalde derechista de Gerindote (Toledo), huye a Madrid tras ser expulsado de su pueblo después de la victoria del Frente Popular en los comicios de febrero de 1936. Tras el golpe de militar del 18 de julio, esconde en su portería del barrio de Argüelles a un exministro de la CEDA perseguido por la revolución miliciana, Federico Salmón Amorín. El destino de ambos es la cárcel Modelo de la capital y su posterior asesinato en Paracuellos del Jarama. Después aparecen nuevos personajes, todos ellos militantes del Partido Comunista, uno de los cuales interviene desde el exilio en la resistencia contra el régimen de Hitler y la frustrada invasión del Valle de Arán. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho verídico; cada uno de ellos tiene una existencia real y una personalidad auténtica. Esta es la historia de esos hombres que sobrevivieron o murieron luchando contra el fascismo. "Secuelas de una guerra" es una novela de reconciliación, de amores, sentimientos y de ausencias, que utiliza el recurso de hacer regresar al pasado bélico a sus protagonistas, mientras relatan cómo vivieron la posguerra y la transición democrática en España.

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